Algún día habrá que jurar que esto ocurrió. Estábamos en la tribuna del Congreso. Debajo, la bancada de diputados. En concreto, la del PSOE. Pero podría haber sido la del PP. Cuando iba a empezar la votación de investidura, cuatro de ellos se pusieron un cartelón con el “sí” delante. Tenían miedo a equivocarse y decir "no".
Entre ayer y hoy, llevaban catorce horas sentados. Su trabajo había sido escuchar y votar. Lo primero apenas lo habían hecho. Ni los del PSOE ni los de ningún partido. La adicción al móvil es patológica en la Carrera de San Jerónimo. Pero votar… Esa era una misión ineludible. Siempre hay un momento en la vida, canta Rubén Pozo, en que nadie nos puede rescatar de ser necesarios.
En la votación que perdió Feijóo, el diputado socialista don Herminio Rufino se equivocó y apoyó al candidato del PP. Como la mayoría no era ajustada, no hubo mal, sino anécdota. No obstante, en la memoria histórica de todos estaba la historia de aquel político del PP que aprobó por error la reforma laboral de Sánchez.
¿Y si hoy se iba todo al traste por una falta de concentración? Dos diputados se lo escribieron en el Ipad. En rojo y letras grandes. Una señora de vestido verde y largo lo apuntó con un boli de color en un folio en blanco. En cuanto votó, desechó el folio. “Sí”, ponía. Y lo ponía tan grande como para que lo viéramos nosotros tres metros por encima.
Este es el Congreso de los Diputados. La imagen de nuestros parlamentarios recordándose en un papel si tienen que decir “sí” o “no” es la metáfora de muchas cosas. Maliciosamente, podríamos concluir: ¿cómo no van a recordarse los parlamentarios del PSOE el sentido de su voto si estaban aprobando todo lo contrario a lo que sostenían disciplinadamente hace dos meses?
Cuando Sánchez fue, al fin, presidente, ocurrió otra cosa que los expresidentes no creerían. Todos los diputados del PSOE esperaron pacientemente su turno para besar y abrazar a su líder. Uno por uno. Sánchez era como Andrés Iniesta firmando autógrafos tras la final del Mundial.
¡Una diputada se hizo hasta un selfi! En cuanto rozaban a Sánchez, recibían la nómina. Alguno, nos jugamos el cuello, aprovechó para rozar en su traje los cupones de la ONCE y la lotería de Navidad.
Todo es un poco raro en la España plurinacional. Lo temimos al poco de tomar asiento. Cayó en nuestras manos el traductor automático. El cable, perfectamente enrollado por el personal de la Cámara, era imposible de desenrollar. ¡Y empezábamos con el euskera! Queríamos correr y el cable se liaba más. Parecía un comunicado del PSOE.
Sánchez asume todo con naturalidad. Está muy bien educado. No vean ironía en esto. Le pueden decir cualquier cosa; él jamás se inmuta. Magdalena, su madre, lo miraba orgullosa desde la tribuna. Tiene que ser impresionante haber criado a Sánchez. Te dice de chaval que va a ser presidente y lo consigue.
Ayer no vimos a Magdalena. Menos mal. Porque hoy estaba sentada a unos metros de donde lo estuvo Ayuso. Y no hubiera estado bien el “hijo de puta” con la madre al lado. Lo habría condenado hasta Miguel Ángel Rodríguez.
Una fila más abajo, abrazada a la barandilla, miraba Begoña Gómez. De tanto en cuando, agarraba su móvil y escribía. Se iluminaba inmediatamente la pantalla del móvil de su esposo en el escaño. Begoña es divertida, se lo estaba pasando bomba. Una pena que sea Óscar López y no ella quien le escriba los discursos.
Se miraban en la distancia. Cualquier gota de amor tiene el mismo efecto que las bombas de racimo en este Congreso de las puñaladas.
Sánchez nos ha enseñado en su investidura qué es el amor verdadero: un guasap a escondidas, una mirada cómplice en la lejanía, las ganas de verte. Begoña. Todo eso en contraposición a la indiferencia que mostró ante la laudatio que le brindó Patxi López. Ensimismado en sus folios, ni lo miraba. Patxi era ese estríper que no consigue captar la atención. O qué decir de Santos Cerdán, que arruinó su reputación con la foto de Puigdemont y no conseguía un abrazo preferente de su jefe.
Magdalena, su madre, estaba feliz. Sánchez no es un hombre sin escrúpulos capaz de todo. Miente la derecha. Sánchez es un hombre sin escrúpulos cuando se trata de alcanzar el poder. Pero es un buen hijo y un buen marido. Sólo así funcionan los grandes villanos: matan y aman, besan y muerden, ejecutan y resucitan.
Algún día habrá que jurar que esto ocurrió. Desfilaban Bildu y el PNV por la tribuna y a Sánchez le importaba un pimiento. Con exquisita caligrafía de las monjas del Sagrado Corazón, tomaba notas. Apuntaba cosas que decir, pero apenas se esmeraba luego en desmentir que Euskal Herria existe o que los fascistas son todos los que están fuera de la mayoría que integra a Mertxe Aizpurua.
La ambición de Sánchez estaba en sus papeles. Cuando escribe a mano, Sánchez no respeta ni los márgenes del folio. Siempre siente que tiene algo que decir. Impertérrito, frío. Salvo con Begoña y Magdalena. Sólo Sánchez es capaz de permanecer impasible ante la entrada de Rufián en el Congreso envuelto en un traje a medio camino entre el marrón y el burdeos.
La plurinacionalidad es una maravilla. Rufián va con traje y corbata; Esteban González Pons combina la americana con las deportivas. La “capacidad de adaptación” de la Constitución de 1978, palabra de Sánchez, es inmensa.
Mertxe Aizpurua recomendó al presidente la lectura de Maquiavelo. Sánchez le contestó que gracias, que ya lo había leído. Esta vez, al contrario de lo que nos ocurrió con Machado, nos lo creemos. Si alguien en el Congreso ha leído a Maquiavelo son Sánchez y los de Bildu.
Nos estábamos durmiendo. Estaba todo hecho, pero querían hacerlo largo. Menos mal que salió Aitor Esteban a darnos una clase de rugby. Que si los mauls, que si los ensayos. Nos despertamos con una sonrisa, como escuchando a Gomaespuma. Hasta que apareció Patxi López, con ese estruendo de las peores alarmas. “¡Venimos de los campos de concentración!”, chilló. ¿Cómo se puede decir eso? Echamos de menos a Tamames, que en su día le recetó cafinitrina.
Hace ya muchos años, el PSOE inventó el dóberman para generar miedo con una posible victoria de Aznar. Se armó el escándalo, pero era sólo un dóberman en un spot electoral. Hoy, el dóberman se llama Patxi y lo sueltan directamente a la bancada de la oposición.
Tuvimos miedo. Patxi disparaba a todas partes. A un periodista, el 23-F, se le cayó encima un trozo del techo muy cerca de donde estábamos nosotros. Pedimos clemencia. Encontramos sosiego en el grupo parlamentario de Esquerra Republicana. Joan Josep Queralt, un senador de 72 años, iba disfrazado de cura. Todo de negro y pelo blanco. De pronto, se quedó parado en el foso del Hemiciclo, como si fuera a abrir las aguas.
Sabíamos que era senador de Esquerra, pero no que fuera cura. Ni que se llamara Queralt. Lo confirmamos en su biografía oficial. El laico padre Queralt se encarga de la “comisión de suplicatorios”. Le suplicamos, entonces, hacia nuestros adentros, como cuando Ayuso llama “hijo de puta” al presidente. Que esto se acabe, que hoy deje de ser siempre todavía. Y se levantó la sesión.