Javier Zarzalejos (Bilbao, 1960) fue secretario de Presidencia durante la etapa de José María Aznar como presidente del Gobierno. Ahora, este cocinero de la política en la sombra cuenta en un libro, No hay ala oeste en la Moncloa (Península), parte -solo una parte, porque el secreto de estado se impone- de lo que vivió en aquellos años convulsos. Con el título y con el contenido de su obra, pretende desmitificar la visión negativa sobre cómo funciona la política en España. En un hotel de Madrid charla con EL ESPAÑOL y justifica, con tono tranquilo, por qué a su juicio en las bambalinas del poder no hay, al contrario de lo que muchos españoles creen (creemos), tantos parecidos con lo que pasa en House of cards o Los soprano.
El PSOE acusa a Rivera de “aznarizarse”. ¿Qué le parece esa acusación y el hecho de que para muchos sea un estigma parecerse a Aznar?
Será un estigma o un problema según Pedro Sánchez. Me preocuparía en todo caso que a algún político español, en este caso a Rivera, se le pudiera decir que se está “zapaterizando”, sería un problema, algo mucho más inquietante. No es el argumento más eficaz para meterse con Rivera. Acusarle de eso no es inteligente.
¿No le parece que respecto a Cataluña Rivera está más cerca de las tesis de Aznar que el propio Rajoy?
Sé cuál es la posición de Aznar. Pero, yendo más allá de eso, en este momento Cataluña plantea a los partidos constitucionalistas una enorme y absolutamente ineludible exigencia de unidad. Una unidad que significa no solo estar juntos, sino también hacer cosas. Para mí, Cataluña no va a tener una buena evolución. Todo lo que nos ofrece la investidura del señor Torra hace presagiar momentos difíciles. Y que, desde luego, en vez de ir reparando la profunda fractura social y política, se va a ahondar en ella. Con un lenguaje, además, solo equiparable al racismo de principios del siglo XX o de finales del siglo XIX. En estas circunstancias, esa unidad activa y aprender lecciones es indispensable.
¿Qué aconsejaría usted a Rajoy si estuviera en la Moncloa?
No estar en la Moncloa desde hace 14 años me permite, primero, no aconsejar si nadie me lo pide y poder escribir libros como este. Hay que confiar en que España es una nación mucho más fuerte de lo que algunos pretenden. Hay que fortalecer la pluralidad de la sociedad catalana frente a la supuesta hegemonía del nacionalismo. Y hay que mantener el crédito de España frente a los secesionistas.
Cuando Aznar gobernó, tuvo una relación muy especial con Jordi Pujol. Se apoyó en él para gobernar. ¿Tiene alguna responsabilidad aquel gobierno de Aznar en no haber sabido ver las verdaderas intenciones de nacionalismo catalán?
Yo creo que los dos mandatos de Aznar responden muy bien al modelo de gobernanza de la Transición y del pacto constitucional: por un lado, un bipartidismo que ponía en condiciones de gobernar a PP o PSOE, y por otro, la existencia de partidos bisagras, que son los nacionalistas. Eso planteaba una necesidad de integración de los nacionalismos sobre la base de que el reconocimiento de la diversidad tiene que ir acompañado de la lealtad con la unidad. Y creo que eso es algo que tuvo buenos efectos sobre la estabilidad, porque permitió a aquel gobierno desarrollar un programa ambicioso y porque permitió reforzar la posición internacional de España.
Los pactos a veces limitan, pero no fue así en el caso de los acuerdos con Convergencia. No nos desviamos del modelo de la Transición. Ahora hay que recordar los elogios que suscitaba la figura de Pujol como hombre de estado que colaboraba con la estabilidad. En el País Vasco se decía “ojalá tuviéramos un Pujol” y ahora en Cataluña se dice “ojalá tuviéramos un Urkullu”. Yo no quisiera ni uno ni a otro.
¿Y qué le parece aquella frase que decía Arzalluz sobre que había sacado más a Aznar en quince días que a Felipe González en quince años?
Los nacionalistas siempre predican sus éxitos. Hace unos días, Urkullu mejoraba lo dicho por Arzalluz porque afirmaba que “nunca el PNV ha tenido tanta influencia en la política española”. Y lo que vemos ahora es que todos los ojos están puestos en el PNV para ver si aprueba los presupuestos.
¿Qué sintió usted cuando vio aquella confesión de Pujol, supuesto hombre de estado y responsable, sobre su dinero fuera de España?
La confianza cuando se negocian acuerdos así no es personal. Pero cuando yo vi aquella confesión de Pujol sobre la herencia de su padre y esas cosas, pensé, como cualquiera que tuviera un mínimo olfato, que pretendía adelantarse, haciendo una especie de voladura controlada. Y le ha ido muy mal porque eso no podía volarse de forma controlada.
¿Cree que fue un error el apoyo a la Guerra de Irak o la foto de las Azores o, al menos, la forma de contárselo a los españoles?
En el libro hablo de algunos de los errores que se cometieron en ese proceso. Uno de ellos es que se puso un excesivo énfasis en el tema de las armas de destrucción masiva, que evidentemente Saddam Hussein había tenido, cuya destrucción no había acreditado y que había utilizado contra su pueblo en masacres que dejarían pequeño lo peor que ahora estamos viendo en Siria. No se razonó lo suficientemente que Saddam era un elemento de perturbación internacional y de máximo peligro. Después, se invirtió la carga de la prueba sobre las armas de destrucción masiva, porque al final no era Saddam el que tenía que acreditar que las había destruido, sino que los inspectores de la ONU tenían que ejercer de detectives para demostrar que esas armas ya no existían.
También hubo errores estratégicos posteriores a la intervención, como el desmantelamiento del Partido Baas, el mantenimiento de un número de tropas insuficiente y todo rematado con la decisión de Obama de retirarse anticipadamente. Yo no considero un error acabar con Saddam Hussein. No considero un error que España apoyase esa intervención en el marco de la solidaridad atlántica. Y me parece que es uno de los momentos en que se puede reconocer una posición internacional de España muy relevante. Otra cosa es que eso fuera impopular. Esas medidas son impopulares casi por definición. Y me parece sano que esas medidas tengan ese nivel de impopularidad. Porque son decisiones que tienen que ser dictadas por la responsabilidad y no por la popularidad.
En el 11-M dice usted que no hubo intención de engañar a la gente. ¿No cree que al menos el Gobierno gestionó mal la información?
La mayor crítica desde el punto de vista de la gestión es que el Gobierno dio demasiada información. Hubo demasiadas conferencias de prensa en el Ministerio del Interior. Eso generó que lo que podría contribuir a la serenidad, es decir que se estaba haciendo bien el trabajo, acabó provocando una mayor ansiedad. Es verdad que eran circunstancias que no se habían dado nunca. De esas jornadas todo el mundo debe sacar lecciones, pero era un manejo de la información extraordinariamente complejo y con un clima ciudadano en el que pronto comenzaron a emerger estrategias puramente electorales que tenían poco que ver con el interés por conocer la verdad.
El núcleo del libro tiene que ver con el terrorismo de ETA. ¿Qué sintió usted al reunirse en una mesa frente a frente con representantes de una banda que, entre otras cosas, tenía amenazado de muerte a su hermano?
Es una pregunta que me han hecho muchas veces y nunca he tenido una respuesta. En ese momento lo que hay que hacer es justamente reprimir los sentimientos. Sabiendo que tienes en frente a un señor que puede ordenar tu propio asesinato. Creo que son momentos en que hay que ser especialmente frío y evitar los sentimientos viscerales.
¿Estuvo sobre la mesa el acercamiento de presos de ETA? ¿Se negoció eso? Siempre se dice que Aznar acercó presos, ¿fue el Gobierno demasiado flexible? ¿Cedió?
En absoluto. Me resulta muy curioso que, cuando hemos visto procesos de negociación política con ETA que están descritos con detalle, en los que se hablaba de Navarra y de un referéndum y de cómo dejar sin efecto la ley de partidos, algunos se aferren a lo que Aznar dijo o hizo. Nosotros mantuvimos siempre y nunca se puso en cuestión la política de dispersión de presos. Redujimos al mínimo indispensable los traslados a cárceles del País Vasco. Se hicieron traslados a cárceles más próximas al País Vasco o menos alejadas de allí.
En aquel momento así lo contemplaba el punto décimo del Pacto de Ajuria Enea y existía un pacto parlamentario promovido por el PSOE que pedía al Gobierno, que no tenía mayoría absoluta, acompasar la política penitenciaria a la evolución de la tregua. De presos ni se habló ni se negoció ni con Batasuna ni con ETA. Entre otras cosas porque ETA quería dejar claro que de aquello que se hablaba entonces de “paz por presos” ellos mismos no lo querían asumir. Aquello fueron decisiones autónomas y no pactadas ni negociadas con ETA. El Gobierno entendió que eran medidas necesarias para mantener la iniciativa.
¿Y ahora cree que se debería acercar a los presos de ETA por la disolución de la banda?
Creo que ahora el debate no puede estar monopolizado por qué hacer con los presos de ETA. Cuando hay 850 asesinatos, miles de heridos y miles de desplazados que aún en este momento están viviendo fuera del País Vasco por culpa de ETA, no puede ocupar nuestro debate este asunto. Además, ahora no tienen ningún sentido hablar de política penitenciaria en términos colectivos. Es como si hablásemos de los presos por homicidio o por robo a mano armada. Es una política absolutamente individualizada. Lo que no se merecen las víctimas es que el tema de todos los días sea el de los presos.
También se habla mucho del famoso relato. ¿Cómo cree que hay que contarle a los jóvenes de toda España y especialmente del País Vasco y Navarra qué fue ETA?
Lo que hay que contar es lo contrario que quiere ETA que se les cuente. Pero el relato de ETA es el mismo que el del nacionalismo vasco. No nos engañemos. ETA ha generado un relato propio pero dentro de ese relato del nacionalismo sobre el conflicto que se ha repetido desde la aparición misma del nacionalismo: 'Nosotros, como vascos, tenemos una lucha contra España y aquí cada generación ha tenido sus gudaris, primero los carlistas luchando por sus fueros, luego los que se rinden en Santoña en la Guerra Civil y luego ETA'. Lo que quiere ETA es incorporarse a esa galería de retratos con los presuntos luchadores por la libertad de los vascos. Pero el relato por el que quiere legitimar su violencia es, como he dicho, el relato de los nacionalistas. No podremos ganar el famoso relato si al mismo tiempo no somos conscientes de que el nacionalismo sigue hablando de ese conflicto.
Usted desvela en su libro que Juan Carlos I pidió a Aznar un informe jurídico sobre la abdicación. Pero, más allá de eso, ¿cree que la abdicación fue una buena decisión?
He querido reflejar algo importante: que la abdicación fue una decisión madura y reflexionada durante mucho tiempo. El Rey contó con Aznar y creo que con el resto de expresidentes. No sé lo que hicieron otros. Para mí, la abdicación significa en su momento poner a la Corona en el primer plano de la necesidad de una renovación generacional. Doy mucha importancia al mensaje del Rey cuando abdica, porque fue muy sincero al vincular su abdicación con la estabilidad de la Corona. Toma esa decisión por la estabilidad. Es una decisión generosa, responsable y, en cierto modo, marca un camino en la vida pública de renovación.
Y aunque fuera generosa, ¿no fue la decisión contraria a la que le recomendó Aznar?
Yo no entro en el libro la opinión de Aznar sobre la abdicación. Simplemente, doy cuenta de que Aznar entregó al Rey un informe que nos pidió elaborar sobre la articulación constitucional de la abdicación. Era un debate jurídico con implicaciones políticas. No me corresponde hablar de la opinión que le pudo dar Aznar.
En su libro habla de la “deformación” de la relación entre Aznar y el Rey. Desde hace años, se ha dado por hecho que esa relación era mala y que Juan Carlos I se llevaba mucho mejor con Felipe González.
No puedo valorar cuál es la relación entre el Rey y González, que además comparten generación. Aznar es de otra generación y con un carácter distinto al de González. Pero yo he querido salir al paso de una idea efectivamente extendida y con una dosis de malevolencia: esa supuesta mala relación. No se dio esa mala relación. Fue una relación estrecha durante ocho años y ha continuado después. Han hablado muchas veces. La última vez que hablaron fue en la toma de posesión del presidente de Chile, Sebastián Piñera. No se hace justicia a la verdad ni a la actitud de los Reyes hacia Aznar y su esposa.
¿Le llama la atención que un momento actual, con el PP desplomándose en las encuestas y el Gobierno más débil que nunca, nadie en ese partido cuestione a Rajoy?
No es solamente un problema de Rajoy o de voces que le cuestionen. Creo, y no doy la opinión de nadie más que la mía, que llama la atención es que, habiendo habido claros avisos del electorado desde el año 2015, nadie haya pedido que ese mensaje del electorado fuera analizado. Cuando el electorado habla hay que poner el oído bien pegado y no simplemente quedarse en actitudes injustificadamente triunfalistas.