Ni cuarenta y ocho horas tardó el cesado Oriol Junqueras en anunciarle a su parroquia “decisiones que no serán fáciles de entender” tras la inefectiva declaración de independencia del Parlamento de Cataluña del pasado viernes. Esas decisiones son en realidad sólo una. La de acatar la lógica autonómica del Estado y presentarse a las elecciones regionales del 21 de diciembre impuestas por Mariano Rajoy al amparo del artículo 155 de la Constitución española.
Librarse de esos términos durante los próximos cincuenta días (acatamiento, autonomía, región, 155, Constitución, española) va a exigir de Junqueras malabarismos retóricos al alcance únicamente de los mejores vendedores de crecepelo de la historia. Porque ningún independentista puede fingir ya ceguera frente a eso que los americanos llaman el elefante en la habitación. Es decir la evidencia de que, al presentarse a las elecciones del 21 de diciembre, Junqueras traiciona a los catalanes independentistas a cambio del cargo de presidente de la comunidad autonómica catalana. Un título bastante más pequeño que el de presidente de la república catalana independiente, aunque más accesible a sus capacidades.
Entre el independentismo no ha pasado desapercibido el detalle de que mientras los diputados del Parlamento de Cataluña votaban en secreto para evitar la acción de la Justicia, Jordi Sánchez y Jordi Cuixart seguían siendo ese día los dos únicos catalanes que habían pagado con su libertad su participación en el proceso independentista. Algo que quedaría en anécdota si no fuera porque empieza a ser cotidiano ver a los líderes de ERC, la CUP y el PDeCAT exigirle a los ciudadanos valentía para actuar como escudos humanos frente a la policía mientras ellos evitan firmar un solo documento que pueda comprometerles penalmente.
"Somos buena gente"
La aversión de Junqueras al sacrificio personal le llevó incluso a rechazar el jueves pasado una oferta de Carles Puigdemont a la que no habría renunciado ningún líder cuyo independentismo fuese sincero. La de convertirse en Presidente Súbito de la Generalidad (previa renuncia de Carles Puigdemont) para declarar él mismo la independencia desde el balcón de palacio. Junqueras pasó palabra, aterrado, al igual que lloró e imploró piedad al grito de “somos buena gente” el día que agentes de la Guardia Civil detuvieron a Josep María Jové, secretario general de la Vicepresidencia de Economía y Hacienda y su segundo de a bordo. Fue en ese preciso instante, con la Guardia Civil removiendo sus cajones, cuando se acabó en Junqueras y entre tremendos pavores el poco independentismo sincero que pudiera quedarle en las venas.
Junqueras no llevará jamás a Cataluña a la independencia y cualquiera que crea semejante fábula sobrevalora su talla política e infravalora su ambición. El independentismo no tiene hoy, ni las encuestas prevén que lo tenga a corto y medio plazo, la fuerza necesaria para sostener la ficción de una Cataluña independiente más allá de las manifestaciones callejeras y de las declaraciones rimbombantes que luego no se traducen en un solo decreto ley, en un solo reconocimiento internacional, en una sola conselleria controlada.
El desconcierto entre el independentismo durante el pasado fin de semana fue absoluto y las opciones barajadas rozaron el delirio. Se habló de boicotear las elecciones, de una lista conjunta con Podemos, de la convocatoria de unas elecciones paralelas. La lista unitaria (sin Podemos) es la opción que a día de hoy parece más posible, pues le permite a ERC, el PDeCAT y la CUP seguir manteniendo la ficción del proceso independentista sin cortar su acceso a las fuentes de financiación estatales. Es decir la que les permite volver al pujolismo de los años 80 y 90, cuando el independentismo era poco más que folclore pintoresquista y la excusa para pillar cacho presupuestario a cambio del apoyo al Gobierno de turno, ya fuera del PP o del PSOE.
O Arrimadas o la matraca nacionalista
Frente a Junqueras, sólo Inés Arrimadas cuenta con posibilidades reales de competir por la presidencia de la Generalidad. Las encuestas electorales vaticinan unos resultados muy similares a los de 2015 salvo por una pequeña caída del bloque independentista y una igualmente pequeña subida del constitucionalista. Pero la mayoría de esos sondeos fueron realizados antes de la falsa declaración de independencia del viernes, de la constatación de la impotencia nacionalista para controlar la región y de la hecatombe económica provocada por la fuga masiva de ahorros y de empresas de Cataluña. Está por ver no sólo cómo influyen esos hechos en el ánimo independentista sino cómo digiere el nacionalismo, siempre tan emocional, el sapo de unas elecciones autonómicas. Por más que sus líderes las vistan como un plebiscito sobre la voluntad de seguir adelante con el proceso de independencia.
Inés Arrimadas sabe que las encuestas le conceden una ligera subida, probablemente a costa del PP y gracias a antiguos abstencionistas que ahora, es de suponer, sí acudirán a los colegios electorales. Pero sabe también que el PSC tiene muchas posibilidades de subir algunos escaños y que Iceta muy difícilmente aceptará una coalición preelectoral o postelectoral de Gobierno entre los tres partidos constitucionalistas. La única vía, mencionada durante los últimos días por algunos analistas, sería la de renunciar a la Presidencia de la Generalitat para dársela a alguien del PSC a cambio de su apoyo a una política de desmantelamiento de las redes clientelares nacionalistas. Quizá no imposible, pero muy difícil. El PSC preferirá siempre un nuevo tripartito con Podemos y una ERC liderada por un Junqueras domesticado antes que uno con su gran Satán, los defensores de la Constitución del 78.
Queda Podemos/Ada Colau/Barcelona en Comú. Ellos son el comodín que puede hacer decantar la balanza de la gobernabilidad hacia uno u otro bando. Pero si algo parece claro es que Podemos jamás apoyará una coalición liderada por una Inés Arrimadas que pasaría a convertirse en la hembra alfa de la política catalana por encima de Ada Colau y la desahuciada Carme Forcadell. En este sentido, cada voto recibido por sea cual sea la agrupación de siglas que presenten Pablo Iglesias y Ada Colau en Cataluña, juntos o por separado, es un voto por omisión al independentismo. Ada Colau es despreciada por los sectores más radicales del independentismo. Pero Junqueras sabe que su principal apoyo el 22 de diciembre no será un PDeCAT diezmado sino el partido de la alcaldesa de Barcelona.
Sólo un resultado aplastante de Ciudadanos, en definitiva, evitaría la victoria de Junqueras y convertiría a Inés Arrimadas en la primera presidenta de la Generalidad. El voto útil en Cataluña jamás será tan útil como el próximo 21 de diciembre. Las opciones son sólo dos: o Arrimadas (vía voto a Ciudadanos o al PP) o el neopujolismo y la vuelta a la eterna matraca nacionalista (vía voto a partidos independentistas, al PSC o a Colau/Podemos). No hay mucho más.