Roger Torrent, recién elegido presidente del Parlamento de Cataluña, subió las escaleras hasta su nuevo puesto de trabajo, se ajustó la americana y dio un discurso en el que no desafió al 50% de los catalanes, no insultó a los españoles, no llamó franquista a nadie ni prometió dar un golpe de Estado. En consecuencia, fue muy aplaudido por aquellos que se conforman con que el presidente del parlamento regional catalán se abstenga de desenfundar el AK-47 y ametrallar a los diputados de la oposición frente a las cámaras de TV3. En ese sentido, y eso hay que concedérselo, Roger Torrent mantuvo las formas.
Es cierto que en contraste con el discurso de Ernest Maragall, que pocos minutos antes había hablado de "prisioneros" y de "exiliados", de una España "que sólo sabe humillar y castigar" y de una Cataluña "que siempre será nuestra", el discurso de Torrent pudo sonar a ratos a puro Nelson Mandela. Pero también es cierto que en la Cataluña de hoy en día hasta Atila el Huno sonaría comedido.
En realidad, el discurso de Roger Torrent no tuvo nada de institucional, que fue el adjetivo más utilizado por el periodismo catalán para describirlo. El nuevo presidente del Parlamento de Cataluña, que sucede a tres desastres sin paliativos llamados Ernest Benach, Núria de Gispert y Carme Forcadell, denunció "contundentemente" la situación de los tres diputados en prisión preventiva, la de los cinco de Bruselas y la derivada de la aplicación del artículo 155 de la Constitución, que calificó de "escenario sin precedentes democráticos".
Y estuvo exacto ahí Torrent. ¡Hasta qué punto de delirio habrán llegado los suyos para que haya sido necesario aplicar, por primera vez en democracia, un artículo de la Constitución pensado como última medida de fuerza frente a insurrecciones de ultraderecha como la llevada a cabo por el nacionalismo catalán!
Torrent, obviamente, olvidó mencionar que la situación a la que tan superficialmente hace referencia deriva del golpe de Estado que su partido, junto con el PDeCAT y la CUP, dieron el pasado 6 y 7 de septiembre desde la misma butaca que ahora ocupa él. Es incluso probable que si Torrent acerca la nariz al asiento que hasta hace poco ocupaban las posaderas de Carme Forcadell todavía pueda olfatear, junto a los resabios a piel curtida y madera envejecida, los taninos del golpe a la democracia que su predecesora tuvo a bien regalarle a los ciudadanos catalanes.
"Me encanta el olor a golpe de Estado por la mañana" podría, en definitiva, haber empezado su discurso Torrent. Y habría sonado más sincero que esa mano extendida "a todos, sin excepción" que sólo se hará realidad a lo largo de esta decimosegunda legislatura si esos todos de los que habla el nuevo presidente del Parlamento hacen lo que los catalanes no independentistas han hecho durante los últimos 38 años de democracia: agachar la testuz y mirar hacia otro lado mientras la casta nacionalista dominante saquea la región con un entusiasmo digno de mejor causa.
El nacionalismo no hizo ayer, en definitiva, nada que no haya hecho durante la última década. Sacar a pasear la estrategia, es decir un discurso cuyo objetivo final es la demolición de las leyes españolas, catalanas y europeas en la región que el régimen independentista pretende gobernar sin molestas interferencias externas, mientras tácticamente le da al acobardado Gobierno de Mariano Rajoy la excusa que necesita para no aplicar el artículo 155 hasta sus últimas consecuencias: un discurso aparentemente moderado que finge una vuelta a la normalidad que quedará desmentida en las próximas horas. De la estrategia se ocupó Ernest Maragall y de la táctica, Roger Torrent.