Morante revoluciona la historia del toreo: corta un rabo en Sevilla 52 años después
Juan Ortega toreó de manera sensacional con el capote con un temple exquisito y Diego Urdiales, con el peor lote, le echó reaños al quinto con toros de Domingo Hernández.
26 abril, 2023 22:03Morante de La Puebla es historia viva del toreo, pero este miércoles de farolillos la ha revolucionado al escribir una página que ya será eterna para siempre: ha cortado un rabo en Sevilla 52 años después de que lo hiciera Ruiz Miguel a un toro de Miura un 25 de abril de 1971. Y, tras la gesta, una multitud lo ha llevado en volandas hasta el hotel tras sacarlo por la Puerta del Príncipe entre gritos de "¡torero, torero!".
Llegó levitando y embargado por la emoción, como íbamos todos, como si se tratara de la Virgen del Rocío un Lunes de Pentecostés llevada por almonteños. Permítanme la comparación, pero ha sido tal la catarsis que la gente ha perdido gafas y zapatos por el camino. Todo daba igual en ese momento que sabes que será histórico para siempre.
Y es que Morante hoy, además de torear como los dioses, ha obrado el milagro: ha curado a muchos ciegos. Es decir, a muchos aficionados que llevan años sin comprender ni, muchas veces, querer ver su tauromaquia.
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Su concepto resume casi tres siglos de historia en un mismo ser, pues cogió en sus dos faenas pedacitos de Lagartijo, Joselito, de Belmonte, de Rodolfo Gaona, de Chicuelo, de Pepe Luis y hasta de él mismo y de Rafael de Paula, a quien acabó entregando el rabo.
Así es el diestro bautizado en la ribera del Guadalquivir que hoy nos ha demostrado, aunque yo ya lo sabía -lo conté en la crónica del lunes-, que somos unos privilegiados por ser coetáneos de un torero tan grande como Morante.
Ha llovido mucho desde que el de La Puebla abriera su primera Puerta del Príncipe al final de siglo pasado, pero Sevilla estaba esperando su tarde de ayer, la tarde de todos. Y tras ese ansiado umbral una multitud de jóvenes lo esperaba, claro síntoma que tras hechos como los de ayer la tauromaquia no se puede acabar.
Cuando salió Ligerito, de la ganadería de Domingo Hernández, el espectáculo ya se había convertido en un duelo de capotes de muchos quilates entre Morante y Juan Ortega. Muchos ya sentían que habían amortizado la entrada. A su primero el de la Puebla lo lanceó a placer con un temple extraordinario, con el mentón en el pecho y echándole los vuelos en el momento preciso para llevarlo embebido.
Hubo tres o cuatro que crujieron en los tendidos y en las 10.500 almas que los poblaban. El quite también fue sensacional, pero obligó mucho al animal. Este empezó a acusarlo y ya en la muleta sólo aguantó dos series, eso sí muy templadas.
El capote de Ortega
El otro milagro de la tarde llegó en el tercero, cuando Juan Ortega desplegó su capote y pegó cuatro verónicas que duraron una eternidad eterna. En una de ellas me dio tiempo de pellizcarme tres veces para comprobar que era real. El remate fue una media de cartel que hizo sonar la música, que no debería haber parado su sinfonía con los exquisitos delantales con los que Ortega dejó al toro en el caballo.
Pero otro milagro más grande aún nos aguardaba. Morante entró en quites y aquello fue un delirio por chicuelinas. Morante evocó a Chicuelo y el otro sevillano en su respuesta a Curro Romero por verónicas, presente en el tendido, a quien luego brindó el toro.
Ya con la muleta, Ortega aprovechó las nobles arrancadas del animal por el derecho con un temple que sólo lo tienen los elegidos. Lo hizo todo muy despacito, enganchándolo y acompañándolo con todo el cuerpo hasta que acabó en tablas. La espada emborronó el posible premio.
Y ya con la tarde llena de emociones en el esportón de la vida, salió de chiqueros Ligerito y Morante, yo creo, ya sabía que iba a ser su tarde.
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Salió arrebatado porque Ortega había sido capaz de clavarle, en forma de quites, un arpón en su corazón torero para cuajar la faena más pasional y redonda de Morante en Sevilla. Y lo hizo con su cintura, su alma y sus muñecas dejando un ramillete de verónicas de las que no se ven todos los días. Antes, dos faroles que fueron una clara demostración de intenciones.
Luego lo llevó al caballo con lances de frente por detrás y respondió a Diego Urdiales, otro gran capotero, por gaoneras, con un arrebujado revuelo entre su capote verde y su cuerpo. Tanto que era difícil distinguir lo que era cada cosa.
Para describir la faena de muleta es complicado encontrar las palabras, he tenido que suspirar dos o tres veces antes. Preciosos y ajustados fueron los primeros ayudados por alto hasta sacarlo al tercio. Ya la siguiente serie fue en los medios y parecía que, entre susurros, le pedía que le ayudara a hacer la faena de su vida en Sevilla porque su destino estaba escrito.
El animal siempre fue a más porque el torero lo hizo mejor toro en cada muletazo y ya fluyeron muy rotos, muy hondos y muy profundos. Enorme fue la siguiente tanda de naturales con las zapatillas completamente asentadas y con el cuerpo totalmente de frente, seguido por una de derechazos sublime.
Esta última la hilvanó muy ligada, girando sobre su cuerpo y rematándola con dos molinetes con un concepto muy personal, como si el mismísimo Belmonte hubiera resucitado, y con una gran capacidad para interpretarlo.
La estocada entró hasta la gamuza y hasta la muerte se hizo dulzura cuando lo siguió toreando al natural y Ligerito cayó sobre sus pies como si supiera que él también pasaría a los anales del toreo.
La concesión del rabo
Fue entonces cuando el delirio se hizo dueño de los tendidos y, entre gritos de "¡rabo! ¡rabo!", el presidente José Luque Teruel vivió el momento con el que tantas veces él mismo había soñado.
Hasta para dar un rabo en Sevilla hay que tener sensibilidad y lo hizo con arte porque cuando ya había sacado los dos pañuelos blancos de la concesión de las dos orejas, el tercero lo brindó al público de pie y con el brazo en alto como diciendo: "Esto es vuestro". También sacó al azul para que al toro le dieran la vuelta al ruedo y quizás en otras manos no se hubiera crecido tanto.
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Y ya los aficionados se fundieron en abrazos con lágrimas en los ojos y en las mejillas en medio de una explosión de emociones y sentimientos y siendo conscientes que se lo podrían contar a sus nietos.
Pero había que volver a lo terrenal porque quedaban dos toros en los chiqueros. Diego Urdiales tuvo una papeleta importante. Su primero no sirvió para nada y en el quinto había que salir ahí cuando el público estaba más entretenido contando lo que habían visto 20 minutos antes.
Diego, un pedazo de torero con un concepto también muy personal, estuvo por encima del animal. Pimero lo sometió con unos torerísimos ayudados por bajo y después con dos excelentes tandas por el pitón derecho a un toro que tuvo sus teclas. El final quedó muy deslucido ya metido en el tercio y la petición de oreja fue minoritaria.
Hasta el hotel
Juan Ortega lo intentó sin éxito con el último toro cuando el público ya estaba más pendiente de salir para ver a Morante cruzar ese ansiado umbral, con el que sueña todo el que se viste de torero.
Esa puerta que se abrió de par en par para que el torero de La Puebla siga escribiendo con letras de oro la historia del toreo, mientras se perdía entre la muchedumbre que lo llevó hasta el hotel Colón.
Por un momento recordó a aquel día en el que Belmonte triunfó en Sevilla por primera vez y un cura de Triana se enfandó porque los aficionados querían robar unas andas para llevarlo en procesión. "Si por lo menos hubiera sido Joselito...", exclamó el acérrimo sacerdote.
No iba mal encaminado porque ayer llevaba un trocito de José, un vestido turquesa y azabache como el que lució el de Gelves en una tarde en Valencia en 1914.
Ayer ese cura seguro se las hubiera prestado porque en la puerta del hotel le dieron la vuelta como si fuera su virgen Macarena y se despidiera de su barrio. Y entre otras cosas porque ya es el torero más completo que ha dado la tauromaquia y Sevilla ayer supo recompensarle. Se llama José Antonio Morante Camacho y es de La Puebla del Río. Amén.