En agosto de 2016, la comentarista Pilar Rahola compartió en Twitter una serie de vídeos que mostraban algo parecido a unas convivencias separatistas. En el campamento de verano indepe estaba la peña que arrastraba Cataluña hacia el abismo, que de una forma u otra participaba en la melé. Eran los interiores de la comunidad autónoma expuestos, lo que sucedía a varios kilómetros de profundidad de las instituciones, donde las confidencias, las borracheras y las carantoñas cristalizaron en decisiones más o menos graves. La maquinaria que engrasaba el procès: Rahola le puso cristales al terrario nacionalista.
En las imágenes se identifica fácilmente a Laporta, con su porte de sospechoso a todo, a Natalia Sánchez, Teté en nuestras primeras fantasías millennials, a Puigdemont y a Trapero afeitado, cubierto con un sombrero de paja y atrincherado bajo una camisa hawaiana. Cantaban Serrat y se pasaban la guitarra como si fuese el porro de los intensitos. Es el sino de Cataluña, secuestrada por los cursis que siempre quisieron ser cantautores. Al presidente fugado se le ve cantar Let it be. Apenas le hacen caso, a su alrededor hay un desmadre suave. Votarem. El espíritu flojito de las diadas aterrizado en las élites: activismo y drogas.
El spin off de Trapero, la serie sobre su decadencia catalana que protagoniza en la actualidad, arranca con la misma canción de fondo. La apertura tiene a Puigdemont susurrándole al oído “déjalo estar” mientras lo señala para ser Mayor un año después de la fiestecilla, equivalente a la boda de la hija de Aznar pero con otros problemas. En el primer capítulo entra a la sala especial del Supremo despojado de todo el swag del uniforme y con la voz de mil noches de Eugenio tras haber desayunado en casa de mamá, lo único que sostuvo el griterío fan de las periodistas cuando Marchena lo reclamó. La biblioteca parecía la cola de un concierto para presenciar, en realidad, al Trapero gris, más cercano a la Constitución, legalmente sexy.
La declaración repasó aquellos días de Better call Trapero, un policía criado en Santa Coloma que se había hecho hueco entre las filas de los catalanes de verdad. Era cuando se hacía llamar Josep Lluis y su encargo era facilitar el tránsito a la República, los planes de Puigdemont, el amiguito de los acordes fáciles. Creyéndose más listo que ninguno, se ganó la confianza de los políticos para ascender sin mirar mucho más allá. El horizonte no dibujaba todavía ninguna causa penal y la connivencia parecía justificada. Algún día lejano habría que devolver los favores, pero parecía imposible que rompieran un ecosistema tan cálido con una declaración de independencia.
Lo hicieron —let it be, let it be— y allí estaba testificando. Todo eran sombras a su alrededor. Mantenía la tensión de no traicionar a los acusados mientras llamaba “irresponsable” a Forn. Desdoblado en dos Traperos: el que creía ante los colegios tomados en la víspera del 1-O que no ocurría nada especial como para actuar y el que considera ante el Tribunal Supremo “infrecuente” esa situación. Se le llenó la boca como si fuese la miss del separatismo hablando de la “paz social”, algo muy importante que proteger ahora, con diez o doce años de retraso. La sociedad ya estaba irremediablemente dividida cuando fueron a ver qué pasaba. Ortega Smith no le preguntó por las reuniones con Interior y el Govern y a punto estuvo de contárselo a la Fiscalía zarandeando un cartel gigante con las letras SOS, “Sacarme de aquí Os lo Suplico”. En el imaginario separatista debe quedar un Trapero muy jodido: el clásico cobarde que les arregla lo de la rebelión. La supuesta derechona valiente abrió la ventana a las defensas, que escaparon sin contorsiones, apelando a los límites del proceso judicial: de repente todo tiene límites, incluida la voluntad popular del fiscal Zaragoza.
Convertido ya en José Luis, confesó que tenía un plan para detener a Puigdemont, un plan para romper con la amistad sellada en las mansiones del seny. Trapero había completado su transformación. Marchena estiró sus ganas de hablar al final. De esto no se enteró el hombre que llevaba tatuado en el antebrazo un lazo acompañando a la palabra Llibertat —también toca fondo la estética—, porque a esa hora ya dormitaba sobre el banquillo de invitados soñando con Traperos sediciosos.