En una Monarquía parlamentaria el Rey no tiene voz ni opinión política. En la Monarquía de partidos del régimen del 78 sí. Por ejemplo, en el Reino Unido los discursos de la Reina los escribe el Gobierno y transmiten inequívocamente la posición política del Ejecutivo. Sin embargo, en la España constitucional de Felipe VI (ocurría igual durante el reinado de su padre) los discursos de la Corona (sobre todo los más importantes –principalmente el de Navidad–) se escriben a la manera de una partida de ping-pong: los borradores vienen y van desde el palacio de la Zarzuela a la Moncloa, teniendo la última decisión (no podía ser menos) el Gobierno de la nación. Lo anterior no quita que el Monarca consiga plasmar sus inquietudes e intereses en el texto definitivo, eso sí, siempre pasados por el colador de los censores de la Moncloa.
Es por ello que, desde sus orígenes, en el régimen del 78 pervivan los llamados metafóricamente kremlinólogos (término surgido durante la época de poderío de la Unión Soviética que hacía alusión al Kremlin de Moscú –sede oficial del gobierno soviético–): teniendo por tales a los expertos que son capaces de interpretar los signos externos y mensajes ocultos tanto de la escenografía como del contenido de la alocución navideña del jefe del Estado.
Dichos analistas consiguen interpretar desde la presentación del Monarca (traje, corbata y locación), hasta las fotografías que aparecen detrás de él, los libros de su estantería, las figuras del Nacimiento o el árbol de Navidad. Pero, ante todo, son capaces de leer entre líneas lo que nos ha querido transmitir en realidad el Rey.
Lo anterior, que puede sonar a broma, es tan real como la vida misma (solo hace falta leer los digitales del día de Navidad y escuchar las diferentes valoraciones que realizan los representantes de las formaciones políticas ante las palabras del Monarca). Y lo es así, porque en nuestro régimen la figura e importancia del Rey es esencial y juega un papel superior al que le atribuyen estrictamente los artículos del texto constitucional.
En nuestro régimen el Rey juega un papel superior al que le atribuyen los artículos del texto constitucional
Esta relevancia del Monarca no es nueva ni tampoco debería sorprender a nadie. Estuvo en el impulso inicial de creación de nuestro régimen, se ha mantenido durante su desarrollo y se manifestó de manera definitoria en sus situaciones de crisis: el 23-F de 1981 y el 3-O de 2017. En ambas ocasiones, como teorizó en su momento el politólogo Carl Schmitt, el soberano (en términos políticos) es quien toma la decisión de la excepcionalidad. En 1981, ordenando Juan Carlos I a todos los mandos militares que no se salieran del marco constitucional, y, en 2017, Felipe VI realizando un llamamiento expreso a todos los poderes del Estado para que pusieran fin a la deslealtad separatista.
En política los vacios de poder no existen. Y las crisis requieren de solución. De ahí que el soberano permanezca invariablemente a la espera. Presente continuamente, más o menos oculto. En palabras de Schmitt “siempre emerge en situaciones de excepción”.
La ausencia o abandono de un soberano siempre es sustituida por la presencia y la toma de poder de otro. De ahí la importancia de las palabras exactas utilizadas por Felipe VI en su mensaje de este martes respecto a su papel como símbolo y garante de la unidad nacional, cuando estamos a las puertas de la formación de un Ejecutivo (facilitado por él, al designar a Pedro Sánchez como candidato a la Presidencia del Gobierno) apoyado por partidos separatistas y donde aparecerán, por primera vez, vicepresidentes y ministros abiertamente antimonárquicos. En su alocución, él mismo reconoció “el deterioro de la confianza de muchos ciudadanos en las instituciones” y “desde luego Cataluña” como las “serias preocupaciones que tenemos en España”.
Respecto a lo primero, sorprende el intento reiterado del Monarca de situarse fuera de la responsabilidad institucional en relación a la crisis de gobernabilidad que afecta a nuestro sistema desde su llegada al trono. Cuatro elecciones generales a partir de 2014 y ocho rondas de consulta con un resultado, como queda patente, más que malogrado en relación a la estabilidad y la terminación de una legislatura, deberían hacer reflexionar al Rey respecto a su papel constitucional en relación a las crisis de investidura. Sobre todo porque, si nadie lo remedia, éstas se irán incrementando con el paso del tiempo. Y, como ha sucedido en otros países con regímenes de partido y representación proporcional parecidos al nuestro, a la larga la crisis afectará a todas las instituciones del Estado.
Por ello llama la atención ese lavarse las manos en el discurso al afirmar que “corresponde al Congreso, de acuerdo con nuestra Constitución, tomar la decisión que considere más conveniente para el interés general de todos los españoles” respecto a que se “otorgue o deniegue su confianza al candidato propuesto para la Presidencia del Gobierno”. ¿Acaso él no tuvo en cuenta el interés general de todos los españoles cuando designó en una ronda de consultas exprés a Pedro Sánchez para este trámite? ¿No es consciente el Rey de que a los españoles se nos ha hurtado la libertad política para elegir directamente al Ejecutivo, entre otras justificaciones, para preservar las funciones del jefe del Estado en una Monarquía de partidos? ¿Alguien le explicará a Felipe VI que su papel político, en la proposición de un candidato, no puede ser meramente automática y estrictamente protocolaria de conformidad con lo establecido en los artículos 56 y 99 de nuestra Constitución? Él, como jefe del Estado, puede y sobre todo debe velar por el interés general de todos los españoles manifestado mayoritariamente en las urnas.
Lo más alucinante es que siga siendo la derecha política la que más haya aplaudido las palabras del Rey
En su discurso invocó reiteradamente los valores y ejemplos dados por la sociedad española, algo interpretado por muchos como un “tirón de orejas” o “pellizco de monja” a la clase política. Sin embargo, por mucho que alabe a la sociedad civil, Felipe VI y la Monarquía pertenecen, personal e institucionalmente, a la sociedad política: al poder. Y es dentro del sistema de poder del 78 donde se le van a exigir responsabilidades.
Por eso llaman la atención y son alarmantemente preocupantes, las alusiones finales de su discurso a la idea de que España “no puede quedarse inmóvil, ni ir por detrás de los acontecimientos. Tiene que seguir recorriendo su camino, sin encerrarse en sí misma como en otras épocas del pasado y levantando la mirada (sic) para no perder el paso ante los grandes cambios científicos y educativos que señalan el futuro”.
Todo da a entender que esta parte fue escrita cuando la pelota de ping-pong estaba en el palacio de la Moncloa: en una Constitución abierta como la de 1978, donde los cambios institucionales se van a realizar mediante mutaciones legales dentro del marco constitucional, es preocupante que desde la Jefatura del Estado no se sea consciente de esta situación o, lo que sería más preocupante, se preste a ser cómplice de alguna de estas propuestas.
En definitiva, no hace falta ser un especialista en teoría política para calificar como decepcionante el discurso de Felipe VI la pasada Nochebuena. Tanto el tono, la forma como el fondo no conectaron con las preocupaciones que afectan a la mayoría de los españoles. Se volvieron a utilizar las palabras mágicas de “concordia”, “entendimiento” e “integrar nuestras diferencias” con el resultado ya sabido de no contentar a los eternos descontentos: aquellos que precisamente hacen todo lo posible por crear discordia, enfrentamientos y marcar la diferencia y desigualdad entre todos los españoles.
Lo más alucinante de toda esta descorazonadora situación política es que siga siendo la derecha política la que más haya aplaudido las palabras del Rey, cuando lo que anuncia su discurso es más de lo mismo de aquello que hemos padecido durante los últimos 40 años: falta de libertad política y de democracia y eso sí, más izquierda, más nacionalismo y, por ahora, más Monarquía.
*** Javier Castro-Villacañas es abogado y periodista. Autor del libro 'El fracaso de la Monarquía' (Planeta, 2013).