Aunque todavía es un anteproyecto de ley y su aprobación no está prevista hasta mediados de 2021, el separatismo catalán ya ha empezado a aplicar su propia ley de memoria histórica. Una memoria histórica sin pretensión alguna de verosimilitud y en la que se acumulan cada vez más mentiras porque su objetivo no es comprender el pasado sino justificar el programa político de los partidos nacionalistas.
Es decir, el de la construcción de una república catalana independiente.
El último episodio en la construcción de esa memoria histórica falsa tuvo lugar hace unos días, en el Congreso de los Diputados, cuando la diputada de JxCAT Laura Borràs aludió durante una de sus intervenciones a "los 2.850 represaliados" por el Estado español.
La sorpresa fue general a pesar de la apatía con la que suele recibirse entre el constitucionalismo la habitual contabilidad creativa del nacionalismo. ¿De dónde salía la cifra de 2.850 represaliados? No por casualidad, en su discurso de despedida tras ser inhabilitado, Quim Torra también aludió a ella.
Como ha ocurrido ya en anteriores ocasiones, la cifra de 2.850 represaliados sale del propio separatismo. Concretamente, de la asociación civil nacionalista Òmnium Cultural, que considera como represaliados a todos aquellos ciudadanos catalanes que han sido encausados por los tribunales por su conexión de uno u otro tipo con el procés, pero también a los que resultaron heridos durante el referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017 e incluso a los prófugos de la Justicia como Carles Puigdemont.
En diciembre de 2019, cuando el monto de represaliados todavía andaba por los 2.509, Òmnium desglosó la cifra.
En ella, Òmnium incluía a 9 "exiliados", 12 condenados en el juicio del procés, 12 casos de prisión preventiva, 18 docentes investigados por la Justicia, 18 personas investigadas por clonar webs ilegales, 40 altos cargos investigados, 292 detenidos, 712 alcaldes investigados y 1.396 heridos.
"No tenemos otros niveles comparativos que no sean durante la dictadura", dijo el vicepresidente y portavoz de Òmnium Marcel Mauri durante la presentación de los datos. Mauri estaba comparando así a los líderes y los ejecutores de un golpe contra el orden constitucional con las víctimas de la dictadura franquista.
"El contador de la represión no se para", añadió luego el portavoz de Òmnium, antes de exigir que "termine la represión del Estado contra la disidencia".
Prófugos y delincuentes
Los 2.850 de Borràs, en definitiva, no son ni represaliados ni víctimas de ninguna fantasmal represión. Son prófugos de la Justicia, delincuentes condenados por los tribunales y funcionarios y altos cargos de la Generalidad o de otras administraciones catalanas investigados por su participación en el procés.
En cuanto a los heridos, se trata de una cifra tergiversada que mezcla tanto a los radicales que se han enfrentado a la policía durante las protestas violentas de los tres últimos años en Cataluña como a los fantasmales mil heridos del 1 de octubre de 2017.
De esos 1.000 heridos del 1-O, y como explicaba el escrito de la Fiscalía presentado ante el Tribunal Supremo durante el juicio del procés, sólo existe constancia documental confirmada de cuatro de ellos. "En un elevado porcentaje de casos, la atención médica que recibieron [esos supuestos 1.000 heridos] fue exclusivamente como consecuencia de mareos y crisis de ansiedad, y no de lesiones causadas por los funcionarios policiales" decía dicho escrito.
Mentiras en el Congreso
Nada de ello impedirá sin embargo que la mentira de Laura Borràs quede escrita negra sobre blanco en el Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados. Lo hará junto a otras muchas mentiras que el nacionalismo catalán ha difundido a lo largo de los últimos años.
Mentiras que han calado poco a poco en el imaginario colectivo catalán, pero también en el del resto de España, y cuya relevancia debe medirse no en función del número de ciudadanos convencidos de su veracidad, sino de su éxito a la hora de consolidar el relato de una comunidad oprimida por el Estado y que debe ser compensada una y otra vez por medio de cesiones económicas y políticas de todo tipo.
Cesiones que suelen acabar materializándose en la práctica. Por la necesidad de los votos del nacionalismo en el Congreso de los Diputados para la conformación de mayorías tanto del PP como del PSOE.
Pero también por la idea, jamás confirmada en la práctica, de que dichas cesiones contribuirán aplacando el malestar, desde el punto de vista del Gobierno quizá exagerado pero parcialmente justificado, del nacionalismo.
Lengua propia
La mentira fundacional del nacionalismo es, por supuesto, la que habla de una supuesta lengua propia de Cataluña. Un concepto que no existe en ninguna democracia moderna y que atribuye una conexión orgánica, primitiva, casi metafísica, entre una región y una de las lenguas que se hablan en ese territorio en un momento histórico determinado.
En realidad, las lenguas propias no existen. ¿Cuál era la lengua propia de la región hoy conocida como Cataluña durante los siglos del imperio romano? Evidentemente, no el catalán. Lo que sí existen son las lenguas más habladas. Y esa, en Cataluña, lleva siglos siéndolo el español. Lo es, desde luego, en 2020.
Lo dicen las propias estadísticas de la Generalidad, que distinguen entre lengua materna, lengua percibida como propia y lengua de uso habitual. En el primero de esos parámetros, el español supera al catalán en 21,2 puntos. En el segundo, en 10,3. En el tercero, en 12,5. El catalán, en fin, es sólo la lengua de aproximadamente el 30% de los catalanes. El español, del 50% de los catalanes.
La lengua propia, en definitiva, no existe. Pero de existir, y caso de ser determinada de acuerdo a datos objetivos como el del número de hablantes, esa lengua propia de Cataluña sería el español.
Mentiras políticas e históricas
Más allá de la mentira fundacional de la lengua, de la que se derivan todas las demás en el terreno de lo cultural y sin la cual la hipotética personalidad propia catalana se queda en poco más que folclore regional, encontramos las mentiras históricas y políticas.
Son mentiras como la de la supuesta Guerra de Secesión de 1714, en realidad un episodio, no especialmente relevante, de la Guerra de Sucesión española que se desarrolló entre 1701 y 1713 y que tuvo como consecuencia la instauración de la Casa de Borbón en el trono de España.
De esa mentira, también clave en el imaginario del nacionalismo catalán, se derivan tergiversaciones históricas como esa que habla de la existencia de 131 presidentes de la Generalidad. Tergiversación que convierte en antecesores de los presidentes contemporáneos a los presidentes de la Diputación del General, una institución medieval cuya semejanza con un gobierno moderno es nula.
De hecho, ni siquiera el propio nacionalismo tiene un criterio claro acerca de a quién considerar presidente medieval de la Generalidad. El criterio oficial, 100% arbitrario, tiende a considerar como presidente al miembro de la Diputación del General de mayor rango, que normalmente era el perteneciente al sector eclesial. Y de ahí la cifra de 131 presidentes.
La realidad es que la Generalidad en su sentido moderno nace en 1978, con la Constitución, y que esta la que le confiere su legitimidad política y jurídica. La relación de la Generalidad moderna con la ciclotímica Generalidad de la República se reduce, además, al nombre.
[La Generalidad de 1931 nació durante la Segunda República con atribuciones poco más que simbólicas. El golpe de Estado de Lluís Companys contra esa misma Segunda República, en 1934, provocó su suspensión. El Frente Popular la restauró en 1936, concesión que fue aprovechada por Companys para traicionar de nuevo al bando republicano en plena Guerra Civil. Fue disuelta otra vez en 1939, tras la victoria franquista].
Sólo seis presidentes
Y de ahí que Quim Torra sea sólo el sexto presidente de la Generalidad tras Jordi Pujol, Pasqual Maragall, José Montilla, Artur Mas y Carles Puigdemont, y no el 131.
El hecho de que tres de esos presidentes hayan sido condenados por la Justicia y un cuarto haya huído de ella explica en muy buena parte por qué el nacionalismo dedica tanto esfuerzo a la creación de un pasado histórico imaginario que justifique sus delitos del presente.
Las mentiras son, en definitiva, el verdadero oxígeno del ecosistema nacionalista. Miente el nacionalismo cuando cuenta manifestantes propios, multiplicándolos por 3, por 4 o por 10. Miente también cuando cuenta los ajenos, diviéndolos por esas mismas cifras.
Miente cuando habla del apoyo ciudadano a sus tesis. Como ese hipotético 80% de catalanes que supuestamente apoya la celebración de un referéndum de independencia, y que no ha existido jamás. Mintió también cuando contó votantes el 1-0.
Miente cuando habla de violencia policial –y sólo hay que recordar aquí el caso de Marta 'Dedos Rotos' Torrecillas o el de las docenas de fotos manipuladas con heridos falsos que corrieron por las redes el 1-O– y miente cuando niega la violencia de sus radicales.
Miente cuando habla de la inexistencia de familias que reclamen educación en español para sus hijos en Cataluña. Miente cuando habla de déficit fiscal o del supuesto maltrato del Estado español mientras niega, por ejemplo, que los ciudadanos de Cuenca tengan derecho a una sencilla estación de AVE.
Y sobre esas mentiras, construye su futura república catalana.