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La memoria de Joaquín Ariza Arellano (1935) está anclada a una fotografía en blanco y negro. Aparece su padre, Francisco. Medio cuerpo, tumbado. Con un tiro en la frente y un reguero de sangre que serpentea por la nariz camino a ninguna parte. Fue fusilado por un grupo de comunistas revolucionarios en las tapias del cementerio de La Almudena, Madrid. Era noviembre de 1936.
Joaquín llevó esa foto en el bolsillo durante décadas. Ahora reposa en un cajón del escritorio donde, cada mañana, culmina los crucigramas de ABC con vocación sacerdotal. Se la muestra a los hijos y nietos que preguntan. Unos miran. Otros giran el rostro. Esa imagen, que es la de España, la roja y la azul, convirtió a este hombre de chaquetón de lana y gesto serio en el mayor exponente de la Transición a ojos del presidente Suárez. Tuvo la culpa el azar, una visita inesperada.
Adolfo Suárez Illana, “Adolfito” a partir de ahora porque así le sigue llamando don Joaquín, concedió una entrevista a Espejo Público el pasado septiembre. Relató una anécdota referida a este militar retirado, que calza casi 83 años y recibe esta tarde lluviosa en un piso fronterizo entre el barrio Salamanca y la Avenida de América. Aquel relato convirtió a Joaquín en protagonista viral del 40º aniversario de la Constitución. Para evitar teléfonos estropeados y maldades de la memoria, queden aquí transcritas las palabras de Suárez Illana:
Esto ocurrió siendo yo testigo, no me lo ha contado nadie. Cuando mi padre accedió a la presidencia del Gobierno, retomó la costumbre de los ayudantes militares. Era una forma de visualizar que estaban a las órdenes del poder civil. A uno de ellos, Joaquín de Ariza Arellano, Comandante del Arma de Caballería, tipo simpático donde los haya, le tocó un día recibir a Carrillo. Mi padre, a la hora que habían quedado, no le podía atender porque tenía no sé qué follón. Le pidió a Joaquín: “Por favor, atiende a Santiago, que no piense que es un feo”. Joaquín paseó por Moncloa a Carrillo durante casi dos horas (…)
Terminó la jornada, se mantuvo la entrevista. Por la tarde, subió mi padre a la vivienda, que en aquel momento estaba justo encima del despacho. Inmediatamente, entró Joaquín corriendo: “Presidente, ¿te puedo ver un momento?”. “Sí, sí, bajo”. “Puedo hablar delante de Adolfito”. Le dijo: “No soy muy popular entre mis compañeros de armas por estar aquí, en Moncloa, pero creo que es lo mejor que puedo hacer para servir a España”. Entonces sacó una foto que recordaré toda mi vida. De carné, un poco más grande. En ella se veía a un señor antiguo, con bigotito fino, que yacía en el suelo con un tiro encima de la sien izquierda y un reguero de sangre que le llegaba a la nariz. Dijo Joaquín: “Este es mi padre, fusilado en las tapias de La Almudena por Santiago Carrillo. Ha sido un honor estar con él y servirte a ti, presidente”. Ese hombre había entendido perfectamente el espíritu de la Transición.
Y ese hombre, cuya circunstancia arrancó a Susanna Griso un “¡Dios!” fruto de la impresión, ha aceptado esta entrevista casi sin darse cuenta. “Le pilló echando la siesta y luego ya era tarde para dar marcha atrás”, bromea Conchita, su mujer, que se une en el salón a tejer el recuerdo de Joaquín. El señor Ariza estrecha la mano con fuerza, la misma que tendió a Santiago Carrillo, responsable político –directo o indirecto– del asesinato de su padre. El día del fusilamiento, el que luego fue líder del Partido Comunista ya era consejero de Orden Público en la Junta de Defensa de Madrid. En el expediente, además, queda mencionado que el piquete que asesinó a Ariza era “predominantemente comunista”.
“Se me revolvió todo por dentro”
Este militar se ha abrigado durante meses de la onda expansiva desencadenada en las redes sociales por el relato de “Adolfito”. Miles de personas han alabado su gesto en favor de la reconciliación. El teléfono sonó con insistencia, pero él decidió guardar silencio porque considera que su historia es la de tantos, que no tiene ningún mérito más allá de haber cumplido con su deber. Hasta que por culpa de esa siesta, un fatídico estado de duermevela, se ha colocado ante la grabadora pocos días antes de cumplirse el cuadragésimo aniversario de la Constitución.
“Ahora ya no me queda más remedio”, bromea mientras toma asiento en una habitación repleta de libros y fotos enmarcadas. Muchas de ellas denotan su amistad personal con Adolfo Suárez, ya insinuada por el tuteo con el que –así lo confirmó “Adolfito”– trató al primer presidente de la democracia. Basta con elegir al azar cualquier retrato del líder de UCD para encontrar detrás, en actitud vigilante, a don Joaquín. Así lo prueba la imagen del día en que Suárez dimitió.
Escueto, castrense, elige diez o quince palabras para responder a cada pregunta. Se siente fuera de sitio. “Nunca le ha gustado el protagonismo”, justifica Conchita.
-¿Qué pensó cuando le dio la mano a Carrillo?
-Se me revolvió todo por dentro. Era mi trabajo y lo hice. No tiene importancia.
-Para muchos sí la tiene.
-Fue un golpe, sí. No era mi político favorito. Pero estaba ahí y yo tenía que hacerlo.
-¿Podría describir la escena?
-Cuando llegó Carrillo, Adolfo estaba ocupado. Lo atendí, igual que hice con todos. Le pregunté a ver si quería tomar algo durante la espera.
-Entienda que “estrechar la mano” es algo que muchos no fueron capaces de hacer entonces ni ahora…
-A mi padre lo mataron, sí, pero gracias a Dios la guerra se había terminado. Ya está. Yo no voy a ir a profanar la tumba de sus asesinos ni a insultarlos. Tenemos una España buena, de verdad, a ver si no nos la cargamos…
“Tenemos que estar unidos, de verdad, aquello no se debe repetir”
El relato de Joaquín Ariza arrolla por su sencillez. No busca nada. Es fácilmente perceptible que sólo responde porque le preguntan. Nunca es él quien rellena el silencio que acontece de cuando en cuando. Con este símil aclara que su perdón es definitivo desde hace mucho tiempo: “Con los comunistas me pasa como con los aficionados del Barcelona. No compartimos nada, pero puedo tomar un café con ellos tranquilamente”.
Su coraza sólo se rompe durante un par de minutos, justo después de revisar en la pantalla de un móvil las palabras de “Adolfito” en la tele. Con los ojos vidriosos, discurre: “¿Qué voy a pensar? Llegar a como estamos ahora… Es una maravilla. Se nos ha olvidado lo que fue la guerra y su final. La gente buscando a sus muertos por ahí… Un desastre. Una guerra civil es lo peor que le puede ocurrir a un país”.
-Pasado el tiempo, ¿cómo evalúa la Transición?
-No sé. Después de una barbaridad tan grande, tanto tiempo matándonos entre nosotros… Y el hambre. El hambre en la posguerra fue horrorosa. Tenemos que estar unidos. Eso no se puede repetir. Tenemos que estar unidos…
La historia de Francisco Ariza, fusilado en La Almudena
Con una foto distinta de su padre, montado a caballo todavía en los días felices, Joaquín se presta a desmigar lo poco que sabe de él.
Francisco Ariza Loño, abogado y falangista, era amigo personal de José Antonio Primo de Rivera. Su historia es la de “todos”, rojos y azules, tiene razón el entrevistado. “Paco” –así lo llamaban– viajó con su familia a San Sebastián aquel verano de 1936: “Pasábamos allí las vacaciones, pero él se volvió a Madrid”. Nunca más lo vieron. Es difícil reconstruir su devenir con detalle. Podría esbozarse así: encerrado en la cárcel de Porlier, “puesto en libertad” –huella falsa que dejaban en los papeles golpistas y gubernamentales ejecutores–, e inmediatamente prendido y fusilado.
Joaquín Ariza, a través de amigos de la familia, escuchó que su padre trató de guarecerse en la residencia de los Agustinos, en El Escorial, donde culminó la carrera de Derecho, pero no lo consiguió. Más tarde fue interceptado en la carretera. Su primer recuerdo son las lágrimas de su madre: “Volvíamos de la playa. Entramos en casa de unos parientes y la encontramos llorando. Una tía mía me dijo que era un llanto de alegría, no de pena. Había terminado la guerra”. Joaquín nació en 1935. Su padre fue asesinado en 1936.
“Cuando regresamos a Madrid, no sabíamos nada”. Su madre, de veintitantos años, acudió al número 16 de la calle Velázquez, donde había una especie de oficina de desaparecidos. “En el cementerio de La Almudena hacían fotos de los cadáveres y les asignaban un número”. La madre de Joaquín, sentada en aquel lugar, tuvo que repasar los rostros sin vida de cientos de fusilados… Hasta que encontró el de su marido, con un tiro en la sien. Aquella fotografía fue heredada por Joaquín, que se la mostró al presidente Suárez tras atender en Moncloa a Santiago Carrillo. “Gracias a esa imagen, mi madre pudo desenterrarlo y llevarlo al panteón familiar”.
Así surgió la amistad con Suárez
En la biblioteca donde Joaquín vuelve a colocar un par de retratos enmarcados de su padre hay muchos libros que refieren las matanzas del Madrid republicano en los primeros meses de la guerra, quizá comprados con la esperanza de encontrar la huella de Francisco Ariza Loño en sus índices onomásticos.
Joaquín se licenció en la Academia Militar de Zaragoza. Allí trabó amistad con el rey Juan Carlos, con el que compartió competiciones deportivas. Más fotos como prueba. Tras un “amor por carta” –palabras de Conchita–, se casó a los veinticuatro años. Él, en broma, suele decir: “Nunca he sido soltero”. Tras desempeñarse en varios destinos –Alcalá de Henares, Hoyo de Manzanares o Vitoria–, llegó la llamada del general Gutiérrez Mellado, el militar que susurraba a Suárez. “Nos contó que el presidente quería simbolizar la democratización del ejército disponiendo de cuatro ayudantes militares. Uno de aire, otro de la marina y dos de tierra. Le dio mi nombre un amigo que teníamos en común, Tito Goróstegui”.
El “sí” de Joaquín Ariza a Moncloa le trajo problemas con algunos compañeros del ejército: “Es cierto que hubo muchos que se lo tomaron regular…”. Conchita le interrumpe con una sonrisa: “¿Regular? ¡Se lo tomaron muy mal!”. Sigue él: “Yo soy militar hasta las cachas, pero me considero abierto. La dictadura se había acabado. En ese momento, creí que era lo mejor que podía hacer por mi país”.
Entonces describe el “inmenso encanto personal de Suárez”: “De verdad, nunca he conocido cosa igual. Podías estar escuchándole durante horas. El tiempo pasaba sin que me diera cuenta”. Sellaron una amistad de esas “para toda la vida”. Viajaron, veranearon, comieron, cenaron… Y aquellos primeros años de democracia -aquel apretón de manos con Carrillo- hicieron de Joaquín Ariza Arellano el hombre que mejor entendió la Transición a ojos del presidente Adolfo Suárez. Quizá estuviera destinado a ello: nació un 23 de febrero.