No había nada escrito en el congelador de los periódicos porque creímos que viviría para siempre. El Español, El País, El Mundo, El Confidencial, ABC… Ninguno teníamos preparado el obituario de Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) pese a sus casi 87 años. La última vez que lo vi fue hace dos meses y charlamos un rato acerca de la muerte.
“Tú también te puedes morir dentro de unas horas. Mañana, quizá. Eso, ¿qué pasa si te mueres tú mañana? Yo hago planes como si eso no fuera a ocurrirme. Voy a empezar otro tomo de mis memorias y un libro sobre el Apocalipsis”. Me lo dijo entre cucharada y cucharada de helado. En febrero. Joder, ¿cómo me iba a ir a casa a escribir la necrológica de ese hombre por adelantado?
Con los cafés, me arrancó una lágrima, pero creo que conseguí esconderla. Fue cuando nos contó cómo le daba las buenas noches su hijo Akela: “Papá, por favor, no te mueras”. Akela es un grandullón de diez años más listo que el hambre. Hacía tiempo que había adquirido la madurez suficiente como para saber que si la biología hacía su trabajo, perdería pronto a su mejor compañero de aventuras.
Los recuerdo a los dos, muy juntos, en el campo, en Castilfrío, hablando del conejo que había aparecido por casa. Iba Fernando contándole historias, transmitiéndole el amor por el entorno y animándole a que compartiera su hallazgo con los demás. En eso fue un experto Dragó: cogía la realidad propia, la deformaba con la estrella de la literatura y la entregaba.
Ese último día que nos vimos, en el comedor-catacumba de la Fundación Juan March, habíamos quedado para que yo le presentara a mi hermana. Ana, supongo, como tanta gente, tenía esa imagen que el propio Fernando había contribuido a sembrar: la del polemista “machista”, “facha” y calenturiento. Le dije a Ana: “Me juego la comida a que está a punto de cambiar radicalmente tu percepción”. Y así fue. "Dragó es increíble", me confesó por WhatsApp.
Una de las cosas que más me fascinó de Fernando fue la inmensa distancia que había entre lo que proyectaba en los medios y lo que en realidad era. Siempre acabábamos discutiendo acerca de esto. Yo quería en la tele al Dragó escritor, al Dragó que había perseguido a Baroja, al Dragó que había hecho los mejores programas culturales de la tele, al Dragó alabado por Sánchez Albornoz y Torrente Ballester, a ese Dragó libérrimo que prefería tener al lado a quien no pensaba como él.
“Joder, Fernando, otra vez con la marihuana, las drogas, las novias y todo eso”, le decía. Y él, con la mayor honestidad que conseguía impostar, me respondía: “Dani, te prometo que yo no busco polémicas”. Pero la polémica estaba en su naturaleza, era un anarquista enamorado de la confrontación intelectual. No se podía contener.
Mi hermana Ana, que no se calla, le preguntó en el segundo plato por las japonesas de trece años. Y yo tampoco quiero callarlo aquí porque ahora que ha muerto muchos siguen atacándole por algo que no pasó. Por una mentira que, ¡una vez más!, él mismo se encargó de sembrar. La maldita literatura, Fernando.
Fue en un libro de conversaciones con Boadella que publicó en 2010. Le confesó al dramaturgo, con el objetivo de epatar, que había estado con dos “zorritas” de trece años. El párrafo era terrible. Pero se lo preguntó Ana y me alegro de que lo hiciese. A mí me dio la misma respuesta hace ya muchos años: en realidad, nunca hubo sexo con esas dos chicas. Fernando intercambió con ellas el teléfono y, cuando lo llamaron, fue desde una empresa. “Lo que significa que esas chicas no eran menores porque ya estaban trabajando”, añadió.
Sé de lo que hablo: he conocido a muchas de sus novias, a alguna de sus mujeres. Fernando era un caballero de los antiguos. Ahí va la prueba del algodón: si tanto machismo y misoginia exhibía, ¿cómo es posible que mantuviera tan buena relación con sus ex?
Lo conocí en un restaurante del Barrio de Salamanca. Yo esperaba en la mesa con mi entonces jefe, Fernando Baeta, que era muy amigo del otro Fernando. Habíamos quedado con Dragó porque estaba a punto de estrenarse como actor y director porno. Eso era lo mejor de Fernando, ¡mucho mejor que sus libros! ¡Su vida! Estaba llena de estas peripecias.
Total que Dragó no aparecía. Baeta y yo empezábamos a ponernos nerviosos. De pronto, lo vimos al fondo, en otra mesa, charlando con una mujer. Cuando por fin se sentó con nosotros, nos dijo con pasmosa naturalidad: “Era mi exmujer".
Fui educado en un colegio de monjas. Probablemente por eso me costara tanto entender su manera de vivir; el mosaico de su edificio en Malasaña. En dos pisos comunicados, Fernando y Naoko. Cada uno en su ala, pero con una ‘gatera’ que los unía para que Akela, su hijo en común, pudiera criarse con padre y madre. Por allí también pasaba Laura, otra ex, que hoy hacía de secretaria personal y ángel de la guarda. Y luego estaba Emma. Qué decir de Emma.
Emma tiene mi edad. Fernando y ella estaban enamorados hasta las trancas. Pocas relaciones he visto así. Sabiéndose tanto, gustándose tanto, cuidándose tanto. Anda Emma escribiendo un libro sobre Fernando que espero publique pronto. Ha manejado las cartas que la señora Dragó le enviaba al señorito Sánchez.
La mejor prueba de esa distancia entre el Dragó público y el Dragó íntimo estaba, insisto, en el amor. Porque Fernando a mí también me dijo eso de que, si de él hubiera dependido, nunca habría tenido hijos. Luego le palpitaba la verdad en los ojos cuando hablaba de las novelas de Ayanta y de las aventuras de Akela. A Dragó se le veían los hijos en los ojos. Todo el tiempo.
Se ha muerto Fernando y no soy capaz de asimilarlo. Voy escribiendo al más puro estilo Dragó: de manera desenfrenada, vertiginosa, sin límites. Los hombres se dividen entre los que disfrutan la vida teniendo miedo y los que vencen al miedo desde el primer golpe de disfrute. Fernando era de los segundos. Yo lo quería y admiraba porque, con él, iba haciendo el tránsito del primer al segundo grupo. Solía repetirme lo de Hemingway: “¡Mézclate estrechamente con la vida, chico!”.
A veces, cierro los ojos y me imagino como Fernando. Exiliándome en cualquier lugar del mundo. Probando y probándome. Atreviéndome. Recorriendo lo que él mismo llamó "el camino del corazón".
La vida debería ser el entusiasmo de Fernando en el coche de aquel redactor de la revista cubana Bohemia, camino de El Escorial, en busca de Hemingway. Le había pedido Fernando en el entierro de Baroja una charla para los estudiantes antifranquistas. El americano le dijo que no, pero lejos de rendirse, Fernando buscó un vehículo que lo llevara hasta su habitación. Cuando tocó la puerta, apareció el Nobel en camiseta interior: “¡Ya le he dicho a Monolo que no!”. “Monolo” era Fernando.
La vida acaba como empieza. La de Fernando comenzó con el asesinato de su padre porque fue hijo póstumo. Fernando Sánchez, uno de los periodistas con más olfato del Congreso, partió desde Madrid hacia Andalucía para contar la guerra. Lo detuvieron y lo fusilaron. Como con Franco "los rojos eran los malos", Fernando creyó que lo habían asesinado los republicanos. Hasta que un día, en los calabozos de la Puerta del Sol, un policía le dijo: “Tú haces todo esto porque eres un resentido. Nosotros matamos a tu padre”. La existencia le dio un vuelco.
Fernando se puso a escribir uno de sus mejores libros, Muertes paralelas. La investigación, pura memoria histórica, le llevó a concluir que Juan Pujol, también periodista, fue quien aprobó el fusilamiento. Sorpresa. “Juan Pujol” era el nombre de una plaza en Malasaña, al lado de casa de Fernando.
Un día me llamó y me dijo: “Como el Ayuntamiento no quiere quitar la placa, la voy a quitar yo y voy a poner una con el nombre de mi padre”. ¡Espera, que voy! Y fui. Fernando se subió a la escalera. Cambió una por otra. Llegó la policía. “Venga, Dragó, márchese a casa y no nos toque las narices, que tenemos mucho trabajo”. Pero Dragó ofrecía las manos y suplicaba que lo detuviesen. Su performance lo necesitaba.
El Dragó íntimo sólo decía la verdad. Y el Dragó literario, el escritor y el de las teles, la adulteraba con la magia de la literatura. Para bien y para mal. Con consecuencias brillantes y nefastas. Tuve la suerte de ser amigo del primero. Y aquí estoy para reivindicarlo.
Hace un par de veranos, fui a verlo a Castilfrío, donde ha muerto. Acudí allí con Dani, Javi y Alejandro, unos amigos libreros que querían conocer al Dragó escritor. Nos enseñó su casa. Una biblioteca enorme. Un salón espiritual mezcla de culturas. Fíjense si sólo decía la verdad. Nos regaló sus memorias, pero no quiso regalarnos su Prueba del laberinto, con el que ganó el Planeta: “Es el peor de mis libros”. También quiso obsequiarnos con Homo Erectus, pero no le dejamos.
Fernando nos llevó a un terreno de su propiedad un poco alejado de la casa: “Aquí me enterraré”. Nos contó que no sabía qué hacer con sus miles y miles de libros. “En vez de tirarlos, podría construir una gran pirámide con ellos e inhumarme dentro”. Incluso muriendo, estaba viviendo. No te mueras nunca, Fernando. Yo también lo quise así, pero no me atreví a decírtelo. Akela fue mucho más valiente.