Con honda preocupación observo, hace ya largo tiempo, la creciente opresión contra quienes en Cataluña no comulgan con el independentismo. Cuando además la acaudillan sus propios gobernantes, desatendiendo su obligación principal de proteger a todos los catalanes por igual, este hostigamiento se vuelve tan agudo como injusto.
Mi inquietud no ha disminuido al constatar que los últimos gobiernos de España lo vienen consintiendo en diversos modos que coinciden en no asumir abiertamente la defensa de esos millones de ciudadanos acosados.
Fue en efecto un error judicializar la política, recurriendo con retraso y poca convicción a medidas que estaban en manos de las Cortes y del Gobierno, como sucedió en la aplicación del artículo 155. También lo es politizar la justicia, cuando representantes del Ejecutivo especulan sobre un indulto antes de un juicio.
Se podía intentar el diálogo, sí. Pero con la máxima firmeza ante quienes día tras día desprecian con maneras racistas a los que consideran que su origen o sus ideas los convierten en malos catalanes. Tampoco se debe exhibir cordialidad con quienes han sido condenados por terrorismo. No en mi nombre.
No comparto asimilar la Constitución Española a la mera “seguridad jurídica” propia de un contrato bilateral. Nuestra Carta Magna es mucho más: conforma un Estado social y democrático de derecho, sostenido por instituciones plenamente garantistas que aseguran un nivel de bienestar entre los primeros del mundo. Aspiramos a seguir mejorándolo, y se puede lograr precisamente por la libre competencia política y los mecanismos de reforma que reconoce la propia Constitución.
No se puede ceder al chantaje de quien se arroga ser más constitucionalista y español que nadie
El episodio del relator no ha sido un desliz. Su mera propuesta supone entrar en el marco independentista sobre un conflicto entre partes no vinculadas a los principios de lealtad y de jerarquía que configuran nuestro Estado autonómico. Sobre todo cuando se relega a los parlamentos –su representatividad, sus normas de funcionamiento– en beneficio de una incierta mesa de partidos.
Es falso que Cataluña sea la única comunidad autónoma con un estatuto que no fue el aprobado por su ciudadanía. Otros también necesitaron de ajustes por el Tribunal Constitucional. La sentencia sobre el Estatut de 2006 no fue un ensañamiento contra Cataluña sino una mera adecuación al resto del ordenamiento. Es más, no deseo que esa incompatibilidad se resuelva incorporando a la Constitución los cambios necesarios: los principales artículos declarados inconstitucionales cuestionaban valores como la libertad (en el régimen lingüístico), la igualdad (que garantiza un poder judicial único) o la solidaridad (entre las distintas partes de España).
España sufre ya el populismo político desde todos los extremos. No se puede ceder al chantaje de quien se arroga ser más constitucionalista y español que nadie como coartada para poner en riesgo principios básicos de nuestra convivencia. Pero no es menos peligroso quien desde sus cargos públicos ha organizado una rebelión, incitado a la violencia callejera y constantemente repite que volverá a hacerlo.
Hasta ahora, el Gobierno de España ha restado importancia a estas amenazas y preparativos. Ante esta inhibición, es un engaño ver ninguna mejora en que el independentismo sufra cierta división interna: simplemente dudan del ritmo al que seguir extorsionando y del momento en que lanzar el próximo órdago. Si el Gobierno se llegara a plantar o cuando los independentistas se vean lo suficientemente rearmados, su fanática causa los hará unirse de nuevo.
El Ejecutivo debe renunciar a sostener una mayoría con quienes denigran y buscan romper España
Por eso, el Ejecutivo debe renunciar a sostener una mayoría con quienes denigran y buscan romper España, mientras que debe comprometerse en un diálogo continuo y leal entre partidos constitucionalistas. Lograr algunos acuerdos básicos en absoluto significaría resignarse a una gran coalición que dejara como única oposición a los nacionalpopulismos. Al contrario, permitiría que las elecciones volvieran a servir para alternar entre las opciones que mayoritariamente respaldaran los españoles, evitando que el juego político siguiera dictado por minorías que se oponen a la existencia misma de España.
Por eso, como militante socialista, he querido estar hoy en la Plaza de Colón en Madrid. En un acto promovido por dos partidos constitucionalistas con quien debería hablar el PSOE (advirtiendo también de que los insultos desaforados de Casado no demuestran interés en ello), con un lema que se limitaba a reclamar una España unida alrededor de la Constitución y la convocatoria inmediata de elecciones. Ese había sido de hecho el propósito con el que se justificó la moción de censura hace ocho meses.
Con mi presencia también he querido oponerme a la idea simplista de que un progresista no puede estar donde también acuda Vox. No hay manera de darles más poder que si pueden demarcar por su sola presencia (ni han tenido la iniciativa ni han organizado el acto) lo que es bueno y malo en la política española. El no pactar con Vox implica también desentenderse de lo que puedan decidir apoyar por su cuenta.
Me ha sobrado en el manifiesto la alusión a la traición, porque no se ha consumado la cesión a los 21 puntos de Torra, aunque sí me parecía conveniente la firme advertencia ante el funambilismo en tan graves cuestiones. Y me he sentido engañado porque subiera al final Vox al escenario: ¿eran o no eran organizadores? Es preciso que se aclare si se quiere contar con la confianza de la izquierda no nacionalista que valientemente había mostrado hoy su apoyo.
La unidad de España no significa sacralizar la integralidad territorial por sí misma sino como soporte del valioso catálogo de derechos y garantías que nos concede la ciudadanía española. Porque sentirse o no orgulloso de España, más o menos español, es un sentimiento íntimo de cada uno. Pero lo que debe defenderse desde la política no es el poder por sí mismo sino servir el avanzado Estado de bienestar y la democracia que nos permite seguir mejorándolo. Para lograr que la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político sigan siendo los valores superiores de nuestra convivencia.
*** Víctor Gómez Frías es militante del PSOE y forma parte del colectivo ‘Socialistas & Liberales’.