En circunstancias normales, en otro momento histórico, en otra ciudad europea, la campaña de Manuel Valls sería para él un bucólico paseo hasta su coronación como el primer político que llega a la alcaldía de una gran ciudad europea tras haber ocupado las máximas responsabilidades políticas (alcalde, ministro del Interior, primer ministro) en otro país. Porque Valls tiene a su favor el fondo, las formas, las ideas, la experiencia, el presupuesto, los apoyos y el equipo. También, la inexistencia de rivales de fuste, con empaque político o capaces de aglutinar un solo voto más allá de los campos de cultivo del resentimiento populista y nacionalista.
Pero, sobre todo, Valls tiene a su favor la evidencia de la rapidez con la que ese mismo populismo y ese mismo nacionalismo han carcomido los cimientos sociales, culturales, económicos y morales de una ciudad anteriormente leída, snob, bien comida y libre. Pero las circunstancias no son normales. Porque Barcelona es, a día de hoy, una ciudad agreste, rústica, antipática e imprevisible. Y lo que es peor aún. Una ciudad en la que un amplio porcentaje de ciudadanos desean un candidato que encaje en ese perfil agreste, rústico, antipático e imprevisible. No les faltarán opciones en mayo de 2019.
Ahí va un vaticinio razonable: la campaña se le hará larga, muy larga, a Manuel Valls. Quizá hasta desagradable. Los periodistas que le seguimos tuvimos un aperitivo de ello el martes de la semana pasada, cuando dos docenas de independentistas y de "putas libertarias" (ese era el encabezado de su pancarta) reventaron con pitos y gritos de "vuélvete a tu país, gabacho" un acto de Valls. Por el lugar rondaba también una concejala de Podemos. "A partir de ahora esto será siempre así", nos dijo Valls ese día a los periodistas, como pidiéndonos disculpas. Ahí se le notó el afrancesamiento: un español se habría cagado en todos los muertos de los del escrache.
Filigrana de colores modernos
No hubo escrache este jueves, quizá por la dificultad de pasar desapercibido en el Palacio de Congresos de Barcelona, en la zona noble de la ciudad, con un cargamento de pancartas, pitos y banderas independentistas. Ahí, frente a un auditorio de quinientas personas, Valls dio el primero de sus discursos de campaña. Un discurso de principios y líneas maestras, sin propuestas concretas, pero con alguna que otra sorpresa. Como el logo de su campaña, por ejemplo. Una filigrana de colores modernos –azul eléctrico, fucsia y blanco– y diseño limpio y exquisito. Y con la V omnipresente. Así explicó el candidato el recurso a la vigesimotercera letra del alfabeto: "Será el cambio de la uve: de la uve del valor, de la voluntad y la visión; de los vecinos y del verde. De virtud y de vocación, de la verdad y del vigor. De la uve de Valls y de la uve de la victoria. La victoria de Barcelona".
Es obvio, en fin, que Valls añora esa Barcelona en la que hasta los recibos del IBI se diseñaban con mimo. Está por ver que los barceloneses la añoren o la prefieran a la Barcelona de los manteros, los CDR, las putas libertarias y el odio al turismo internacional, pero sobre todo al vecino nacional.
A Valls le hicieron de telonero ocho ciudadanos que explicaron los motivos por los que piensan votar a Valls. Habían sido escogidos con primor. La primera de esos ciudadanos fue Eva Parera, exconvergente y consejera del Consejo del Audiovisual de Cataluña. El siguiente fue un ingeniero industrial jubilado, hijo de padre español y madre danesa. Le siguió Marta, abogada y especialista en derecho de familia, que dio el discurso más recto, claro y con más garra de la noche, con permiso del que hizo el propio Manuel Valls. Yo la ficharía para el equipo, si es que no está ya dentro.
La presencia de Arrimadas
A Marta le siguieron un periodista de El Periódico de Cataluña, un estudiante de la UB, una fotógrafa egipcia, un profesor e Inés Arrimadas, que se llevó la ovación de la noche. Si alguien tenía dudas del espacio político que pretende ocupar Valls, ahí tiene toda la información que necesita: desde CiU al PSOE, pasando por el PP, Cs (obviamente) e incluso los votantes más racionales de los comunes de Podemos, si es que es mítico espécimen electoral existe en este plano de la realidad.
Valls plantea su campaña como una batalla de la democracia, la ciudadanía, el pluralismo y las sociedades abiertas contra la demagogia, el populismo, el integrismo y las sociedades cerradas. Es decir, contra el nacionalismo. Y ahí habló de "recuperar" Barcelona y denunció la "coincidencia política y táctica" entre el inquilino de la Generalitat, Quim Torra, y la alcaldesa de la ciudad, Ada Colau.
Contó chascarrillos –algunos tan sutilmente franceses que pasaron casi desapercibidos entre un publico acostumbrado al leñazo y tentetieso de los políticos catalanes al uso–, narró anécdotas y pidió una Barcelona flexible, comprensiva y tolerante, pero de mano dura con la delincuencia. También exigió una Barcelona europea, abierta y respetuosa de la Constitución y el Estado de derecho.
Tanta normalidad democrática acabará resultando exótica entre Colaus, Maragalls y demás. La sensación que deja Valls es que es demasiado candidato para tan poca ciudad. Su principal problema durante la campaña electoral, en fin, será su sobrecualificación para el puesto. Aquí a los ingenieros los empleamos como camareros, y a los camareros como presidentes. El trabajo de Valls será enseñar a los barceloneses a respetar el orden natural de las cosas.