Disparos en el Congreso, güisqui en el Palace
El periodista narra su noche del 23-F y las conversaciones que tuvo antes y después con algunos de sus protagonistas.
El 23 de febrero de 1981, a las diez y media de la noche, estaba en la plaza de Neptuno, detrás de un cordón de la Policía Nacional que la rodeaba e impedía el paso a los escasos curiosos que se habían acercado a mirar desde lejos la situación en el Congreso de los Diputados. El teniente coronel Antonio Tejero y doscientos guardias civiles habían iniciado cinco horas antes un golpe de estado.
Con la primera edición de Diario 16 cerrada y con un titular que, en cuatro palabras, era más un deseo que una realidad -“Fracasa el golpe de Estado”-, pensé que acercarme lo más posible a la Carrera de San Jerónimo a ver en directo lo que estaba pasando era lo que en ese momento más importaba.
Lo urgente y lo necesario ya estaba hecho. Apenas diez minutos más tarde de escuchar por la radio que un grupo de guardias habían entrado en el Hemiciclo cuando se votaba la investidura de Leopoldo Calvo Sotelo como presidente del Gobierno, cogí el teléfono y llamé a mi casa:
— Coge a los niños y vete a casa de tus tíos. Llámame cuando llegues para que sepa que estáis bien. Luego hablamos, cuando vea cómo pasa la noche.
— ¿Dónde estás tú? ¿Qué vas a hacer?
— Estoy en el periódico, estamos preparando una edición urgente y mirando al hueco de la escalera por si suben de El Alcázar [La sede de Diario 16 estaba en el mismo edificio, tres plantas más arriba]. Parece que quien manda a los guardias civiles es Tejero, el teniente coronel que me presentó el cura que es amigo de tus tíos. Si es así y las cosas se ponen feas, allí estarás bien. Y yo me quedaré tranquilo.
Cruzar un Madrid vacío apenas me llevó veinte minutos. Con pantalón y botas vaqueras, cazadora de cuero y una más que espesa barba, me coloqué detrás de aquel primer cordón de seguridad que rodeaba la plaza de Neptuno para impedir el acceso hacia la Carrera de San Jerónimo.
La sorpresa al oír mi nombre me hizo inclinar la cabeza pare ver la cara del policía que estaba delante. Era un vecino de mis padres al que había visto junto a su mujer entrar muchas veces en la panadería y con el que había tomado unas cervezas algunas mañana de domingo. Buena gente, cercana, muy lejos de la imagen que en esos días se podía tener sobre la dureza de los encargados del orden público.
Dos agentes de paisano subían por el Paseo del Prado tras haber enseñado sus placas en otro de los puntos de acceso a la plaza.
— Raúl, si quiere pasar, ahora es el momento, -dijo Antonio mientras se apartaba a un lado.
Mi dudas apenas duraron unos segundos. Sin pensar en las consecuencias, de forma automática, pasé y me dirigí hacia los dos hombres que caminaban con paso firme rodeando la fuente del dios de los mares:
— ¿Qué tal, compañeros?, vaya noche.
Al llegar al segundo cordón policial, dejé en el aire la mano que buscaba una inexistente placa, confiando en que el mismo gesto de mis dos nuevos compañeros bastara para cruzar y llegar sin más dificultades a la entrada del Palace, una especie de isla salvadora en la que refugiarse y soltar la adrenalina que había acumulado en apenas cinco minutos.
Directos al bar del hotel y las primeras copas rodeados de otros compañeros que nos saludaban, mientras comentaban cómo Tejero y sus hombres les habían desarmado mientras les echaban del edificio del Congreso. Eran los escoltas del presidente del Gobierno y de los ministros, con algún guardia civil que aparecía por la puerta mientras el despacho del director del hotel se convertía en un improvisado centro de mando.
Los policías de paisano, los militares de uniforme y los guardias civiles se mezclaban en el vestíbulo, las escaleras, el bar y la pequeña plaza de las columnas. Se bebía y se hablaba de lo que estaba ocurriendo, sin que se notase mucha preocupación en ninguno.
No parecía que estuviéramos viviendo un golpe de estado. España, la España del poder, sabía que el teniente coronel Tejero estaba al mando del grupo de guardias que había tomado el Congreso, que había secuestrado al Gobierno en pleno y a los diputados y que estaba a la espera de una orden superior o de la presencia de un mando superior. Era como si todos los presentes estuviéramos en un plató de cine a las órdenes de un director invisible y cumpliendo con los papeles que previamente nos habían asignado.
En el despacho del director del hotel, los generales responsables de la Guardia Civil, Aramburu Topete, y de la Policía Nacional, Sáenz de Santamaría no paraban de acercarse al Congreso para hablar con Tejero, volver al despacho y colgarse del teléfono para hablar con el general Gabeiras y con el director general de seguridad, Francisco Laína, que se había convertido por unas horas en presidente en funciones. Desde allí se comunicaba con el palacio de La Zarzuela donde esperaban noticias el rey Juan Carlos y sus dos principales ayudantes, el marqués de Mondéjar y el general Sabino Fernández Campos.
El confesor
Para mí esa noche había empezado a las seis y media de la tarde cuando en el transcurso de una asamblea en la redacción de Diario 16, en la que se discutía la publicación o no de un comunicado de ETA, el redactor jefe, Alberto Otaño, entregó un teletipo al director, Pedro J. Ramírez. Su cara cambió en el acto al tiempo que su primer murmullo se transformó en vozarrón: "Un grupo de guardias civiles ha tomado el Congreso, parece que el que los manda es Tejero".
Mientras unos conectaban las radios y las televisiones, otros nos acercamos a la puerta. Tres pisos más abajo estaba El Alcázar, y con las informaciones que se habían estado publicando en las últimas semanas, podían subir por las escaleras en cualquier momento.
Todos los periodistas habíamos leído los editoriales de la prensa más derechista, el artículo de Emilio Romero en ABC, la tensión por los asesinatos de ETA, los insultos al Rey en su visita al País Vasco.
Estaba en nuestra memoria el intento frustrado de la Operación Galaxia y el juicio que había casi absuelto al capitán Ynestrillas y al teniente coronel Tejero. Los Almendros eran mucho más que un colectivo, que una firma: su florecimiento era la clave para intentar cambiar la naciente democracia española.
Había conocido en agosto de 1980 a los dos militares y a sus familiares al terminar aquel juicio gracias a su confesor, el padre Venancio Marcos, ultra como pocos y hombre cercano a los tíos de mi mujer. Enjuto y duro, siempre se mostraba amable con los que para él constituían lo más parecido a una familia.
Una llamada y me invitó a acompañarle para festejar las buenas noticias que iban a recibir sus feligreses. Las pequeñas condenas de los dos militares -siete y seis meses- les permitían a ambos seguir en sus puestos y a Ynestrillas ascender a comandante.
La buena defensa del abogado Stampa Braun -que años más tarde defendería al director general de Seguridad de uno de los gobiernos de Felipe González- permitió que el tribunal presidido por el general Juste justificara su decisión en algo muy simple: no había sucedido nada y todo se reducía a simples conversaciones con unas copas, en un centro comercial y de ocio del distrito de Moncloa.
Allí conocería, en el lado de la democracia, a otro militar que iba a tener un papel muy destacado años más tarde: Félix Sanz, futuro responsable del CNI y antes Jefe del Estado Mayor de la Defensa con gobiernos del PSOE y del PP, persona de la máxima confianza de Juan Carlos I y conocedor de casi todos los secretos patrios, dentro y fuera de nuestras fronteras.
Grabación imposible
Volvamos al Palace y a las seis largas horas que llevaba secuestrada en el Congreso la parte más importante de nuestra clase política.
Íbamos a despedir al 23 de febrero y en la puerta del hotel, mientras dos güisquis y un gin tónic volvían a llenar nuestros vasos, apareció otro general al que, con el tiempo, conocería más a fondo en la prisión militar de Alcalá-Meco. Era Alfonso Armada, una figura clave junto al comandante José Luis Cortina para entender todo lo que pasó antes de esa fecha, lo que ocurrió entre las seis de la tarde y la una y media de la madrugada ese día, y lo que pasaría después, incluidas las amnistías concedidas a los generales condenados en el consejo de guerra entre 1989 y 1990.
El perdón para el teniente coronel Tejero llegaría un poco más tarde. Veinticinco años después, cuando en el calendario se acercaba el aniversario del frustrado golpe.
Desde su casa malagueña, Antonio Tejero ofreció grabar su versión de lo ocurrido -la que nunca había contado- a un periodista muy cercano al palacio de La Zarzuela y al CNI. El negociador durante dos semanas fue su hijo Ramón, sacerdote y párroco en varios pueblos de Málaga.
Cuando hace unos meses desde Nerja le mandaron a Nueva Andalucía, en Marbella, tras haber oficiado la inhumación de los restos de Francisco Franco en el cementerio de Mingorrubio, la historia se dio a sí misma un nuevo capricho: iba a sustituir a Pedro Villarejo, el hermano mayor del comisario que ha conseguido, con sus grabaciones a Corinna Larsen, lo que no pudo hacer el 23-F hace cuarenta años: la abdicación de Juan Carlos I.
Las condiciones que puso el teniente coronel para que se grabara su versión sobre aquella conjura civil y militar se convirtieron en imposibles de cumplir. Nunca se grabaría.
El mensaje del Rey
Alfonso Armada fracasa en su intento de convencer al teniente coronel que ha secuestrado el Congreso y al Gobierno. Antonio Tejero no está dispuesto a que se forme un Ejecutivo de "unidad nacional" en el que se junten bajo la presidencia del general, miembros del Opus Dei con comunistas y masones. De eso nos enteraríamos más tarde, mucho más tarde.
En la larga noche de piedra de ese 23-F, en el puesto de mando del hotel Palace, lo que preocupa es que una unidad de la División Acorazada Brunete, al mando del comandante Pardo Zancada ha establecido su propio cordón de seguridad en torno al edificio del Congreso. Las caras de los generales Aramburu Topete, Sáenz de Santamaría y Armada lo dicen todo.
Llegan noticias de los tanques que desfilan por las calles de Valencia. Milans ha cumplido con su compromiso y espera la reacción del resto de capitanías generales. Lo mismo ocurre en el palacio de La Zarzuela, donde los teléfonos no paran de sonar.
Sabino le dice al general Armada que se ponga a las órdenes de Gabeiras, pero que no aparezca por palacio. Se están cortando las amarras y en Televisión Española Jesús Picatoste está montando el mensaje del Rey, del que se han rodado dos versiones y que aparecerá pasada la una de la madrugada en los televisores de toda España.
Mis dos amigos policías proponen ir a la cafetería Hontanares, en la plaza de Sevilla a tomar otra copa:
— Vamos a darnos una vuelta a ver cómo está todo.
— Vale, -les digo. Pero las próximas las pago yo.
Delante de otros dos güisquis y otro gin tónic -no hay que mezclar la bebida- vemos por televisión el mensaje de Don Juan Carlos vestido de capitán general. Ya ha hablado con sus generales, con Antonio Pascual en Barcelona, con Antonio Delgado en Granada, con Luis Polanco en Burgos, con Antonio Elícegui en Zaragoza. Pedro Merry no está disponible en Sevilla y su segundo, Manuel Saavedra -que fue mi coronel durante mis prácticas militares en el Regimiento Saboya, en Leganés- no está por cambiar la historia de nuestro país a la manera del siglo XIX. La etapa de los espadones se ha terminado.
Heras, ¿soy un peligro?
Es tiempo de detenciones militares, no muchas, y la de algunos civiles, con el sindicalista García Carrés a la cabeza. Tiempo para volver a casa, controladas las ambiciones y los sueños de quienes pensaron que la España de 1981 era igual a la de Alfonso XIII y Primo de Rivera, que todavía teníamos que elegir entre Narváez y Espartero, entre O'Donnell y Prim, que nuestro destino estaba sujeto a la voluntad de las espadas.
48 horas más tarde, dos millones de ciudadanos llenaron el centro de Madrid para decirles que estaban equivocados.
Meses después, ya con las condenas del Tribunal Militar prendidas en sus uniformes, recibo una llamada de Ramón Hermosilla, el defensor del general que había soñado con emular a Charles de Gaulle en la Francia de los adoquines levantados en los bulevares de París de 1968.
Es viernes y la conversación apenas dura dos minutos:
— Raúl, el general te espera esta tarde. Ya está todo arreglado para que vayas a verle.
— Gracias Ramón, ya te contaré.
— Vas a ver que no es el hombre que habéis retratado en los periódicos. Fiel a la Monarquía. Quiso resolver un problema...
— De nuevo gracias. Te llamo.
La prisión militar de Alcalá-Meco no se parece en nada a la civil. A esa iría años más tarde para ver las celdas y el pequeño patio donde habían estado Mariano Rubio y Mario Conde.
El general Armada me recibe vestido de paisano en su habitación. Tiene cama, no litera, un cuarto de baño separado del dormitorio, ventanas que dan a un amplio patio con jardines.
— ¿Qué le apetece, Heras? Tenemos refrescos, no nos dejan alcohol.
— Una coca-cola está bien.
Llama a un ayudante y, cinco minutos más tarde, tenemos la bebida. Comenzamos a hablar y viene una pregunta que repetirá a lo largo de la hora de nuestra entrevista:
— ¿Cree usted que yo soy un peligro para España?
— No, mi general, ahora no.
— Ni ahora, ni antes, puede estar seguro Heras, siempre me he movido por mi amor a España y mi entrega a la Corona.
Con todas sus palabras escritas -y algunas bastantes más- en mi cuaderno, salgo de la prisión como un niño con zapatos nuevos. Tengo la primera entrevista con el general al que muchos consideraron el famoso "elefante blanco" al que se refirió Tejero al dirigirse a los diputados; al general al que unos y otros, demócratas y levantiscos, consideran un traidor, al que unos cuantos tenían como uno de los brazos del Rey, al hombre que se había reunido con el socialista Enrique Múgica para preguntarle por un posible gobierno con Manuel Fraga en Defensa, Ramón Tamames en Economía, Peces-Barba en Justicia, él (otra vez la sombra de De Gaulle) de presidente y con el miembro del Opus Dei y banquero, López de Letona como vicepresidente económico. Felipe González sería el vicepresidente político.
Volveré a la prisión mas veces, siempre con una llamada o un recado previo del general a través de su abogado:
— Heras, venga a verme que le invito a una coca-cola.
Cuando Alfonso Armada alcanza la libertad en 1989 y se marcha a vivir a Galicia, nos cruzaremos cartas. Me invitó a ir a verle. No lo hice por otra historia que se cruzó en mi camino, de la mano de Sabino Fernandez Campo tras una larga tarde de jueves en el hotel Villa Magna. Debí ir a su pazo y terminar un libro. Era compatible con ir a Zarzuela.