Es la pregunta de moda en las cancillerías de todo el mundo. ¿Están conectados de alguna manera los disturbios de Chile, Cataluña, Ecuador, Hong Kong y Francia? ¿Es equivalente la oleada de violencia actual a la que se apoderó de África del Norte durante la Primavera Árabe? ¿O es heredera más bien de la indignación que propulsó el 15M en España y el movimiento Occupy Wall Street en los Estados Unidos?
Es más. ¿Qué tiene que ver una protesta por el aumento del precio de las tarifas del metro chileno con la de los separatistas catalanes? ¿O con la de los ecuatorianos enfurecidos por el aumento de los precios del combustible en su país? ¿O con la de esos hongkoneses que rechazan someter sus libertades democráticas al capricho del Gobierno chino? ¿O con la protesta de unos chalecos amarillos cuyas reclamaciones han sido menudo contradictorias entre sí y propias tanto de la extrema derecha como de la extrema izquierda?
La respuesta apresurada es que esas protestas son el resultado del malestar latente por el crecimiento de la desigualdad provocado por las democracias liberales y su defensa a ultranza del libre mercado. Esa es la respuesta que dan, de hecho, aquellos que han organizado esas protestas o que las incentivan, defienden y justifican.
Más genéricamente, algunos de esos defensores de las protestas hablan también de una demanda abstracta de "más democracia", sin que nadie sepa explicar muy bien en qué consiste esa überdemocracia o democracia premium que tanto se reclama, más allá de un abstracto y amenazante "más poder para el pueblo".
Indicadores democráticos y económicos
Pero, ¿qué pueblo, qué poder, cómo y para qué?
Un simple vistazo a los indicadores democráticos, económicos y de bienestar de Chile, Cataluña, Francia o Hong Kong en relación a los países o las regiones de su entorno más inmediato desmonta por completo ese argumento. Salvo en el caso de Ecuador, un país cuyo PIB per cápita languidece en la zona media de la tabla de los países latinoamericanos, tanto Chile como Cataluña, Francia o Hong Kong pertenecen a la elite democrática del bienestar mundial.
Dicho de otra manera. Ni Chile, ni Cataluña, ni Francia, ni Hong Kong pueden aspirar a un bienestar superior ejemplificado en un país o una región concreta de su entorno porque, lisa y llanamente, ese modelo de perfección no existe. Ellos son la cúspide de la pirámide del bienestar de su barrio geopolítico y las reformas que podrían ejecutarse para mejorar en uno u otro detalle ese bienestar no justifican en absoluto el nivel de violencia que hemos podido ver en las pantallas de nuestros televisores.
Un vídeo que se ha viralizado durante los últimos días explica la realidad de Chile desde una perspectiva exenta de ideología. Chile es a día de hoy el país más desarrollado de Sudamérica. En 1990, Chile era un 30% más pobre que la media latinoamericana. Hoy, Chile es un 60% más rico que la media. En Chile se ha pasado de una pobreza del 40% a una de sólo el 10%. Chile es el país con más movilidad social de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).
Y todo eso tiene dos únicos responsables. La democracia liberal y el libre mercado.
Pero el malestar ha desbordado en Chile y no en Argentina, Nicaragua, Bolivia o Cuba. Países en los que existen motivos mucho más poderosos para una protesta violenta como la vivida en Chile. O en Cataluña, y no en Extremadura. O en Francia, y no en Polonia. ¿Por qué?
La respuesta correcta requiere una explicación bastante menos adolescente que la del 'malestar latente' y conduce a distinguir la protesta de Hong Kong de la del resto.
La protesta de Hong Kong está liderada por unos ciudadanos que piden conservar sus niveles de libertad actuales frente a la dictadura comunista china. Pero las protestas chilena, catalana y francesa han sido propulsadas por populismos que piden formalmente "más democracia" mientras lo que en realidad parecen exigir es una democracia "a medida". Pero, ¿a medida de quién?
La pregunta interesante, entonces, no es tanto "¿qué tienen en común esas protestas?" como qui prodest. Es decir, ¿a quién benefician?
Por supuesto, todas las protestas mencionadas, y en concreto las de Chile y las de Cataluña, tienen características peculiares y obedecen a factores locales. Pero también muestran inquietantes semejanzas.
En el caso de los disturbios de Chile, su supuesta motivación original fue el malestar provocado por un pequeño aumento del precio de los billetes de metro. A día de hoy, los radicales exigen la constitución de una Asamblea Constituyente y una nueva Constitución que sustituya a la de 1980. Una Constitución, es cierto, aprobada durante la dictadura de Augusto Pinochet, pero reformada nada más y nada menos que veinte veces y asimilable hoy a la de cualquier Constitución democrática al uso. Una Constitución que ha generado los mayores niveles de riqueza de toda la historia de Chile.
¿Las tarifas del metro?
19 muertos, 600 heridos y 6.000 detenidos después, los radicales ya no exigen la anulación de la subida de las tarifas del metro. Tampoco se dan por satisfechos con las promesas del presidente Sebastián Piñera, consistentes en una serie de reformas legislativas que conducirían a mejores pensiones y salarios, y a precios más "justos" para la luz, el gas, las universidades y los servicios de salud.
Ahora los radicales demandan ya, abiertamente, un cambio de régimen. Una nueva Constitución. Una a la medida de la extrema izquierda que ha capitalizado las protestas. Piden, en definitiva, que Chile siga el camino de Venezuela.
Se trata de un proceso similar al vivido en Cataluña. De la exigencia tradicional de más financiación, más transferencias, más autonomía y más lejanía del Gobierno central se ha pasado por parte del separatismo a la petición de una república independiente. Una república independiente en cuya Constitución se dictaminaría que los jueces fueran nombrados por el presidente de la Generalidad. Es decir, un lobo dictatorial envuelto en una piel de cordero democrático.
Chile y Cataluña comparten un segundo rasgo en común. La debilidad de la respuesta de quien debería haber reprimido esos movimientos antidemocráticos utilizando para ello toda la fuerza de la ley. Es decir, la debilidad del Gobierno de la Nación. Como muy convenientemente recordaba ayer el escritor y columnista del Diario de Cádiz Enrique García-Máiquez, fue Oscar Wilde quien dijo que "sólo hay algo peor que la injusticia, y es la justicia sin una espada en la mano. Cuando lo correcto carece de poder, es malo".
Esa debilidad, esa incapacidad de la democracia para defenderse de los vándalos que quieren acabar con ella, más por cuestiones estéticas –la violencia del Estado da mal en las televisiones– que por verdadero reparo moral –puesto que la violencia de los radicales suele ser justificada, incluso por las Administraciones, con retórica digna de mejor causa–, es el incentivo más poderoso para que el radicalismo suba poco a poco la apuesta.
En España, la paradoja de la democracia inerme frente a quienes se aprovechan de sus garantías y recovecos legales para acabar con ella ha llegado hasta el mismo Tribunal Constitucional. Un Tribunal Constitucional que ha consagrado por escrito la tesis de que la democracia española no es una democracia "militante".
Dicho de otra manera. Que España sea una democracia, según el Constitucional, no se debe a la convicción "militante" de que este sea el mejor de los posibles sistemas de Gobierno, sino a un simple consenso coyuntural. Si mañana son mayoría los españoles que no quieren democracia, esta será relegada, por métodos estrictamente democráticos, en favor de algún otro sistema de Gobierno abiertamente antidemocrático.
Las narcodictaduras
Sistema de Gobierno antidemocrático que, es fácil adivinar, será bastante más militante en su autodefensa de lo que lo ha sido nuestra democracia. De ese sistema antidemocrático, en fin, sí que no habrá vuelta atrás.
Se ha hablado mucho de la influencia de las narcodictaduras venezolanas y cubana, y también del Foro de Sao Paulo y de la extrema izquierda, en los disturbios de Chile y Ecuador. Dos países que han sido extraordinariamente críticos en el pasado con Venezuela, Cuba, la Argentina peronista de Cristina Kirchner y Nicaragua.
Conviene leer el artículo que el periodista John Müller ha escrito en la revista Inversión y que ha titulado El estado de anomia se apodera del planeta. En él, Muller cita a Felipe González cuando el expresidente del Gobierno dice que que el principal problema que afecta al orden mundial es la anomia, la falta generalizada de reglas o de respeto a esas reglas cuando existen.
El analista Lawrence Lamonica ha explicado en un hilo de Twitter excepcionalmente interesante por qué la teoría de la conspiración cubano-chavista-peronista, que con probabilidad es parcialmente cierta, debe complementarse girando la vista hacia la Rusia de Vladimir Putin.
Pero si alguien puede explicar mejor que nadie qué tienen en común las protestas chilena y catalana, pero también la francesa e incluso el auge de los populismos y la creciente violencia de la extrema izquierda en todo el mundo, ese es Yuri Bezmenov. El periodista y espía de la KGB que en los años setenta desertó de la Unión Soviética y recibió asilo en Canadá, desde donde se dedicó a sacar a la luz las muy exitosas operaciones de subversión ideológica de la KGB.
Operaciones que continúan hoy en día, desde la Rusia de Putin, aunque con armas del siglo XXI. Las noticias falsas, la desinformación, la desmoralización, el socavamiento del libre mercado, la propaganda destructiva, el fomento del nihilismo y, sobre todo, el aplastamiento del instinto de autodefensa, tan dependiente del sentido común.
Ha ocurrido tanto en Cataluña como en Chile como en Francia, y ha seguido una progresión muy definida:
1. Desmoralización: Con una duración de quince a veinte años, busca educar a una generación entera de estudiantes en el desprecio de los datos. El resultado es una generación de jóvenes desmoralizados, ciegos de ideología e inmunes a la razón.
2. Desestabilización: Durante un periodo de cuatro o cinco años, busca generar inestabilidad en el sector de la economía, la defensa y la política exterior gracias a una generación de adoctrinados que odian la democracia y que empiezan a ocupar posiciones de poder.
3. Crisis: Con una duración de seis semanas, busca provocar la quiebra del sistema democrático, incapaz de defenderse a sí misma por unos reparos morales de los que sus atacantes carecen. Es la fase en la que está Chile y en la que buscan entrar los líderes separatistas catalanes.
4. Normalización: Es un termino soviético. Consiste en la implantación de un régimen totalitario, aunque aparentemente democrático, del que ya no hay marcha atrás.