Banderas de España y de la Unión Europea, gritos contra Pedro Sánchez, petición de elecciones y apretujones patrióticos. Daba igual quién hablara a la muchedumbre: la gente se rompía las manos a aplaudir. Se mascaba la rabia contenida por meses de aguantar a un gobierno que no ha pasado por las urnas, que es capaz de apoyarse en los que rechazan el orden constitucional con tal de conservar La Moncloa, y cuyas maneras son megalomaníacas, visionarias y antipáticas. “Sánchez es un peligro para la democracia y la unidad de España. Debe irse”, me dijo una chica resumiendo lo que se ha vivido en la Plaza de Colón.
La complicidad del Gobierno socialista con los independentistas, con la gente de Podemos entre medias, ha terminado por acelerar la movilización de la derecha, hasta ahora desactivada por el marianismo. El golpe de Estado en Cataluña fue catalizador de ese despertar, vinculado a la identidad nacional y a la defensa del orden constitucional.
Esto no ha afectado solo a la derecha, sino también a la izquierda. El PSOE inició su crisis actual en 2016, cuando la vieja guardia decidió defenestrar a Pedro Sánchez porque estaba urdiendo un gobierno apoyado en los independentistas. Del mismo modo, la ruptura entre Pablo Iglesias e Íñigo Errejón se debe, en parte, a la necesidad de éste último de abrazar la bandera española para llegar a sectores políticos más amplios, como ya pidió Bescansa.
Ciudadanos fue el primero en ver la importancia de aprovechar la identidad española para hacerse con el voto de la derecha movilizada. Adaptó su discurso, haciéndolo más duro, ya que hasta octubre de 2017 fue vacilante con la aplicación del 155, y se presentó desde entonces como el mayor defensor de la España constitucional y europeísta, y principal enemigo del supremacismo catalanista. Los de Rivera se aprovecharon de los errores de Rajoy y Sáenz de Santamaría, y se convirtieron en la primera fuerza de la disidencia en Cataluña.
El motivo principal de la movilización ya no es el catalanismo golpista, sino el Gobierno de España
Sin embargo, Ciudadanos cometió el error de no presentarse a la investidura tras ganar las elecciones de diciembre de 2017, y quedó noqueado tras la victoria de Sánchez en la moción de censura. Esta debilidad la aprovechó Vox, que se convirtió en protagonista gracias a ser la acusación particular contra los golpistas, y el PP, que tuvo el acierto de elegir a Pablo Casado para refundar el partido sobre el liberalismo conservador y el enfrentamiento duro contra el socialismo y el separatismo. A partir de ahí, el proceso se aceleró, con esa inmediatez que es el sino de este cambio de época.
Las elecciones en Andalucía, en diciembre de 2018, levantaron la idea de un “tripartito” que sacara a los socialistas y sus aliados de las gobiernos locales, autonómicos y, claro, del nacional. Las elecciones andaluzas se dirimieron en buena parte en clave nacional. De hecho, en la larga campaña se oyeron peticiones de un nuevo 155 en las tres formaciones, Cs utilizó la imagen de Inés Arrimadas, el PP habló “Sin complejos”, y Vox hizo un juego de palabras con su “España viva”.
A partir de esa fecha, los tres partidos compiten por conseguir el perfil español y constitucional más creíble, que permita ganarse a la “España de los balcones”. Este es un cambio sustancial en el campo de la derecha: parece que se acabaron los subterfugios con los símbolos nacionales, los paños calientes con los separatistas, y el miedo a la calle.
Es más; el motivo principal de la movilización se ha desviado en los últimos tiempos: ya no es el catalanismo golpista el objeto de las protestas, sino el Gobierno de España, al que se considera “traidor”, “felón” y “cómplice” de los separatistas. Las elecciones generales, que era el clamor general en la Plaza de Colón, era el siguiente paso de la movilización: la petición de un cambio en la política gubernamental que “devuelva las cosas a su cauce digno y legal”, y terminar así, dicen, con el peligro para la democracia constitucional.
Rajoy cometió el error de abandonar la movilización, creyendo que eso le restaba apoyo de los votos moderados
La derecha española tiene por costumbre el uso de la manifestación como su único medio de participación política extrainstitucional, a diferencia de la izquierda, más asociativa y que adopta los medios de los movimientos sociales. Esa movilización, lejos de ser un riesgo para las instituciones, como se lee en algunos medios, es la lógica de los sistemas fundados en derechos y libertades. No es populismo ni autoritarismo, sino simple ejercicio de la ciudadanía. Es probable que, además, sea el inicio de un ciclo de protestas.
El mecanismo es muy parecido al que tuvo lugar hace una quincena de años, en el ciclo que hubo entre 2005 y 2011, cuando la “rebelión cívica” contra la negociación con de Zapatero con ETA llenaba las calles. Hubo 16 manifestaciones, convocadas por el PP, la AVT, el Foro de Ermua y la fundación DENAES, con cifras que alcanzaron los dos millones en su mejor momento. Desde aquel “Memoria, dignidad y justicia” de 2005, con la falsa agresión a José Bono, hasta la concentración de mayo de 2011 para presionar al Tribunal Constitucional y que Bildu no pudiera presentarse a las elecciones. A los gritos de “Zapatero, dimisión” se unían los de “traidor” y “Constitución, no negociación” entre otros.
En aquel entonces, el PP de Rajoy cometió el error de abandonar a la derecha movilizada, creyendo que salir a la calle les restaba el apoyo de los votos moderados. Ahora se trata de aprovechar el momento, a cuatro meses escasos para la convocatoria electoral, ante el ejecutivo más débil y desgraciado de los últimos cuarenta años. No se trata solo de procurar un cambio de gobierno, sino de evitar el triunfo de los golpistas en el pulso más grave que ha sufrido la democracia española.
*** Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense.