Felipe VI comenzó ayer martes una mareante ronda de consultas, un carrusel de 18 audiencias con los líderes de los partidos con representación parlamentaria, antes de decidir si propone a un candidato a la investidura como presidente del Gobierno. Del tiovivo ceremonial se han apeado Esquerra Republicana, Bildu, la CUP y el Bloque Nacionalista Gallego, lo que no deja de ser toda una muestra de desafección institucional, muy importante en este caso, ya que la abstención de alguno de estos partidos es imprescindible para que Pedro Sánchez pueda salir finalmente elegido por el Congreso de los Diputados.
Este papel fundamental que juega el jefe del Estado en la investidura de un presidente del Gobierno por un parlamento recién salido de las urnas, trámite esencial dentro de nuestro sistema constitucional, ha quedado completamente desvirtuado al anticipar la semana pasada desde Moncloa que la decisión ya estaba adoptada y que hoy miércoles el Rey comunicará a la presidenta de las Cortes que su candidato es Pedro Sánchez.
Reflexionaba Baltasar Gracián a mediados del siglo XVII en su libro Oráculo manual y arte de prudencia que “la queja siempre trae descrédito”. Este juicio negativo sobre la utilización humana del lamento, por parte del jesuita de los sabios consejos morales, ha llegado hasta nuestros días bajo expresiones conocidas como “el que se queja se desacredita” o “mal se queja el que se deja”. Algo de lo anterior estaría sucediendo en relación al supuesto malestar existente en la Casa Real, especialmente en Felipe VI, respecto a las formas y al fondo de cómo Sánchez está gestionando su nueva investidura.
Primero fue la exclusiva de Miguel Ángel Mellado, en estas mismas páginas, donde detallaba el disgusto de Felipe de Borbón al recibir la llamada telefónica del presidente en funciones, minutos antes de subirse al avión en su viaje oficial a Cuba. En ella le anunciaba su decisión de desbloquear la crisis política pactando un Gobierno de coalición con la extrema izquierda, más los apoyos necesarios de la abstención de separatistas vascos y catalanes. Aquel adelanto al monarca tuvo su rúbrica pública en el ya conocido como “abrazo del insomnio”, por el cual Pedro Sánchez (PSOE) y Pablo Iglesias (Unidas Podemos) se conjuraron a formalizar un Gobierno de izquierdas en lo social, progresista en lo político y nacionalista en lo territorial.
Sánchez ha actuado como si el jefe del Estado no existiera o no tuviera arte ni parte en la designación del candidato
Durante los últimos días, han sido continúas las informaciones que, siguiendo la estela marcada por EL ESPAÑOL, insisten en la existencia de “recelos en el palacio de La Zarzuela” respecto a las negociaciones del PSOE con Podemos y Esquerra Republicana de Cataluña.
Son lógicas las desconfianzas generadas ante un panorama de cesiones e inestabilidad política como el que aparece en nuestro horizonte. Y es natural que Felipe VI esté disgustado por la manera acelerada de actuar de Sánchez, quien no ha respetado ni las formas mínimas de cortesía, ni el procedimiento establecido en el artículo 99 de nuestra Constitución: esperar a que se realicen las audiencias y el rey proponga formalmente a la presidenta de las Cortes el nombre del candidato con más posibilidades de ser investido, antes de dar por hecho decisiones que no le corresponden a él.
Todo lo anterior ha saltado por los aires: el secretario general del PSOE ha actuado (y sigue procediendo) como si el jefe del Estado no existiera o, peor aún, como si la figura de Felipe VI no tuviera arte ni parte en la decisión política de designar al candidato que debe presentarse a la investidura.
Aunque en este desaguisado alguna responsabilidad ha tenido también el Monarca, al dejarse avasallar sin defender sus funciones constitucionales. Desde su llegada al trono, Felipe VI ha decidido que su papel institucional, en la tramitación de una investidura, se debe limitar a ejercer de mero buzón de recogida y salida de las propuestas que le hagan llegar los representantes de los partidos políticos. Sus asesores en la Zarzuela no dejan de insistir en ello, haciendo saber a todos aquellos que preguntan por esta cuestión, que las funciones que la Constitución otorga al monarca en su artículo 56 (las de ser árbitro y moderador en el “funcionamiento regular de las instituciones”) no tienen nada que ver, ni están relacionadas con las competencias establecidas para la tramitación de una investidura del artículo 99. Grave error político, desde el punto de vista constitucional, de quienes se consideran monárquicos y afirman defender los intereses de esta institución.
Felipe VI podría romper con la dinámica fatal de la “monarquía de partidos” sin salirse de su papel constitucional
Esta posición del Rey respecto a preservar su papel pasivo ante una investidura de Gobierno no es nueva. Fue la actitud institucional activada al no implicar a la Corona en los dos bloqueos políticos que padecimos durante 2016. Y también fue la que se ejercitó a partir del 26 de julio pasado, después de perder la investidura el candidato socialista. Inacción que continuó hasta finales de septiembre (con el paréntesis del famoso posado veraniego en Marivent, cuando un Felipe de Borbón con la guardia baja, reconoció que era mejor formar un Gobierno que repetir elecciones) aunque luego no hiciera absolutamente nada por conseguir esta preferencia y evitar la vuelta a las urnas. Ni siquiera cumplió con lo establecido en la Constitución de “tramitar sucesivas propuestas” de candidatos a la Presidencia del Gobierno, una vez fracasada la primera investidura, tal como determina el punto 4 del mencionado artículo 99.
En un sistema político como el del 78, donde a los españoles se nos ha hurtado la libertad política de elegir directamente al poder Ejecutivo, el rey sí juega un papel fundamental en esta decisión. Puede hacer dos cosas: o ser cómplice (más por omisión que por acción) en las prácticas de la partitocracia de decidir mediante pactos ajenos a la ciudadanía (incluso al Parlamento) la elección del Gobierno; o puede jugar un papel activo y propiciar soluciones parlamentarias que vayan a favor de los intereses de España como nación y de la mayoría salida de las urnas.
Felipe VI podría romper con la dinámica fatal de la “monarquía de partidos” heredada de su padre sin salirse de su papel constitucional. Aunque no crea en ello, su posición en la tramitación de una investidura es la de “un actor privilegiado”. Nunca la de un “figurante pasivo secundario”. Es lógico que cuando las mayorías parlamentarias están claras su papel quede reducido a un mero acto “casi protocolario”, pero cuando los pactos y los acuerdos no están cerrados, e incluso algunos de los que van a pactar ni siquiera tienen la decencia de comunicarle directamente su decisión, la actuación del rey puede ser clave en propiciar, o no, un desbloqueo político atendiendo a los intereses nacionales y también a los de la institución que representa (que también existen aunque no los quiera reconocer).
El jefe del Estado en nuestro sistema constitucional no es únicamente un símbolo. La propuesta de un candidato es una decisión trascendental para nuestro futuro. Presentar un candidato que únicamente puede salir elegido con la abstención favorable de un partido que quiere cargarse la unidad de España y la Corona no es lo más favorable para conseguir “el funcionamiento regular de las instituciones”. Más bien, todo lo contrario. Si en la Zarzuela no son capaces de vislumbrar esta cuestión, puede que hayan dejado de ser una solución y convertirse en parte del problema.
*** Javier Castro-Villacañas es abogado y periodista. Autor del libro 'El fracaso de la monarquía' (Planeta, 2013).