Habrá quien diga que Carles Puigdemont nunca ha tenido tanto poder como el adquirido en 2023. No lo tuvo durante sus cinco años como alcalde de Gerona, tampoco en los escasos dos que estuvo al frente de la Generalitat, ni mucho menos en los 8 segundos y medio que duró como presidente de la república catalana. Sí lo tiene ahora, moviendo desde Bruselas los hilos que tejen la gobernabilidad de España.
Una de las claves que determina el año que se va y el que está por venir es precisamente el calendario de su regreso, y lo que podría suponer. De momento, los tiempos que tiene previstos coinciden exactamente con los de la entrada en vigor de la Ley de Amnistía (uno no puede venir sin la otra), y esto implica esperar hasta la primavera como poco o hasta el verano como mucho.
Dicho de otro modo, Carles Puigdemont podrá revalidar en mayo su escaño en el Parlamento Europeo y posponer su decisión sobre si presentarse o no a las autonómicas en los meses siguientes. La fecha límite para las elecciones catalanas es el 31 de marzo de 2025, pero en el Parlament se da por hecho que serán antes, a finales de 2024, ya con el expresident de vuelta.
En ciertos sectores del independentismo catalán, muchos de ellos instigados por el propio Junts, se fantasea con un retorno de Puigdemont a lo Josep Tarradellas, el president de la Generalitat que ligó la legitimidad del exilio franquista con la entonces recién instaurada democracia. No sólo eso, hay quien le pide que traiga bajo el brazo una consulta para la autodeterminación en Cataluña, sea de la forma que sea.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
La desaparición de Ciudadanos y el retroceso de Sumar —paradójicamente, en toda España excepto en Cataluña— dieron a Junts un boleto ganador el 23-J. Nadie contaba con que apenas 400.000 votos, menos de la mitad que en 2017, le regalarían a Puigdemont y al resto de líderes del procés una alfombra roja hacia Barcelona. La aritmética parlamentaria y la rapidez de Pedro Sánchez se encargaron del resto.
Con la entrada de los siete diputados de Junts en el tablero político se desarmó el antiguo bloque progresista en favor de otro, el llamado "plurinacional", y la gobernabilidad de España pasó a estar en manos de un político fugado de la Justicia, parapetado en el búnker de Waterloo y con pocas ganas de regalar sus apoyos al "PSOE del 155".
Los resultados fueron inmediatos y el precio fue múltiple, aunque vino encapsulado en frascos pequeños. Primero, a cambio de presidir el Congreso de los Diputados, el PSOE compró los votos de Junts a cambio del uso de las lenguas cooficiales en la Cámara, la reapertura de la comisión de investigación sobre las cloacas del Estado y la creación de otra sobre los atentados yihadistas de Barcelona y Cambrils en agosto de 2017.
Después, ya entrado el otoño, Puigdemont subió el precio para investir a Sánchez. El acuerdo incluía una ley de amnistía para "responsables y ciudadanos" del procés, la ampliación de la participación directa en Europa, la reforma de la financiación autonómica y, vagamente, que Junts propondría la celebración de un referéndum de autodeterminación en Cataluña.
La clave de este último punto es, básicamente, que el texto no menciona que el PSOE deba apoyar esta consulta. De hecho, buena parte del documento se limita a escenificar las diferencias entre Sánchez y Puigdemont, ya convertido en protagonista en solitario de las conversaciones para formar Gobierno. Porque, no hay que engañarse, el objetivo de era beneficiarle a él, a Puigdemont, y revestirlo como un logro del independentismo.
En realidad, todos los actores permitieron la treta. Por un lado, Junts le cedió totalmente las riendas de la negociación para fijar las posiciones de la investidura y le cedió todo el protagonismo de las conversaciones. Esto, en parte, respondía a la necesidad de sacar músculo frente a ERC.
Por otro, el Gobierno también hizo su parte. Primero, porque Yolanda Díaz abrió la veda a aceptarlo como interlocutor fotografiándose con él en Bruselas; después, porque el secretario de Organización del PSOE, Santos Cerdán, hizo lo propio bajo la urna que glorifica el procés y lo repitió de nuevo en Ginebra a la sombra de cuatro verificadores internacionales.
Ninguna de estas reuniones tiene precedentes. Ni las negociaciones del Gobierno de Felipe González en Argel con la ETA de finales de los años ochenta, ni las de Aznar en Zúrich en 1999 son comparables, como intento argumentar Sánchez. Ninguna de ellas fue pública, ni oficial, ni buscaron legitimar o blanquear a la banda terrorista, mucho menos negociar la mejor manera de concederles sus exigencias. Al menos, alguna de ellas.
¿Qué hay de la consulta?
Porque, si la amnistía está ya conseguida, ¿dónde queda la consulta en Cataluña?
Si se le pregunta al PSOE, en público dirán que no, con la misma rotundidad que descartaron la amnistía, y que nadie en el Gobierno la contempla por mucho que sea no vinculante. En privado, añadirán que por eso es tan importante conseguir el voto de Junts a los Presupuestos Generales del Estado de 2024 antes de aprobar la Ley de Amnistía. Esa votación supondría, como mínimo, dos años de legislatura relativamente tranquilos.
Además, ¿de qué consulta hablamos?, dirán. Una cosa es un referéndum de autodeterminación -que hasta en el PSC descartan de plano- y otra, una consulta a los ciudadanos catalanes sobre una reforma del Estatut o sobre la ampliación de competencias.
Si la pregunta se le hace a Junts (o a ERC), en público dirán que cada vez está más cerca y que se está buscando la fórmula. En privado, reconocerán que la amnistía es prioritaria, porque sin ella no habría medida de gracia alguna, pero que parte de su supervivencia depende de cuánto se le pueda arañar a la coalición de PSOE y Sumar, con quien mantienen una relación simbiótica. A ninguno de los tres le conviene un Gobierno de derechas, al fin y al cabo.
En su mensaje de Navidad a los catalanes, el president Pere Aragonès recordó que hasta hace poco muchos decían que la amnistía era "imposible", y señaló, inmediatamente, que el siguiente paso para que "Cataluña decida su futuro en libertad" es un referéndum de independencia.
Sea como fuere, hasta que no se aclare si habrá o no referéndum tampoco se resolverá el enigma de quién ha engañado a quién. Si fue Sánchez, quedará claro que el presidente ha traicionado a propios y extraños a cambio de siete votos de dudosa procedencia. Si termina siendo Puigdemont, el relato independentista tendrá mucho de retórico y de tornada, pero dejará en evidencia que el eurodiputado ha engatusado a los suyos para que aceptaran el trato que a él le conviene personalmente, sin dejar ninguna sobra real para la independencia.