La alarma es un sentimiento muy personal y difícil de objetivar. Es tremendamente fácil quedarse corto o pasarse, y probablemente haya razones para justificar una actitud o la contraria. La incidencia acumulada sube en España un 16% en una semana, pasando en solo tres días de 138,6 casos por 100.000 habitantes a los 149,3 de este lunes.
Peor aún es la tendencia a corto plazo: incluso sin los datos de Extremadura, la subida semanal es de un 28,1%, aunque aquí algo tiene que ver el hecho de que el viernes 19 fuera festivo en media España, lo que ha maquillado de algún modo las cifras hasta hoy. Dos comunidades autónomas, Madrid y Navarra, entran de nuevo en situación de riesgo extremo (por encima de 250 en la incidencia a catorce días) y otras dos (País Vasco y Cataluña) pueden hacerlo en breve.
¿Es esto motivo de tranquilidad? Desde luego que no. ¿Es motivo de alarma? De nuevo, insisto, es una cuestión subjetiva. Hay varios matices que marcan la diferencia entre esta posible cuarta ola y las anteriores: la principal es que esta la esperábamos y nos preparamos con tiempo contra ella.
También sabíamos que iba a haber una tercera en enero pero decidimos abrir el país y fomentar las celebraciones en beneficio del simulacro navideño. Esta vez, no ha sido así y eso nos hace ser optimistas: las cifras irán a peor a lo largo de la semana, puede que también la siguiente… pero hay motivos para pensar que no explotará como en otras ocasiones.
De entrada, lo principal es tener claro que, a efectos prácticos, el alarmismo o su ausencia son irrelevantes. Usted puede alarmarse mucho o alarmarse poco, pero tiene que cumplir la ley de todas maneras. Lo mismo tendrán que hacer los dueños de comercios y los responsables de establecimientos hosteleros.
Si todo eso no basta, será responsabilidad de las autoridades apretar más o menos el cinturón. Lo que estamos viendo, de momento, parece que va en ese sentido: en cuanto se ve un repunte inquietante, las comunidades aplican medidas de precaución para que no se convierta en el desastre de la tercera ola. Así, por ejemplo, País Vasco.
En cualquier caso, insisto, subirán las incidencias y subirán bastante y será una desgracia. Esto es una pandemia de un virus tremendamente dañino. Ahora bien, ¿llegaremos a los máximos de 500-600 a nivel nacional que vimos en octubre o a los casi 1.000 de mediados de enero? Es muy poco probable. De entrada, está siendo un repunte lento y que va cumpliendo todos los plazos previstos.
Desde hace semanas, llevamos repitiendo en estos análisis que se esperaba el final de la desaceleración para la segunda semana de marzo y que el cuarto repunte -nos negábamos a llamarlo “ola” hasta que no se viera su magnitud- llegaría a partir de la tercera. Así ha sido: llevamos ya prácticamente dos semanas con incrementos suaves en la incidencia pero con el cambio de tendencia ya marcado.
Ahora bien, es un cambio suave. Un cambio que hace que, dos semanas después de los primeros síntomas, la positividad nacional siga por debajo del 6% -aunque Madrid ya ha superado el 8% y eso preocupa, claro-. Un cambio, sobre todo, que aún no afecta demasiado a la dinámica de ingresos hospitalarios ni a la ocupación de camas.
Si comparamos con el lunes pasado, hay un incremento de nuevos ingresos en las últimas 24 horas del 13%, aunque la prevalencia en camas totales apenas sufre variación (8.076 por 8.010) y en UCI incluso desciende (1.861 frente a 1.935). Tendremos que estar muy atentos a este parámetro porque va ligado directamente al siguiente motivo de tranquilidad: la vacunación.
Contagiarse de coronavirus es grave a cualquier edad. No conocemos exactamente las secuelas ni sabemos cuánto tiempo podemos arrastrarlas. Ahora bien, en términos generales, es obvio que no es lo mismo contagiarse con 30 años que con 80.
El hecho de que estemos vacunando a un ritmo similar al resto de la Unión Europea -hay las dosis que hay- a los grupos de edad que más peligro corren en caso de contraer el virus, debería provocar que un posible incremento de casos, incluso notable, no suponga el mismo incremento en hospitalizaciones y mucho menos en muertos. Es lo que vimos en Israel, por ejemplo, o incluso en Reino Unido, donde también han dejado de bajar los contagios… sin que eso suponga un incremento en la mortalidad, antes al contrario.
El último motivo para el optimismo -y ha de ser este siempre un optimismo responsable, el optimismo que se da ante una situación de vida o muerte, no un optimismo banal de fiesta desatada en la calle Espoz y Mina- es que, de momento, los países que más sufrieron la tercera ola de diciembre-enero junto a nosotros (Irlanda, Reino Unido y Portugal) no presentan una situación que nos llame especialmente la atención.
Por supuesto, en Europa hay una cuarta ola, eso es innegable. La hay en Polonia, la hubo en República Checa, los hospitales de Italia vuelven a estar en máximos y el repunte francés empieza a parecerse demasiado al de la segunda ola… Ahora bien, todos estos países -menos los checos, que no se libran de una- pasaron la tercera ola de puntillas, así que no sé si son ejemplo.
De algún modo y por alguna razón que desconocemos, parece que los ritmos de transmisión han cambiado: nuestra segunda ola fue larga pero con picos bajos; la tercera ola fue devastadora. ¿Está Europa central sufriendo lo que sufrimos nosotros hace dos meses o somos nosotros los que tarde o temprano nos veremos en la situación en la que ellos están ahora? Eso es lo difícil de saber. Imposible, de hecho.
Lo ideal sería que España viviera su cuarta ola como un ligero repunte con pocos casos graves, tal y como vemos en el gráfico superior que sucedió en Francia con la tercera ola post-navideña. Las medidas están preparadas y se han tomado a tiempo, la subida parece inevitable pero de momento es lenta. No se quedará así: subirá más rápido y más alto. Ahora bien, aquí no estamos para elegir: sabíamos que esto iba a pasar y aun así ha pasado. El objetivo es que, dentro de lo que cabe, quede en poco.
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