El trágico desfile por la República en otro 14 de abril: cuando los extremos desbordan la democracia
14-4-1936: el desfile por el aniversario de la República se convirtió en una sangrienta victoria de los extremos: decenas de heridos y dos muertos.
11 abril, 2021 03:19Noticias relacionadas
Hoy llueve. Igual que hace 85 años. En el mismo lugar. Junto al mismo portal. Hoy, la polarización amenaza con inundar la calle. Entonces, la polarización -aunque no se utilizara la dichosa palabra- desbordó la democracia. Tanto como para que, al día siguiente, los diarios de un lado hablaran de “lluvia torrencial” y los del otro, de “lluvia no copiosa”. Era 14 de abril de 1936.
De este cumpleaños poco se escribe. Y es lógico: quedó emparedado entre la proclamación de la República y el estallido de la Guerra Civil. Pero lo que ocurrió aquel martes en el Paseo de la Castellana, a orillas de la Plaza de Colón, tiene una relación mucho más estrecha con la crispación que ahoga el presente.
Radicales de izquierdas y de derechas -todos en nombre de la “libertad”- convirtieron el quinto aniversario del régimen tricolor en un desfile sangriento. En una multitud acosada por los tiroteos, las manifestaciones armadas y las batallas campales con las fuerzas del orden público.
Sucedió aquí, en este tramo de la avenida más característica de la capital, al decir de González Ruano, los “Campos Elíseos” de Madrid. Castellana con calle Ayala; Castellana con calle Fernando el Santo. Esta fue la dirección de las tribunas presidenciales. Acudieron el Gobierno en su totalidad -con la excepción de dos ministros que se encontraban fuera de la ciudad-, el presidente de la República y una nutridísima representación del Ejército y la Guardia Civil.
Valle-Inclán publicaba, por entregas, El trueno dorado. Crecía la tensión entre Italia y Gran Bretaña. Toreaban en Barcelona Marcial, Armillita y Rafaellillo. Marañón, Ortega y Unamuno, que tanto habían llamado a la República, guardaban un “silencio impenetrable”.
El relato que sigue se construye a partir de las crónicas de varios diarios -El Socialista, ABC, El Sol, Ahora, La Vanguardia y Claridad- y del capítulo que escribe el profesor Sergio Vaquero en Vidas truncadas, historias de violencia en la España de 1936 (Galaxia Gutenberg, 2021), un libro coordinado por Manuel Álvarez Tardío y Fernando del Rey.
El desfile
Volvamos a la lluvia. Un camión verde chillón ha aparcado justo donde se colocó el altar que acogió a los líderes republicanos. Es un camión que ofrece la “destrucción de documentos”. Así que, no hay más remedio que esperar a que avance para poder proyectar el 14 de abril de 1936 en ese cinematógrafo de la memoria del que hablaba Manuel Machado.
Este trozo de Madrid, con permiso de los arqueólogos, guarda un gran parecido con el de la época. Los edificios y sus portales, aunque reconstruidos, conservan las formas de antaño. Por eso es posible, ahora sí -gracias, camión-, ubicar con exactitud la tribuna principal. A su izquierda, un edificio de despachos de abogados; a su derecha, la casa que hoy aloja las embajadas de Finlandia, Corea del Sur y Qatar.
Ahí está Azaña, el presidente del Gobierno. Don Manuel, con los puños cerrados y apoyados en la repisa de la improvisada infraestructura. Con su camisa blanca de cuello blando y su abrigo oscuro. Saluda al presidente interino de la República, Diego Martínez Barrio, que acaba de sustituir al defenestrado Niceto Alcalá Zamora, víctima de una maniobra de las izquierdas… de dudoso rigor parlamentario.
En otra foto, ambos miran hacia arriba. Se topan con lo que hoy se llama -y entonces no-, la “España de los balcones”: iluminaciones, colgaduras, banderas nacionales. Pese a ser martes, muchos establecimientos están cerrados, como si a alguien le hubiera dado por celebrar elecciones entre semana. Aquel 14 de abril, habían pasado un par de meses desde las últimas, en las cuales se había impuesto el Frente Popular.
Aunque a los autoproclamados republicanos de hoy les parezca inaudito, Martínez Barrio, el presidente, ha tardado un poco más en alcanzar la tribuna porque ha pasado revista a las tropas militares. Lo ha hecho en un descapotable y con paraguas. Son las once de la mañana. La República ha reunido a lo más granado de las fuerzas armadas para celebrar su quinto cumpleaños.
Alonso Mallol, un hombre calvo y con gafas redondas, da vueltas alrededor del altar. Es el director general de Seguridad. Ha diseñado un dispositivo policial que, a modo de piquetes, ha distribuido por todo el recorrido. Llevan porras y pistolas. No es mucho. En 1936, los ultras tienen pistola.
“Todos los 14 de abril se celebraban este tipo de fiestas, pero la de aquel año tenía un significado especial. Las izquierdas habían vuelto al gobierno y querían ponerlo de manifiesto por todo lo alto”, detalla a este periódico Sergio Vaquero, historiador e investigador de la Universidad Complutense de Madrid.
Antes de que prenda la mecha, un disparo de contexto: el orden público está en el centro del debate. Según la exhaustiva investigación de González Calleja, entre febrero y julio de 1936 hubo 384 muertos por refriegas políticas. Este autor habla de la “primavera más sangrienta” de la Europa central.
Por si alguno fuera a dar la matraca con el insulto de la “equidistancia”: este mismo estudio clasifica en izquierdas y derechas tanto a los asesinados como a los asesinos. La división es prácticamente salomónica.
Prende la mecha
Dan las once y media. Se desata la violencia. Y se desata como casi siempre ocurre: con la intervención aparentemente insignificante de un individuo. Isidoro Ojeda, un cocinero de 42 años, da fuego a una traca y la arroja contra la parte trasera de la tribuna presidencial.
Azaña y el resto del gobierno escuchan la explosión. Miran hacia atrás. Primero, piensan en el ruido de una ametralladora. Porque eso es lo que parece, según los periodistas presentes. El artefacto no ha alcanzado la tribuna, ha caído en su umbral y ha encabritado a los caballos de la escolta presidencial.
Cunde el pánico. La gente echa a correr. Hay heridos por “pisotón de caballo”. La alegría se torna miedo. La angustia se extiende por la multitud en efecto dominó. Augusto Barcia, ministro de Estado, colocado cerca de Azaña, grita en busca de la calma: “¡Viva la República!”. Agita el sombrero. Lo hace varias veces. Le siguen algunos compañeros.
Está allí Claude Bowers, embajador de Estados Unidos en España, que escribirá en sus memorias: “Se oyó un estallido, como la explosión de una bomba, seguida inmediatamente por un ruido crepitante que todo el mundo atribuyó al fuego de ametralladoras. Todos pensaron que se trataba de un atentado contra Manuel Azaña y Martínez Barrio. El pánico se apoderó del público, que se echó a las acercas. Hombres y mujeres corriendo alocados, sin saber adónde, presos del terror”.
ABC dirá: “El público se desbordó en distintas direcciones, se atropellaron unas a otras las personas que allí se encontraban y arrollaron las sillas que había colocadas en el paseo”.
Decenas de hombres agreden a Isidoro Ojeda. La detención le salva del linchamiento. Lo llevan a la Casa de Socorro. Cada periodista anota en su libreta una cosa distinta. Por supuesto, la que más conviene a la línea editorial de su diario.
El Socialista dice que, en el registro, se encontró en los bolsillos del detenido un carné de Falange, y que portaba un crucifijo. Las primeras palabras de Ojeda, a tenor de este periódico, son: “He hecho esto porque yo también soy del pueblo y esta es mi voluntad”.
Ahora, diario donde trabaja Chaves Nogales, asegura que Ojeda va “beodo” -como una cuba, vamos- y que, por eso, no ha tenido fuerza suficiente para alcanzar la tribuna con la traca. Otros medios hablan de “alcoholismo agudo”. Pero también están los que, en lugar de un ciego morrocotudo, ven “un ataque de histeria”. El profesor Vaquero lo vincula a Falange y lo sitúa como enviado de Ansaldo, ilustre camisa azul.
Continúa la revuelta. Tal y como cuenta Vaquero en Vidas truncadas (Galaxia Gutenberg, 2021), la policía hace más detenidos, pero se los lleva en coche para que no los agredan. Manuel Azaña contempla el griterío y la violencia desde la tribuna. Igual que sus ministros y los militares.
Es muy importante detallar la lista de los presentes: comparten tribuna los generales Miaja, Batet y Queipo de Llano. En unos meses, el primero será el héroe de la defensa de Madrid. Acabará exiliado en México. El segundo, que sofocó la insurrección de Companys en Cataluña, será fusilado por Franco. El tercero se tornará uno de los pilares de la sublevación y orquestará una represión sanguinaria en su virreinato de Sevilla. Pero es martes 14 de abril de 1936 y los tres tienen el mismo objetivo: contener los desórdenes.
La Vanguardia asegura que, en ese instante, intentan desfilar las juventudes socialistas y comunistas. Cada una con su uniforme. Las fuerzas armadas se lo impiden. Claridad -un periódico socialista- cuenta que un capitán de ingenieros es desarmado cuando apunta a la tribuna con una pistola.
Se reanuda la celebración. La Guardia Civil camina y, cuando está a punto de llegar a la Plaza de Colón, un grupo de radicales insulta a los agentes y grita “¡UHP! ¡UHP!”. Las siglas de “Uníos hermanos proletarios”. Una consigna alumbrada dos meses antes en la revolución de Asturias. Tal y como explica el profesor Vaquero, cargaron contra la Benemérita "por la durísima represión que había llevado a cabo contra las organizaciones obreras en dicha región".
Escucha los improperios Anastasio de los Reyes, de 53 años, un alférez del cuerpo que está de libranza y ha acudido al desfile vestido de paisano. Increpa a quienes insultan. Parecen huir, pero al poco tiempo regresan armados y le tirotean.
Resulta fácil imaginar la escena: disparos en un desfile multitudinario. Cae gravemente herido el alférez, pero también varios de los que pasan por allí. De los Reyes es trasladado a un puesto de la Cruz Roja, pero muere por culpa de una bala que le ha atravesado el hígado. La herida, dirán los periódicos, “era mortal de necesidad”.
Benedicto Montes, otro guardia civil, recibe un tiro en la espalda. Fallecerá días después. Emeterio Moreno,, Antonio García -compañeros del cuerpo-, Pelayo Calderón, un estudiante llamado Vicente Mezquita, un niño de nombre Manuel Gómez; y su madre, María Díaz, completan el parte de heridos de bala.
Estos son los datos hoy recogidos por el profesor Vaquero, aparecidos en la prensa de entonces. El Gobierno comunicó, como se ve, los casos más graves, pero resultó imposible cifrar el total de heridos leves y los detenidos.
El desfile oficial, según Ahora, concluye a las 12:45. El Gobierno se marcha. Las tribunas se vacían. Pero los extremistas se rearman y aprovechan el desconcierto. Radicales socialistas y comunistas improvisan manifestaciones en la Castellana y en la calle Alcalá. Hay enfrentamientos con la derecha. Agreden a algunos transeúntes.
Algo similar sucede en Serrano, donde los falangistas responden con una contramanifestación. La Dirección General de Seguridad envía a la Guardia de Asalto, que sólo en esta calle practica treinta detenciones.
Mientras, en Santa Isabel, donde empieza el barrio de Lavapiés, un joven llamado David acude al depósito judicial. Quiere llevarse el cuerpo de su padre, Anastasio de los Reyes, el alférez tiroteado. Pero el Gobierno no le deja. Azaña teme que aquello se convierta en una nueva manifestación con su consecuente espiral de violencia.
Azaña va más allá. La censura impide que ABC especifique en la esquela la pertenencia a la Guardia Civil de Anastasio De los Reyes. También exige la ocultación de la hora del entierro. Azaña no se equivoca. Dos días después, la procesión fúnebre se convierte en una manifestación violenta que degenera en la confrontación de los extremos. La mecha prende de nuevo: cinco muertos y casi doscientos detenidos.
Ese mismo jueves, en el Congreso, se produce esa simbiosis hoy de nuevo tan familiar. La relación directa entre la violencia de la calle y los discursos de los radicales. Un camino de ida y vuelta. El debate acoge una ristra de interrupciones, casi todas ellas amenazas -algunas de muerte- al adversario. Así fue el otro 14 de abril; el de 1936.