Uno no sabe cómo duerme Pedro Sánchez. Si a pierna suelta o en estado de alarma. Ni siquiera, si lo hizo solo mientras su señora convalecía de coronavirus. Porque aunque se le pueda preguntar, las respuestas de un político suelen estar más cerca de lo que él crea que le conviene contestar que del hecho cierto. Lo que sí se puede asegurar es que ese colchón que renovó al llegar a la Moncloa sale hoy de la garantía legal de dos años que en España tiene todo bien de consumo.
Si es que cambió el colchón, claro, que sobre eso también hubo especulaciones.
Esa anécdota de alcoba cortaba la cinta de las curiosidades en aquel libro, Manual de resistencia (Península, 2019), con el que el mismo Sánchez también inauguraba una tradición que quizá no venga para quedarse, la de presidentes en ejercicio que firman un contrato remunerado con una editorial. Porque, visto el remolino que le siguió, parece más posible que este presidente apruebe algún día una ley de Presupuestos a que otro que lo suceda se meta en ese mismo berenjenal editorial.
Pero si algo reivindicaba (y demostraba) aquella publicación era la audacia de su autor. O de su firmante. Lo hacía en todas las letras de sus 340 páginas y por el mero hecho de que posara para la posteridad quien aún no había cumplido un año en el poder... de hecho, quien acababa de fracasar a lo grande en la labor, como el primer jefe de Gobierno que llamaba a las urnas antes de haber sido capaz de sacar un solo proyecto de ley de cuentas públicas.
Pedro Sánchez llega a su segundo aniversario desfondado, sin socios y con alguna institución de uniformados en rebeldía, tanto que sólo la sujeta la obediencia debida. Pero si de algo sabe el presidente es de cómo exprimirle el zumo dulce a la hiel. De todas las adversidades ha vuelto y nunca lo ha hecho más débil, hasta ahora.
No pilló puesto en el Congreso, alguien dimitió y cogió escaño; otra vez se quedó fuera, y los hados se confabularon de nuevo en su favor; ¿que nadie conoce mucho al candidato guapo? Pues pasa que a los otros dos que quieren mandar en el PSOE les falta carisma; si el liderazgo dura poco, se culpa al establishment, coges la carretera, la manta y el Peugeot y te recompones visitando casas del pueblo... y si un tío con coleta hace que tu partido encadene los dos peores resultados electorales de sus 140 años de honradez, pasa que una sentencia sobre la corrupción de Aznar impele a tu rival morado a servirte en bandeja la cabeza de Rajoy.
Patadas a los socios
En realidad, Pedro Sánchez se plantó en Moncloa, traje nuevo, corte a navaja y colchón desprecintado, sin haber dado una patada a un bote en política. El líder socialista atornilló los goznes de su gloria el día que, apretando los dientes, dijo su último "no es no", se levantó y se fue de Ferraz con rueda de prensa incluida. Era 2016. Aquel gesto de dignidad llenó el depósito de su credibilidad y ha ido tirando de ella, entre rectificaciones y cambios de criterio, hasta hoy.
Porque ya la semana pasada hasta su socio más pragmático y principal en el Congreso le advirtió de que "se agotaba incluso la reserva". El PNV ha sido el último de los andamiajes sobre los que erige su pedestal a quien el presidente ha dado una patada en la espinilla. Y ahora, en "la mayor crisis de los últimos 100 años", el gobernante con la base parlamentaria más exigua desde que hay democracia en España se ve sin aliados de los que echar mano. Porque ninguno se fía.
El pacto con Bildu para rascar unas abstenciones que, finalmente, no eran necesarias no sólo se hizo a escondidas de los del lehendakari, sino que en cuanto se dio a conocer, fuentes del Gobierno no hacían ascos a explicar que la receta con la que se había elaborado incluía como ingrediente principal una pizca de "que el PNV no se crea imprescindible, que tras las elecciones vascas se puede montar un tripartito PSOE-Bildu-Podemos".
Algo parecido había explicado unos meses atrás a este periódico Gabriel Rufián, en una caminata de pasos cortos con la que tomaba el aire en el patio del Congreso: "A nosotros, en la moción de censura, nos engañaron como a chinos, prometieron mucho y les llevamos a la Moncloa; pero luego ni se sentaron a hablar", lamentaba el líder independentista de ERC. "No nos volverá a pasar".
Y es que los republicanos también tienen sus cicatrices con el presidente. Tanto que le dejaron dos veces en la estacada en las últimas prórrogas de la alarma, a pesar de las promesas de que volvería la mesa de negociación España-Cataluña. Hasta que han arrancado miles de millones europeos y del Ingreso Mínimo Vital a cambio, sólo, de abstenerse en la sexta y "última".
El abrazo del oso
A Sánchez hoy no le queda más que ese chico de la coleta, Pablo Iglesias, el vicepresidente que no le iba a dejar dormir, ni a él "ni al 95% de los españoles". Con el que ahora se abraza y al que tiene más contento en cada despertar de lo que el mismo líder de Podemos pudo soñar cuando, en 48 horas, al presidente se le pasó el insomnio.
La frase del insomnio entrecomillado de ahí arriba la había pronunciado el candidato y presidente en funciones el 19 de septiembre, recién pasado el plazo para una segunda votación de investidura a la que nunca se presentó. Sus asesores monclovitas le habían convencido de que mareara cinco meses y de despotricar del secretario general de Podemos por "no creer en la democracia", de los nacionalistas "por haber jugado a una quimera y haber puesto en riesgo el futuro de España", y de "las tres derechas por haberse subido al monte". Que eso lo colocaba en el centro.
Y ya se sabe que las elecciones aquí se ganan en el centro.
La bofetada de la noche del 10-N sigue resonando. El PSOE no subió de 123 a 150 escaños, como le auguraban sus gurús. Sino que cayó a 120 diputados, como también lo hizo Unidas Podemos, su rival por la izquierda, de 42 a 35. Ambos comprendieron una cosa, que debían asociarse (y rápido) para amortiguar el golpe. Pero Iglesias, de mirada más larga, tenía un plan, que hoy aplica sin perder de vista el objetivo.
El vicepresidente ofrece la muleta a un presidente cojo de apoyos mientras vocea sus proclamas: "¡Golpistas!", "¡Prohíbase el despido!", "¡Exprópiese la empresa que quiera cerrar!"... Y le presta su sabiduría dialéctica para hacer de paraguas frente a los errores, incongruencias y rectificaciones de la gestión de la crisis mientras se cobra el favor en acelerones al plan de gobierno que, a veces, de tanto correr, llegan al derrape: "Hágase un impuesto a los ricos", "Y una renta mínima temporal", "Deróguese íntegra la reforma laboral", "Y fírmese con Bildu".
La prueba del algodón
Lo del papel sellado junto a los herederos de Batasuna, brazo político de ETA, ha coincidido con las presiones (o sea, órdenes presuntamente ilegales) a un coronel cuya dignidad le ha costado la destitución, un consiguiente desmantelamiento de la cúpula de la Guardia Civil, los cantos de sirena a su desmilitarización y unos salvoconductos bajo mano a las familias de terroristas presos cuando el resto de españoles estaban confinados.
El ministro de la cosa, el exjuez Marlaska tornado en torpe vocero de la omnisciencia presidencial -"no hay nada de lo que arrepentirse en la gestión del coronavirus"-, fue el que amparó la orden al servicio de Información del cuerpo que vigilaran las redes para "minimizar el ambiente de crítica contra el Gobierno".
La benemérita directora general, María Gámez, no sólo participó de esas presiones y descabezamiento de De los Cobos, la dimisión de Ceña y el dominó de caídas en la cúpula de la Guardia Civil, también prohibió por orden interna considerar el contagio de Covid-19 como accidente laboral a sus agentes. Como colofón, el antaño prestigioso magistrado antiterrorista se confiesa ahora "cada vez más incómodo con las preguntas constantes de las víctimas".
Así, mientras le guardan la casa, Iglesias logra avances en su vuelta de calcetín al concepto de "Todo por la patria". En lugar de una desgracia, es un mérito que casi seis millones de personas cobrando del Estado subvenciones, prestaciones, subsidios o ERTEs... a las que se unen ahora otras 850.000 por obra y gracia del Ingreso Mínimo Vital (IMV).
Y si decía Iglesias al presentarlo este domingo que el IMV era "el mayor avance en derechos sociales desde la Ley de Dependencia de 2006", la grandilocuente sentencia lograba ocultar que sólo 24 horas antes había admitido ante la Comisión de Reconstrucción que a la ley estrella de Rodríguez Zapatero le faltan 5.000 millones de euros desde entonces para que su despliegue sea real.
La carrera de gasto es tan insoportable que puede convertir el decreto del IMV -cuando se publique, que ésa es otra- en el mismo papel mojado que la Dependencia: pocos podrán votarla en contra, pero nadie la podrá implantar. Una bandera bonita, pero sin viento para ondearla.
Así, los 140.000 millones de euros prometidos (por fin) por Europa se convertirán en la prueba del algodón para Sánchez y el plan de su socio: antes de que lleguen, Bruselas querrá una ley de Presupuestos vigente. Y no una cualquiera. Porque después de que lleguen los dineros, los libradores europeos de esos fondos vigilarán en qué y cómo se gastan.
Quizás ése será el día en el que el presidente se vaya a dormir del todo en soledad: el de la coleta no querrá para él las tijeras de la troika. ¿Cómo se levantará? Si algo hace bien el audaz Sánchez, ya lo decíamos, es sobrevivir incluso con el depósito en la reserva.