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En julio de 2015, una Ada Colau recién aterrizada en la alcaldía de Barcelona ordenó retirar el busto del rey Juan Carlos I del Salón de Plenos del Ayuntamiento. Los trabajadores municipales encargados de la operación, obedientes a la idea de la política como teatro de gestos defendida por su nueva jefa, esperaron pacientemente la llegada de la prensa con una escalera metálica entre las manos. Luego, descabalgaron lentamente el busto de su pedestal y, consumada la decapitación simbólica, lo volvieron a subir al pedestal para descabalgarlo por segunda vez como cortesía hacia las televisiones que deseaban grabar una segunda toma del simbólico acontecimiento.
Al fondo a la derecha, dos individuos en mangas de camisa observaban discretamente la escena. Uno de ellos era el argentino Gerardo Pisarello, primer teniente de alcalde y cuota peronista de rigor en el ayuntamiento de Barcelona. El segundo, con su característico pendiente orejero en ristre, era Xavier Domènech, por aquel entonces comisionado de Estudios Estratégicos y Programas de Memoria del ayuntamiento de Barcelona, además de miembro de Procés Constituent, un movimiento creado en 2013 por el economista Arcadi Oliveres y la monja antivacunas Teresa Forcades, y cuyos objetivos son la independencia de Cataluña y el fin del capitalismo. Por ese orden.
La llave de la gobernabilidad
Marxista heterodoxo, Xavier Domènech alardea en el perfil de su cuenta de Twitter de “tener la llave” de la futura gobernabilidad catalana. Y eso a pesar de que los resultados de su coalición, que según las encuestas lleva semanas centrifugando miles de votantes en dirección al resto de partidos del arco parlamentario catalán por el apoyo de Ada Colau y Pablo Iglesias al proceso independentista, se prevén peores que los obtenidos en 2015, cuando la coalición obtuvo once escaños.
Nadie en Cataluña tiene la más mínima duda de que el día después de las elecciones los votos de Xavier Domènech servirán para que el independentismo inicie la segunda fase del 'procés'
Pero si Domènech se muestra tan optimista es porque el tradicional desequilibrio del valor del voto en Cataluña (donde una papeleta rural vale dos y tres veces más que una barcelonesa) le conferirá con casi total seguridad a Catalunya En Comú Podem la potestad de decidir quién será el próximo presidente de la Generalidad.
Si las encuestas se confirman, no será Domènech el que dé ninguna sorpresa. El 61% de sus votantes prefieren un pacto con los independentistas y el 36% con el PSC, un partido no independentista pero sí explícitamente nacionalista. Domènech, defensor de un referéndum de independencia pactado, no lo tendrá difícil para justificar su imprescindible contribución a la segunda fase del procés.
Besos y lloros
Domènech nació en Sabadell en 1974, un día después de que Arias Navarro anunciara por televisión un proyecto de Estatuto de Asociaciones que supondría una “importante consolidación del proceso democrático” en España. Profesor de historia en la UAB antes de su primer sueldo público, el candidato a la presidencia de la Generalidad por Catalunya En Comú Podem es hijo de padres anarquistas (artista conceptual él y librera ella) y está casado con su pareja Sonia, con la que tiene un hijo de cinco años.
El de Sabadell, que se define antes como activista que como político profesional, conoció a Pablo Iglesias e Íñigo Errejón durante el apogeo de las protestas del movimiento 15-M. Su vida ha estado ligada desde entonces a Podemos y a los comunes de Ada Colau en cualquiera de sus sucesivas denominaciones.
Xavier Domènech no pudo reprimir las lágrimas durante la manifestación independentista que pidió la liberación de los Jordis el pasado 21 de octubre en Barcelona
Xavier Domènech saltó a la fama tras su primer discurso en el Congreso de los Diputados, cuando Pablo Iglesias le felicitó tras su intervención con un beso en la boca que muchos compararon con el de Leonidas Breznev y Erich Honecker en junio de 1979. El gesto, que ellos dijeron espontáneo, se sumó a los muchos que Podemos escenificó durante aquellas semanas.
Fingido o no, no fue ese beso la primera ni la última muestra de emocionalidad extrema de Xavier Domènech. Al candidato de Catalunya En Comú Podem también se le pudo ver llorando durante la manifestación del pasado 21 de octubre en Barcelona por la liberación de los Jordis mientras los manifestantes gritaban “independencia” y “libertad”. Después de que la imagen de un Domènech lloroso saltara a las redes sociales, Pablo Iglesias e Irene Montero loaron su “dignidad”, su “coherencia” y su “corazón”. Gabriel Rufián, más acostumbrado a los lloros en su partido, le mandó un sentido abrazo. “Hoy no valen discrepancias”, dijo el de ERC en Twitter.
Mimado por las encuestas
Domènech da bien en las encuestas. En ellas no es raro verle como uno de los políticos más valorados por los españoles en las encuestas del CIS. A ello ayuda su escasa exposición pública, pero sobre todo un talante poco amigo de la política espectáculo tan habitual en Podemos. Si a alguien se parece Domènech es más bien a aquel Joan Herrera que solía hablar en los debates con un exquisito tono de maestro de escuela jesuita que dotaba de una fingida sensatez los argumentos más demogogos imaginables.
Es esa escasa visibilidad la que ha hecho que su figura haya salido prácticamente indemne entre la izquierda catalana después de que los comunes de Ada Colau rompieran con el PSC en el Ayuntamiento de Barcelona. “La decisión no se tomó en clave electoral sino a partir de claves municipales”, dijo Domènech tras lo que fue visto como una humillación hacia los socialistas.
Muchos sospechan que el pacto ideal de Domènech para los días posteriores al 21-D sería uno entre todos los partidos de izquierda, incluida una ERC que debería renunciar al menos de cara a la galería a la unilateridad, aunque no a una independencia cocida a fuego lento. Un objetivo que el de Sabadell considera legítimo y que no parece molestarle tanto como la aplicación del 155. Nadie duda en Cataluña, en definitiva, que Domènech será la muleta del independentismo tras las elecciones.
Domènech es un populista arquetípico que suele exponer sus argumentos con ese tono de maestro de escuela jesuita tan habitual entre la izquierda radical catalana
Estudioso y admirador de la lucha de los obreros británicos contra las políticas de Margaret Thatcher durante los años ochenta, Domènech es un populista arquetípico que pretende servirse de la democracia para acceder al poder y reformar (otros dirían “reventar”) el sistema desde dentro, en la línea de lo pregonado por su admirado Antonio Gramsci.
Para ello, sin embargo, necesita de una clase media catalana que ha caído en la polarización provocada por el procés independentista y que parece preferir opciones políticas más claramente posicionadas a uno u otro lado de la raya. Quizá Domènech hubiera preferido a un Pablo Iglesias menos decantado hacia el secesionismo para no asustar a los catalanes que desean un referéndum pactado pero no una declaración unilateral de independencia. Donde manda capitán, en cualquier caso, no manda marinero. Y en Catalunya En Comú Podem el capitán no es él.