Arriba y abajo. Arriba y abajo. Ese movimiento binario fue practicado con denuedo en la investidura por la mayoría de los 350 diputados del Congreso de los Diputados. Hasta ahora, levantarse para aplaudir a un orador se reservaba para momentos especialmente emotivos o brillantes y, por la naturaleza del propio gesto, ensanchaba la solemnidad de la ocasión. Ya no. Puede que muchos de los diputados de PSOE y Unidas Podemos, por una parte, y de PP, Vox y Ciudadanos, por otra, hayan amanecido este miércoles con agujetas en las piernas (y en las manos) de tanto ejercitarlas. Alguno quizás necesite los servicios de un fisioterapeuta.
A la salida del hemiciclo, sin embargo, pocos aseguraban estar orgullosos del espectáculo que el Congreso proyectó a la ciudadanía. De esas horas en las que aplaudieron hasta hacer enrojecer sus manos. El número de veces que los diputados se levantaron para una ovación, queriendo marcar la trascendencia del momento, parecía contar los goles de un partido de fútbol lleno de faltas y en un campo embarrado. Cuanto más cantaban gol los diputados, más cierta se hacía la máxima de que "las leyes [en este caso, las investiduras], como las salchichas, dejan de inspirar confianza cuanto más sabemos cómo están hechas".
El Congreso de los Diputados es ya una institución en la que se puede gritar cualquier cosa y en la que el clima invita a hacerlo casi desde cualquier bancada. La mayoría de los ruidos provinieron sin duda desde las bancadas de la derecha, con continuas interrupciones, abucheos, quejas y aspavientos. Los diputados de las segundas y terceras filas saben que pueden poner nervioso al orador y crear un clima adverso. Los portavoces saben que el debate se retransmite en directo y no pueden permanecer impasibles cuando son aludidos. Todo se torna gravísimo y los sentimientos se exaltan como nunca antes, pese a la salvedad de que España ha vivido sin duda momentos mucho más delicados en el pasado.
¿Azaña sí o Azaña no?
Desde las filas de la izquierda también hubo numerosas interrupciones, aunque con menos decibelios. La palabra "fascista" asomó más de una vez en los labios de sus señorías, a los que Vox saca de sus casillas y el PP, particularmente activo en esta investidura, también. Las bancadas se retroalimentaron hasta convertirse en barricadas.
La investidura de Pedro Sánchez no pasará a la Historia del parlamentarismo como uno de sus momentos más luminosos y presagia una legislatura bronca, de confrontación y polarización atomizada. Resultó kafkiano ver cómo los diputados participaban en una especie de referéndum (las elecciones binarias y sin matices están de moda): Manuel Azaña sí o Manuel Azaña no. Todo a grito pelado, claro. No faltaron referencias al Ché Guevara, la Pasionaria o Largo Caballero, una prueba del clima y las épocas evocadas.
El momento culminante se vivió cuando intervino la portavoz de EH Bildu, Mertxe Aizpurua, tildada sin pudor y directamente como "asesina" o "terrorista" desde las bancadas de la derecha. Eso sí, la portavoz abertzale no eludió arremeter contra todas las instituciones de la democracia española y criticar los "injustos" años que Arnaldo Otegi pasó en prisión. "Nunca nos hemos equivocado de adversarios ni trincheras”, explicó este martes Oskar Matute, el diputado de la formación que intervino este martes.
La intervención de EH Bildu
Quizás las intervenciones de EH Bildu fueran la prueba de un buen puñado de cosas que van mal en la política española. La formación presume de poner y quitar presidentes, de una tradición política en la que se enmarca la defensa de ETA y de facilitar un apoyo en forma de abstención para dar pasos en favor de una autodeterminación que no cabe en las leyes actuales. Ni rastro de empatía alguna con las víctimas del terrorismo. Algunas de ellas se revolvían en los escaños de otras formaciones.
Pero, pese a todo ello, EH Bildu es una fuerza legal, que tiene representación parlamentaria y que tiene derecho a hablar como cualquier otro partido. Por eso los gritos y pataleos provenientes de las bancadas de la derecha, que en muchas ocasiones contribuyeron a hacer imposible el debate, son bastante poco coherentes con la pretendida superioridad de la democracia en la defensa de la libertad. ¿Qué libertad le reservaban a una diputada que tenía el mismo derecho que ellos a expresarse?
Después llegó el presidente del Gobierno, que no respondió a EH Bildu en los términos que cualquier presidente socialista que le precedió hubiera utilizado. Ni hizo mención a las víctimas de ETA ni rebatió casi ninguno de los puntos expresados sobre el rey o la calidad de la democracia. Inmediatamente se hizo de nuevo popular una intervención de Josep Borrell en el Senado en el que se encaraba, dentro de los límites del debate, con un parlamentario de la formación abertzale.
Mientras, la presidenta del Congreso, Mertixell Batet, era incapaz de tomar las riendas del debate. Probablemente porque cree que su intervención debe ser mínima, apenas llamó por su nombre a los diputados más broncos (alguno de ellos, presa de la agitación, había llenado su escaño de papeles rotos, como podía verse desde la tribuna de prensa) y fue sistemáticamente ignorada en sus llamamientos a la calma. Se le escapó la moderación del debate al permitir conductas que no se permitirían en ningún otro foro y no se consentirían al niño más gamberro.
Si el Congreso hace años que se parece a un privilegiado plató de televisión, con esta investidura pasó a convertirse en un reality de bajo presupuesto.
La sorpresa de Oramas
Mientras los diputados seguían arriba y abajo, Ana Oramas sorprendió a todos. En primer lugar, por atreverse a desobedecer a su partido, haciendo válido el precepto constitucional de que no existe mandato imperativo. Según el artículo 67 de la Carta Magna, los representantes de los ciudadanos deben deliberar (en el Parlamento, el lugar de la palabra) y tomar autónomamente sus decisiones. No se cumple casi nunca, pero a veces ocurre. Y no es ni transfuguismo ni tamayazo.
Después, Oramas acabó empleando su tiempo en la tribuna haciendo algo revolucionario: defender el respeto al diferente. Tan disruptiva fue su apelación que, cuando acabó, nadie le aplaudió. "Los que hoy me dicen que soy una valiente y una Juana de Arco, son los que hace una semana me llamaban vendida y corrupta", recriminó.
"Ni soy una facha ni esta gente del PSOE y Podemos están con los terroristas. No podemos contribuir a esto. Dignidad. Estamos aquí porque nos eligieron los ciudadanos [...] No contribuyamos entre todos a esos radicales que cuando dices lo que les gusta eres Dios y cuando no eres el demonio", dijo. "Lo que pido es que seamos capaces de recuperar la tolerancia y el respeto a lo que pensamos cada uno. Ni somos tránsfugas, ni somos vendepatrias, ni somos terroristas, ni somos traidores; somos gente que en base a sus ideales, sus principios y su conciencia toma una decisión", dijo la diputada de Coalición Canaria.
Hubo otros momentos de humanidad, como el cariño de casi toda la cámara, independientemente de sus convicciones políticas, a la diputada de Unidas Podemos Aina Vidal, enferma de cáncer pero que acudió a votar. Fueron la excepción en un Parlamento que poco a poco se acostumbra al garrotazo y al grito.
Al final, mientras votaban los diputados, se hizo el silencio. Cada uno decía "sí", "no" o "abstención". En la mayoría de los casos, se les escuchaba con claridad, a pesar de que no usaban micrófono. Cabe pensar que así, en ese ambiente de sosiego que sólo duró unos minutos, es como antes de que hubiera amplificación se llevaban a cabo los debates. En un hemiciclo sobrado de acústica y hoy justito de respeto.