Fernando Rodríguez Miaja es un señor a orillas de los 102 años que saluda, toma asiento y afronta la entrevista como una de aquellas charlas que emitía la televisión en blanco y negro: juegos de silencio, monosílabos, respuestas de varios minutos… Considera un leve “accidente biológico” haber nacido en agosto de 1917 y seguir, un siglo después, trabajando en la oficina de lunes a viernes.
Fernando Rodríguez Miaja fue un chavalillo de dieciocho años que, en 1936, corría a por cigarros cada vez que estallaba un motín. Solía comprar provisiones para dos o tres días, pero aquel julio, el del golpe, lo hizo para una semana. A las 10:35 del 29 de marzo de 1939, voló desde la España republicana al exilio. Llevaba en su maleta un puñal, un libro de Galdós y una pistola. Enfrente, su tío. El general Miaja. Artífice de la defensa de Madrid y al que sirvió como secretario particular durante la contienda.
Han pasado ochenta años desde el “cautivo y desarmado el ejército rojo” con el que Francisco Franco anunció el final de la Guerra Civil. Fernando Rodríguez Miaja, empresario que ahora se defiende de la jubilación armado con un traje y una corbata, participó en la batalla al lado del general republicano más importante. Estuvo al tanto de los cómos y de los porqués. El paso del tiempo y la muerte de sus coetáneos le han convertido en testimonio único. No queda nadie más con vida que de verdad conociera el final de la tragedia. Él no habla de Memoria Histórica, sino de cicatrices, miedo, sudor…
El teniente coronel Antonio Garijo, con quien el entrevistado mantuvo una estrecha relación, fue uno de los dos emisarios republicanos que trataron de negociar en Burgos el final de la guerra con los sublevados. "Mi tío conocía a Franco, sabía que era inútil. En la última reunión, uno de los suyos interrumpió y dijo que el 'generalísimo' no quería seguir hablando. Exigió una rendición incondicional y los echó de la ciudad". Las peticiones y los ruegos del encuentro previo saltaron por los aires. Con estas palabras prologa una escena que luego desmigará.
A don Fernando hay que tirarle de la lengua porque a veces despeja con un “no soy un hombre público” o “todo está en mi libro” -El final de la guerra civil (Marcial Pons, 2015)-. Pero en su relato faltó lo cotidiano, el Madrid a oscuras, los bombardeos, la materia de la que Chaves Nogales hacía acopio para sus crónicas: “Por cierto, era un gran periodista. Conviene leerle para saber lo que pasó”. Un relato que esta tarde hilvana por primera vez. Desde su despacho en México D.F., Fernando Rodríguez Miaja pone en marcha lo que Manuel Machado llamaba el “cinematógrafo de la memoria”.
Antes de preguntar a don Fernando, conviene retratar brevemente a su tío, José Miaja Menant (1878-1958). Fue el general republicano que más poder concentró durante la guerra. También el hombre que, en noviembre de 1936, logró frenar el asedio de los sublevados sobre Madrid. “La ciudad le aclama por ser su salvador y el ejército le quiere. De perderse Madrid, sobre el general habría recaído la culpa; es justo y beneficioso que recoja la popularidad de la resistencia”, dijo de él Manuel Azaña.
Uno de aquellos días, Miaja fue a la cárcel Modelo para, desde las alturas, contemplar la situación del frente. Fueron bombardeados. El general cayó a un agujero lleno de agua. Cuando salió, vio cómo su soldados, la mayoría sin experiencia militar, huían. Él, pistola en mano, comenzó a gritar: “¡Atrás, cobardes! ¡A vuestros puestos! ¡Al que dé un paso hacia la ciudad lo mato! ¡A morir en vuestra trinchera! ¡A morir conmigo!”. Escena que relataron precisamente Chaves Nogales o Julián Zugazagoitia y que ahora confirma Fernando.
La batalla de la memoria
-Venga, venga, pregunte lo que quiera.
-¿Alguna imagen que querría borrar y no puede?
-La guerra en sí misma es un fenómeno imposible de olvidar. Aunque sea un tópico, le diré que es algo que no se puede comprender si no se ha vivido. Oiga, hay algo que me fascina.
-Adelante.
-Después de ochenta años, sigue estando de plena actualidad. Cuando yo era niño, oía hablar de la guerra de Cuba, que estaba más cerca que ahora ésta otra, y me parecía más antigua que los romanos. Pero, ojo, me alegra. Porque muchos ignoran lo que pasó.
-¿A qué se refiere?
-La crueldad del franquismo en la posguerra quizá fue superior a la ejercida durante la guerra. La dictadura suspendió la Historia de España. Hicieron como que nada había pasado desde los Reyes Católicos hasta la victoria de Franco. Los jóvenes no sabían quiénes eran Prieto, Rojo, Azaña o Negrín. Esa ignorancia ahora me alarma más porque ya no es fruto de la propaganda.
-La batalla de la memoria.
-Claro, yo soy partidario de la memoria porque es la verdadera historia. Todo lo demás se escribe de acuerdo al criterio de los historiadores. Me ha tocado desmentir muchísimas cosas. Algunas por desconocimiento y otras por mala fe.
Fernando Rodríguez Miaja no pudo volver a pisar España hasta 1976, un año después de que muriera Franco. De repente, cuando la conversación discurre por otros vericuetos, vuelve a aquello de la imagen. Entorna los ojos y evoca ésta: su tío quería entregar un mensaje confidencial al general Rojo, que estaba en Barcelona. Envió a su sobrino. “Yo ya había visto las bombas, la muerte, las sacas, la guerra… Pero nunca desde arriba. Sobrevolé ciudades incendiadas en la noche. Sí, eso todavía lo recuerdo”.
-¿Cómo era su día a día en el Madrid de 1936?
-Vivíamos la guerra al ciento veinte por ciento, siempre pensando en cómo ganar. Aunque es cierto que no todos los días había operaciones.
-¿Qué pasaba esos días?
Para responder a esta pregunta, Rodríguez Miaja dibuja con pinceladas concretas una resiliencia sobrecogedora. Él lo llama la “capacidad de acostumbrarse a todo”. En aquel Madrid, se vivía “a oscuras” para no dar pistas a la aviación enemiga. Cine, teatro, fiestas… “Por eso digo que Madrid es un pueblo extraordinario. Se echaba a la calle nada más frenar los cañonazos”.
Una de aquellas noches, fue a un baile con un amigo. Cuando se bajaron en una estación de Metro cercana a la Puerta del Sol, calcularon el tiempo que la artillería de los sublevados tardaba en recargar: “Entonces salimos a la superficie y corrimos”. La fiesta se celebró en un salón de cine del barrio Salamanca. Bailaron con “algunas muchachas”. Las mismas que días después murieron en una explosión accidental en las vías del subterráneo.
-Por cosas como esa uno se da cuenta de que puede acostumbrarse a todo. Si la guerra todavía no hubiera terminado, seguiríamos viviendo a oscuras. Esa vida también es capaz de adquirir rasgos de normalidad. Por eso me llevé una sorpresa tremenda cuando aterricé en Orán tras dejar España. Vi que era posible una ciudad repleta de luz y alegría.
-¿Se puede echar de menos la guerra? Entiendo que, a pesar de todo, hubo momentos felices.
-Hay cosas que recuerdo no con entusiasmo, pero sí con emoción. Cómo nos defendimos frente al fascismo. Todavía me apena que las llamadas democracias occidentales como Francia e Inglaterra no nos prestaran la ayuda necesaria. Veían que Hitler y Mussolini sí lo hacían con Franco, pero no reaccionaron.
Sobre la represión
Rodríguez Miaja no se esconde. Reconoce la existencia de las checas y las sacas en el Madrid republicano. El asesinato del enemigo. Con estas palabras trata de contextualizar lo sucedido: “Todas las revoluciones son violentas. Algunas, como la francesa, ejercieron una represión mucho más cruel que la republicana. Yo no defenderé nunca, de verdad, nunca, lo que pasó. Creo que fue una reacción inesperada. Mucho asesino aprovechó para vengarse y saldar cuentas pendientes”.
-El Gobierno republicano no lo aplacó.
-No tenía capacidad coercitiva para hacerlo. Era muy difícil restaurar el orden en nuestra retaguardia. En el bando contrario fue más grave. Allí se sublevaron las fuerzas militares y eran esas fuerzas las que cometían los crímenes. En nuestro lado, con la creación del ejército popular, se estableció una disciplina.
-Pero las checas estaban dirigidas por miembros de los partidos políticos que integraban el Gobierno. Los papeles demuestran que allí había una autoridad que decidía.
-No eran los partidos como tal, sino miembros de esos partidos. Era una cosa de venganzas personales, de furia. Los incontrolados y los fanáticos se aprovecharon de las circunstancias.
Rodríguez Miaja, con tono mesurado, sigue exponiendo su versión de lo vivido. Aunque sin tono revanchista, carga las tintas sobre los que tuvo ante sí y eleva la gravedad de la represión de Franco por encima de la republicana.
-Esos asesinatos se veían, se palpaban. ¿Cómo eran? ¿Podría describir ese ambiente?
-Era público, sí. La gente no se atrevía a denunciar, estaba espantada. A un señor lo acusaban de fascista y eso ya era motivo suficiente para que lo asesinaran. Como digo, fue durante los primeros meses. En la revolución francesa se guillotinó a las esposas de los nobles al ritmo de la Marsellesa, que es hoy canto de libertad. Ojo, no lo estoy defendiendo, ni mucho menos.
Los rusos y el vodka
Por los cuarteles y las salas de operaciones pronto comenzaron a desfilar los rusos, asesores estalinianos enviados por la URSS. “Sí, vinieron, pero su ayuda no fue nunca comparable a la de Alemania o Italia. Si los fascismos no hubieran intervenido, habríamos ganado la guerra. Traté a algunos asesores soviéticos, también hubo pilotos de aviación”.
-¿Y cómo era su relación con ellos?
-Me acuerdo del último general que estuvo en Madrid, un tal Maximov. Nosotros le llamábamos Minimov porque era muy bajito. Cada uno tenía su intérprete. Luego supimos que, durante la guerra, muchos se cambiaron el nombre. Aprendí lo que era el vodka, que les llegaba en cajas. Se lo bebían como si fuera un refresco.
-¿No daban un poco de miedo?
-Eran gente que tenía experiencia en conflictos bélicos y revoluciones. La nuestra fue una guerra absolutamente política. Gobernaban los partidos y cada uno tiraba para su lado.
Las negociaciones con Franco
Fernando, primero como sobrino y luego como secretario particular del general -lo que hoy sería una especie de jefe de gabinete del político-, vio la guerra en zapatillas. Las imágenes que ahora pone a pasear por su retina no están en los libros de Historia, tampoco en las conclusiones grandilocuentes que el presente suele sacar del pasado. El todopoderoso José Miaja fue un hombre que, rumbo al exilio, recién despegado el avión, trataba de evadirse leyendo una novela policiaca. Fernando le miraba y pensaba: “¿Se estará concentrando?”.
Esa papel de testigo privilegiado le permite dibujar la guerra como un brusco enfrentamiento de “amigos”. Emilio Mola, el “director” y cabeza pensante del golpe de Estado, estuvo a las órdenes de Miaja en Marruecos. Cruzaron una llamada en plena génesis de la sublevación: “Claro, se conocían mucho. Es difícil de explicar, pero a partir de ese momento, cuando mi tío le dijo que sería leal a la República, la guerra se convirtió en algo profesional”.
Miaja y Franco, que luego encabezarían uno y otro bando, también se conocían, aunque nunca congeniaron. En realidad, Franco no simpatizó con casi nadie, ni siquiera con los suyos: Queipo de Llano o el propio Mola. Durante el Gobierno de derechas de la República, el Ejecutivo de Gil Robles (1935) apartó a Miaja y lo envió a Lérida: “Mi tío, por una cuestión protocolaria, tuvo que ir a despedirse de Franco, que era el jefe del Estado Mayor Central. Lo querían lejos porque no encajaba con ellos. Se miraron a la cara. Uno y otro sabían el motivo del desplazamiento. Debió de ser un momento muy desagradable”.
Algunos historiadores han especulado sobre la ideología de Miaja. En ocasiones, se le ha pintado como un militar que sólo fue leal a la República por una cuestión geográfica, porque “le tocó estar ahí”: “Eso es falso. Poco antes de las elecciones de febrero de 1936, le escuché decir que tendría muy poco futuro en el ejército si no ganaba el Frente Popular”.
Fernando Rodríguez Miaja rondó los círculos del poder republicano durante toda la guerra. Muchos de los militares afines a la República creían que las viejas amistades con los golpistas podrían ablandar a Franco: “Tenían esa esperanza, se lo escuché a varios. Pensaban que se les respetaría el puesto porque simplemente habían cumplido con su obligación militar. Pero el dictador los barrió a todos”.
El final de la guerra es uno de los episodios que más ha desconcertado a los historiadores. El coronel Casado dio un golpe que derribó al Gobierno socialista-comunista de Juan Negrín. Don Fernando recuerda a Segismundo Casado, jefe del Ejército del Centro, como alguien profundamente ególatra, obsesionado con pasar a la posteridad. “Mi tío no participó en el golpe, esa noche dormíamos fuera de Madrid, se enteró por teléfono y le vi muy sobresaltado. Le ofrecieron la presidencia de ese nuevo gobierno provisional, llamado Consejo Nacional de Defensa, y aceptó”. Aunque, de facto, quien mandaba era Casado.
La “nueva” República, creyendo que la salida del comunismo del Gobierno podría halagar a Franco, envió a dos emisarios a Burgos para negociar el final de la guerra. Fueron el teniente coronel Garijo y el comandante Ortega. Fernando conoció mucho al primero, del que escuchó directamente lo sucedido: “Todo eso lo manejó Casado, aunque mi tío, lógicamente, estaba enterado”.
-¿Qué le pareció al general Miaja la negociación?
-Él conocía a Franco, sabía que era inútil. Así sucedió. Nuestros emisarios viajaron a Burgos en avión. En la última reunión, de repente, entró uno de los suyos y dijo que el “generalísimo” ya no quería hablar más. Exigía la rendición incondicional. Punto. Los echaron de allí y volvieron a Madrid. Franco sabía que había ganado la guerra y no quiso saber nada de pactos. No llegó la paz, como él dijo, sino la persecución y los fusilamientos.
Un día después, el 27 de marzo, Franco lanzó la ofensiva final sobre Madrid. No aceptó una rendición por zonas, como buscaban los republicanos, para que quien lo deseara pudiera viajar al exilio. Los Miaja escaparon, por los pelos, desde Valencia, cuando los brazos en alto ya campaban por las calles.
¿Y si hubiera ganado la República?
Fernando Rodríguez Miaja dejó por escrito en su libro que cuando se vive un acontecimiento histórico, por revelador que sea, no se es consciente de ello. Ahora lo explica con un chiste muy gráfico: “Uno no puede decir que se va a la guerra de los treinta años”. En esos momentos, aquel joven pensaba: “Voy a ver cómo salgo de esta”. En este punto, con la perspectiva que le da la lejanía del exilio y el tiempo, deja caer: “El fascismo supuso un cambio brutal en lo que estábamos viviendo. Desgraciadamente, el mundo empieza a girar otra vez hacia aquellos años negros y nefastos. Esa reacción ya existe en España con Vox, la extrema derecha”.
-¿Sabe? A veces he pensado qué habría pasado si hubiésemos ganado la guerra.
-¿Y a qué conclusión llega?
-Se me ocurrió hace muchos años, en un cine de Estados Unidos. Fue en una feria. Cada butaca tenía unos botones que permitían al espectador alterar el rumbo de la historia. Dónde nacer, dónde crecer, en qué trabajar.
-¿Qué se le pasó por la cabeza?
-Por ejemplo, si no me hubiera refugiado en México, sino en un país europeo, quizá hubiese luchado contra los nazis otra vez. Si la victoria hubiera sido nuestra, probablemente hubiese seguido mi carrera como militar.
-Ha hablado antes de Chaves Nogales. En el prólogo del libro A sangre y fuego, el periodista pronosticó que España iba a ser gobernada por un dictador independientemente del bando que ganara. ¿Habría salido un tirano de las trincheras republicanas?
-No sé, es muy difícil responder… Muy complicado, quién sabe.
-¿Cuál es su patria?
-Ay, la mejor pregunta… Sigo siendo español, leo todas las noches la prensa de allí al acostarme. Pero también quiero mucho a México. Tengo nietos con tres pasaportes: español, mexicano y americano. Eso me hace ser enemigo mortal del nacionalismo. Ya basta de excluir al otro. Seamos más internacionalistas.