Toni Soler, presentador de TV3, lo reclamó por Twitter tan pronto se conoció la noticia. “Por favor, quien tenga capacidad para movilizar y dar instrucciones, que empiece a hacerlo LO ANTES POSIBLE”. Las órdenes no tardaron en llegar a todos los interesados a través de WhatsApp. Concentración a las 19:00 frente al Parlamento catalán y cacerolada a las 22:00. Este viernes a las 19:00, nuevas concentraciones frente a los ayuntamientos. El domingo, programa doble: gran pegada de carteles, por un lado, y manifestación a las 12:00 en Barcelona, por el otro.
A esa misma hora, Marta Rovira, de ERC, compareció frente a las cámaras de TV3. Emocional, entre lágrimas (algo habitual en ella) y con una gravedad que un servidor sólo ha visto en los peores funerales, Rovira afirmó que el Estado español es un Estado fallido, que se ha encarcelado a “gente buena” y que la lucha se llevará "hasta el final".
Rovira hablaba por todos los catalanes pero se refería a los independentistas. Cuando los lloros arreciaron y cortaron su declaración, periodistas y acompañantes, entre los que se encontraba Gabriel Rufián, arrancaron a aplaudir. Pero la portavoz de Junts pel Sí se recompuso de inmediato como activada por un resorte. “No he acabado todavía”, ordenó a las cámaras y los micrófonos. Los aplausos (y los lloros) cesaron de inmediato y tan rápido como habían llegado. Nadie le negará a Rovira su sorprendente dominio de las glándulas lagrimales. “Tenemos derecho a vivir en un país más justo, más digno y más libre” remató.
Frente al Parlamento catalán se concentraron unas tres mil personas. Quizá cuatro mil, pero resulta difícil saberlo. Sin tiempo material para coordinar el aprovisionamiento de velas, y sin suficientes fumadores entre los concentrados como para un reparto suficiente de mecheros, los presentes recurrieron a las linternas de sus móviles para mayor efecto dramático. Los primeros en hablar fueron los actores Joel Joan y Carme Samsa. A gritos, y con una teatralidad mil veces ensayada, reclamaron una huelga general, pidieron la libertad de los “presos políticos” y tiraron de argumentario independentista elemental. España es una dictadura, en este país se encarcela a la gente por sus ideas, España nos tiene miedo y el mundo debe saberlo, en esencia. Aplausos moderados y gritos de “viva la república catalana”.
Jueces "canallas de extrema derecha"
Núria de Gispert, expresidenta del Parlamento catalán, fue la siguiente en subir al escenario. De Gispert acababa de llamar a los jueces de la Audiencia Nacional “canallas de extrema derecha” en Twitter y su discurso anduvo por los mismos derroteros. Cuando pidió “arrasar en las urnas” el próximo 21 de diciembre, los concentrados se sumieron en un estruendoso silencio. Nadie aplaudió, nadie vitoreó. Miré a mi alrededor y no vi a ninguno de los presentes mover un solo músculo de la cara. O mucho me equivoco o la contradicción que supone lanzarle vivas a la república catalana mientras se pide el voto en unas elecciones autonómicas convocadas por Mariano Rajoy al amparo del artículo 155 es un sapo demasiado barroco de engullir para el independentismo de base.
Cuando Albano Dante Fachin, una ametralladora de simplismos demagogos, se hizo cargo del micrófono, la concurrencia recuperó brevemente el color. No demasiado, todo sea dicho. Fachin es un elemento extraño al independentismo y su acento cuando se arranca a hablar en catalán suena rudo incluso a oídos del más charnego de los nacionalistas. En Cataluña el oído de los autóctonos ha evolucionado hasta tolerar la pronunciación “rachola” en vez de la mucho más ortodoxa “rajola” (pronunciada la jota como una consonante fricativa postalveolar sonora). Pero “rashola” suena a oídos de un catalán como un tractor bailando El lago de los Cisnes. No digamos si a la “rashola” le sumas además consonantes finales de palabra desvanecidas en el éter y haches allí donde deberían oírse eses en circunstancias de normalidad democrática (“eh que ehto no se pué permití”). No juzgo a Fachin. Sólo describo lo oído.
Cuando me alejé de la concentración, a apenas doscientos metros del Parlamento, en el coqueto barrio barcelonés del Borne, turistas y ciudadanos barceloneses bebían vino y picoteaban queso con pan de tomate y sal Maldon en las terrazas de los restaurantes. El temblor de la indignación de la república catalana no parecía reverberar en la suela de sus zapatos. Demasiado gruesas, supongo.
Cuando llegué a casa revisé las reacciones de las últimas horas en Cataluña. Un vídeo me llamó la atención. Antoni Castellà, diputado de Junts pel Sí y antiguo miembro del Moviment de Defensa de la Terra, uno de los brazos políticos de la banda terrorista Terra Lliure durante los años ochenta, afirmaba en él que el tiempo de “la revolución de los sonrisas” ha acabado. Los tertulianos de TV3 que comentaban las declaraciones de Castellà hacían un gran esfuerzo para matizar las declaraciones, pero quien más quien menos entendía que lo que Castellà había decretado era el fin de las sonrisas, no de la revolución. Lo confirmó Lluís Llach cuando respondió “¡No!” a un tuit de Albert Cuesta, periodista del diario Ara, que decía “¿Soy el único que cree que ya no es suficiente con concentraciones y caceroladas?”.
Desconozco si algún día el independentismo pasará a la fase 2.0 de su revolución y dejará de concentrarse, de activar la linterna de sus móviles y de aporrear cacerolas para incrementar la presión callejera. Desde luego, este jueves no fue ese día. El independentismo empieza a recordar a esos niños enfermos de drama que cada día a la salida del colegio repiten el mismo mantra: “Hoy ha sido el peor día de mi vida”. Día tras día, semana tras semana, en un constante, teatral e inexorable transitar de lamentos hacia una infancia perfectamente feliz e intrascendente.