Los discursos de Pedro Sánchez nacen inundados de calima. Son largos como un desierto. Justo antes de que se subiera a la tribuna con un paquete de folios que sólo puede sostener una percha como la suya, deambulaba por los pasillos del Congreso un sacerdote. Uno de esos moderno, con alzacuellos pero con juventud.
Esa era la noticia del día. Lo que escuchamos luego en boca del presidente salió, seguro, de las manos del cura; un Iván Redondo con evangelio. Eran las nueve de la mañana y los diputados –los pocos que asisten a la Cámara cuando habla un líder que no es el suyo– tomaban asiento sonrientes. Por fin, Sánchez en el Congreso.
El entusiasmo duró entre cinco y diez minutos. Para cuando el presidente dio cuenta de las ansiadas "medidas de la recuperación", el hemiciclo se había tornado uno de esos grandes salones de siesta que ahora construyen para sus empleados las empresas estilo Google.
Este miércoles confirmamos, por fin, que antes de cada frase de Sánchez conviene añadir la palabra "hermanos". Asesinados todos los que podían moverle la silla, el presidente se ha enfundado una sotana roja de larga cola, muy parecida a la que le criticaban al cardenal Cañizares.
Vean: "Hermanos, por sí solas, las personas no vamos a ningún lado. Desde la unidad, el esfuerzo colectivo y la justicia social, Europa y España podrán ir en paz". "Hermanos, trabajemos por un Estado solidario que garantice la educación de nuestros hijos". "Hermanos, ¿qué más tiene que ocurrir para que respondamos unidos?". "Hermanos, actuaremos con justicia y siempre en busca de la mayor unidad". "Hermanos, unidos somos más fuertes y garantizamos la paz".
Si no fuera por las medidas anticovid que todavía rigen la Cámara, el padre Sánchez se habría visto obligado a pedir a los diputados que se dieran la paz. Le miraba, en estricto silencio, el ministro Subirats, que vestía una americana parda y una camisa marrón; como vestían los políticos cuando todavía los curas, ¡ay, Tarancón!, hacían apariciones como ésta. Escrivá entrelazaba las manos, como si estuviera rezando.
Menos mal que Alberto Garzón, fiel a su compromiso con el móvil, movía sus pulgares compulsivamente alrededor de la pantalla. Era la prueba firme de que 2022, por muchas guerras y pandemias que lo asolen, sigue siendo 2022.
En un momento dado, la bancada de la oposición despertó del letargo y se quejó con algún que otro abucheo. El padre Sánchez, fingiéndose sorprendido, respondió: "Señorías, sólo estoy describiendo, ¿qué van a hacer cuando entre en valoraciones?". Esa es la frase que usan los curas cuando quieren convencer al pupilo de que no lo están adoctrinando.
Tan magnánimo se había despertado Sánchez este miércoles que dio las gracias a los presidentes González, Aznar, Zapatero y Rajoy por haber colocado a España en territorio europeo. Se olvidó del bueno de Calvo-Sotelo, que nos metió en la OTAN y escribió el preámbulo de nuestro ingreso en la Comunidad Económica Europea.
En realidad, seguro que fue un olvido intencionado, si es que existe la expresión. Sánchez tuvo miedo, como es lógico, de que al pronunciar "calvo", un diputado adormecido de la oposición se levantara y le pegara un tortazo a lo Will Smith para castigar su insulto alopécico.
Qué falta de consideración hacia sus socios, los verdaderos religiosos del Parlamento, los nacionalistas. Aitor Esteban tomaba notas. Gabriel Rufián miraba hacia abajo, suponemos que hacia las redes sociales. Estaría pensando en algún remedio discursivo para que el padre Sánchez no le arrebatara esa manera tan carlista de concebir la política.
Y Rufián, que es brillante, ¡no hay ironía en esto!, lo consiguió. Salió a la tribuna para dirigirse así –no es broma– a los hermanos diputados: "La duda es un signo de fortaleza. Es una gran vía de entendimiento. Se nos entiende más cuando nos cuestionamos a nosotros mismos. Hoy sólo voy a plantear preguntas".
Pero todavía faltaba mucho para que le llegara el turno a Rufián. Sánchez, que todo lo lee, se afanaba en recitar con parsimonia. Alguien debería aumentar el sueldo de todos esos asesores de PP, Vox o Ciudadanos que se mantuvieron despiertos tanto tiempo como para anotar las nuevas medidas anunciadas por el presidente. Gracias a ellos, sus jefes pudieron rebatir.
Igual que en Amanece que no es poco, el cura fue ovacionado al terminar su homilía en el púlpito. Aplaudían, enardecidos, todos los diputados de PSOE y Unidas Podemos. Pero el miércoles no podía terminar así.
El Congreso está maldito. Su enfermedad es sencilla: los diputados no pueden hablar de aquello que figura en el orden del día. Intervino Echenique para decir que Feijóo es amigo de "narcotraficantes" y, cuando le chillaron, contestó como el adolescente que llega corriendo a la puerta del instituto: "¡Hay foto! ¡Hay foto!".
Cuca Gamarra, en un ejercicio absolutamente temerario, le dijo a Sánchez: "Sea usted más ambicioso". Si lo fuera, Cuca, nos encerraría veinticuatro horas en el Congreso. Y luego llegó Abascal para dibujar un país hundido en la "miseria". "¡Es el suicidio de España!", arengó, igual que arengó el Arriba con su "Adiós, España" a la muerte de Franco.
Llevaba Abascal bajo el brazo un libro de José María Marco, Diez razones para amar a España. Si siguen transcurriendo días como el de hoy en el Congreso, nos quedarán cada vez menos.