La cicatriz de Alejo Vidal Quadras: "Estuve fuera del mundo, en un lugar oscuro lleno de sufrimiento"
El síndrome del estrés postraumático lo tienen víctimas de los atentados y soldados que vuelven de las guerras. Vidal-Quadras relata su trabajo psicológico para afrontarlo.
17 marzo, 2024 02:06–Este es el orificio de entrada y este es el orificio de salida.
Para entrar en casa de Alejo Vidal-Quadras (Barcelona, 1945) hay que identificarse ante los escoltas. Uno de ellos lleva chaleco antibalas y la pistola prendida del costado. Así que cuando Alejo muestra sus dos cicatrices, es más fácil imaginar. Alejo nos lleva junto a la ventana porque es por la tarde, la luz del salón está apagada y los rastros de la reconstrucción de su rostro sólo son visibles al sol.
Cuando a alguien le pegan un tiro en la cabeza, se hace experto en heridas de bala. Igual que quien sufre una mordedura de serpiente se hace experto en mordeduras de serpiente. Alejo cuenta que la herida que deja el proyectil al salir suele ser peor que la que deja al entrar. El hueso quedó hecho astillas.
“Mirad, es aquí”. Entonces, el silencio. Alejo nos coge la mano y la lleva hacia su barbilla. “Apretad, apretad –apremia al palpar nuestra duda–. ¿Lo notáis? Es una de las placas metálicas que utilizaron para recomponer la mandíbula”.
Nos sentimos como en esa escena bíblica del dedo en la llaga; sólo que en lugar de palpar la carne resucitada, palpamos la carne de un hombre dispuesto a morir por sus ideas. Y no de muerte lenta, como cantaba Brassens, sino de un disparo en la cara. Fue un 9 de noviembre y al sol, a pocos metros de su casa, en pleno mediodía.
Hemos llegado con la mano a la cicatriz porque, gobernados por la cortesía, le hemos dicho en varias ocasiones: “No se nota nada, es increíble”. Lo hemos repetido tres veces, como en la negación de Pedro, y él se ha puesto de pie para dar testimonio de un trabajo que, en lugar de médico, parece tecnológico: “Los cirujanos maxilofaciales del Gregorio Marañón son de los mejores de Europa”.
Pronto hemos tocado la cicatriz, pero nos gustaría tocar más adentro. Venimos camino de esa “gota de misterio” de la que le habló Garci a Severo Ochoa cuando el Nobel le dijo muy serio: “Sólo somos física y química”. Aquí tuvo que haber algo más, estamos seguros.
Esta es la historia de un hombre que se veía, literalmente, en un lugar oscuro, “lleno de sufrimiento”, y que sentía cómo se alejaba cada vez más del mundo. Es difícil de explicar, pero el mundo se iba alejando, iba desapareciendo y no había manera de rehabitarlo. Estaba vivo, pero estaba muerto.
Debe de ser uno de los síntomas más frecuentes del síndrome del estrés postraumático, el mismo que se traen los soldados de la guerra; el mismo que se trajo este señor de 78 años que salió a dar un paseo por El Retiro.
Hoy tiene sentido del humor, sonríe y suelta carcajadas de tanto en cuando. No podemos escribirlo con la física y la química. O no sólo. Necesitamos esa “gota de misterio” que unos llaman alma y otros espíritu. Sobrevivió, veremos, por casualidad; pero se recuperó con otras palabras que casi siempre tenemos prohibido escribir en las crónicas: amor, cariño, resistencia.
El atentado
–¿Es capaz de describir el suceso con sus propios recuerdos o tiene que hacerlo con lo que le han contado?
–Mis recuerdos se interrumpen en el momento del disparo. Escuché detrás de mí, a mi lado, una voz que con acento extranjero me dijo: “Hola, señor”. Me di la vuelta. El disparo. Vi la sangre que caía al suelo y entré en conmoción. No recuerdo, por ejemplo, al hombre que vino corriendo a taponarme las heridas con su chaqueta. Tampoco vi marchar al sicario.
Alejo nunca mira a la cámara. Derrama los ojos por sus interlocutores y, sobre todo, por Amparo, su mujer, que se ha sentado a nuestro lado, pero fuera de cámara. Ella iba escribiendo esta historia cuando su marido estaba dormido.
Por ejemplo, Alejo nos cuenta que, en esa ambulancia ululante que corría al hospital, le dijo a una enfermera la palabra “Irán”, que luego ella trasladó a la policía. Sin embargo, Amparo luego nos corregirá: cuando le pegaron el tiro, en estado de shock, Alejo sacó el móvil y escribió en la pantalla “régimen iraní”. Eso fue lo que encontraron los sanitarios cuando usaron el teléfono para llamar a su mujer.
El último recuerdo de Alejo es el de la llegada al hospital. Alguna imagen borrosa. Al despertar, habían pasado cuatro días. Él creía que seguía siendo 9 de noviembre. Su familia rodeaba la cama de la UCI donde había estado intubado y sedado.
–El asesino cometió un error. Le dijo: “Hola, señor”. Eso hizo que usted se girara. El gesto le salvó la vida.
–Él quería que yo me diera la vuelta. Lo hice, pero también hice otra cosa que no previó: incliné la cabeza. Eso supuso que la bala, dirigida al cuello, acabara en la cavidad bucal. No fue un disparo mortal. Es cierto que sangré mucho y que, de haber estado solo, en un parque, probablemente habría muerto.
Pero estaba al lado de su casa, entre dos iglesias y en el día de la Almudena. El atentado fue narrado con apenas retardo, como un partido de fútbol por la radio. La gente sirvió para el auxilio, pero también para que el sicario huyera y no tuviera tiempo de comprobar si había matado a la víctima. Hay dos tipos de disparos mortales –nos dice Alejo–, unos van a la cabeza y otros al cuello. El suyo iba al cuello.
De pie
Parecía irreal. Lo vimos inundar las redes sociales: ¿cómo era posible que ese hombre al que habían pegado un tiro en la cabeza no perdiera el equilibrio en ningún momento? Le decimos a Alejo, y le suena grandilocuente, que esa imagen es, en realidad, un símbolo. Nos recuerda a Gutiérrez-Mellado zarandeado por los militares. Un ser humano al que quieren tumbar con violencia, pero no pueden.
–Muchos tenemos esa imagen en la cabeza: no se le quebraron las piernas. Iban pasando los minutos, le habían disparado en la cara, pero usted seguía de pie.
–Cuando recibí el disparo, vi que empezaba a caer muchísima sangre sobre la acera. Busqué un punto de apoyo. Es verdad que no quería caerme al suelo. No por una cuestión filosófica, simbólica, ni nada que tenga que ver. Pero recuerdo ese pensamiento, era algo instintivo: “No quiero caerme al suelo, no quiero caerme al suelo”.
–Encontró el contenedor de escombros.
–Lo tenía ahí al lado y me apoyé hasta que apareció el señor que me paró la hemorragia con su chaqueta. Voy a ir a verle pronto, ya hemos hablado por teléfono. Un ciudadano ejemplar.
–Cuando a uno intentan matarle en un sitio tan cotidiano y rutinario, ¿siente una doble sensación de vulnerabilidad? Esa acera es prácticamente una prolongación de esta casa. Pasa por ahí casi todos los días.
–Sí. De repente, te das cuenta de que las cosas pueden cambiar en un segundo. Te das cuenta de que eres tremendamente frágil. Eso lo sabemos todos, pero lo percibes de una manera distinta. Con muchísima angustia. Es la ansiedad típica del estrés postraumático.
–¿Y el miedo?
–Creo que miedo no he tenido. El miedo es otra cosa.
Alejo recibe una doble atención psicológica. Está en manos de las especialistas del Ministerio del Interior y de la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT). La sensación de sus terapeutas es la misma que la nuestra: se ha recuperado muy pronto. Aunque a él le parezca que el tiempo ha pasado muy despacio. Cuando se sufre, el tiempo es largo.
Cuando vamos abandonando el camino del suceso para explorar el de la mente, notamos a nuestra espalda cómo Amparo, su mujer, empieza a respirar de manera distinta. No hace ruido. Es como si hubiera desaparecido. Pero está ahí. Mirándole.
–No era miedo.
–Era angustia, ansiedad… Incluso algo de depresión. Les contaba a mis psicólogas cómo me sentía. Era cómo si estuviese fuera del mundo. El mundo real, tu vida, tus amigos, tus intereses… Todo eso está en un espacio ajeno a ti. Y tú habitas un espacio oscuro, casi negro, donde solamente hay sufrimiento. Sientes mucha angustia porque buscas establecer un vínculo con el mundo. Porque si el mundo se va del todo, te mueres. Eso debe de ser la muerte, ¿no?
–Eso debe de ser.
–El ancla, mi asidero al mundo, lo que impedía que esa oscuridad me devorase del todo era mi mujer. Cuando entraba en esas crisis de estrés postraumático, en esos momentos agudos de angustia, me agarraba a mi mujer. Eso me mantuvo unido al mundo.
–Era un vínculo mental, pero se traducía de manera física.
–Sí. Desde fuera, lo que se veía era un hombre agarrado al brazo de su mujer. Yo sentía que caía a un pozo y me agarraba para que ella me sostuviera en la superficie. He explicado esta sensación a mis psicólogas… Dicen que es muy típica.
–Ahora entiendo eso que escribió: primero el “pánico incontenible” y después “se abrió paso el amor”.
–Exacto. Fue curioso el proceso.
El pozo
Primero, en el hospital, Alejo estuvo anímicamente bien. Se iba recuperando físicamente, se iba rehabilitando. Estaba concentrado en la supervivencia física. Una herida se infectaba, la bomba de antibiótico, la reconstrucción de la cara, el intentar volver a andar.
Fue cuando llegó a casa, en esos primeros días de hospitalización domiciliaria, cuando cayó al pozo, cuando el mundo comenzó a difuminarse y esta habitación, que tiene tanta luz por las mañanas, era un lugar oscuro, inundado de sufrimiento.
La otra recuperación de Alejo, la de la mente, también ha sido rápida. Nuestra percepción analfabeta, de trazo grueso, coincide con la de esas psicólogas que tanto han navegado por los pensamientos de quien tenemos delante. Han pasado cuatro meses del atentado. Y Alejo ya es capaz de pasar por el número 40 de Núñez de Balboa. Al principio no podía, pero ahora sí.
–Usted ofreció a su familia retirarse de la vida pública, convertirse en un jubilado. Le dijeron que no, que le apoyaban en la defensa de las causas que casi le cuestan la vida. Tiene que ser difícil decirle algo así a una persona que quieres.
–Mi mujer y mis hijos han sido un apoyo… Creo que tengo la obligación moral de defender las cosas que he defendido siempre. Aunque si mi familia hubiera dicho: “Nos provoca un sufrimiento insoportable”. Lo habría dejado.
–Si lo dejara, sería como si le hubieran matado. Una vez, Luis del Olmo me contó que decidió irse de España por el riesgo de que ETA lo matara. Su mujer le dijo: “Luis, si te vas, será como si te hubieran matado”.
–Sí, porque el sicario y quienes lo enviaron habrían conseguido su objetivo: quitarme de en medio. Lo siento por ellos, pero aquí estoy.
Vuelven los escoltas
Alejo Vidal-Quadras se olvidó de la escolta y la contravigilancia hace veinte años. Primero la tuvo en Cataluña, por culpa de ETA y de la rama más violenta del nacionalismo catalán. Se recuerda un día, como los romanos con los escudos haciendo tortuga, bajo una lluvia de grandes tornillos disparados con tirachinas de reglamento. No se le olvida el ruido de los tornillos al rebotar en los escudos de la policía.
ETA se acabó, pero el régimen de Irán continúa fuerte y vivo. Asume que se trata de una amenaza que penderá sobre él de por vida. Continúa el primero en la lista de enemigos públicos del régimen. Su gesto instintivo con la cabeza impidió que corriera el escalafón.
–¿Lee las informaciones sobre la investigación del caso?
–Sí. Leo las noticias, pero el sumario es secreto. No tengo acceso. No sé en qué fase está la investigación.
–¿Se sentía realmente amenazado por Irán?
–El régimen iraní tiene un largo historial de atentados cometidos fuera de su país. Cuando salió aquella lista, me inquieté. Pero luego pensé: “No se atreverán”. Aunque he leído que hubo seguimientos, nunca percibí nada raro.
Amparo nos dice que ella, hasta hace no tantos años, estaba pendiente en la calle y en los restaurantes de si veía alguna persona sospechosa, algún detalle que pudiera indicar algo. Dejó de hacerlo y pensó que no tendría que regresar a eso nunca más.
Su única hipótesis
–Su única hipótesis, entonces, es Irán. ¿No contempla otra opción?
–Me juego todo lo que tengo a que fue Irán.
La oposición al régimen iraní no es una de las causas más conocidas en España. No es una protesta que haya encontrado demasiado eco en los medios españoles, quizá por lejanía geográfica y cultural. Por eso llama la atención el apasionamiento de Vidal-Quadras.
Alejo llegó al Parlamento Europeo en 1999. Estuvo quince años como vicepresidente. Un día, un eurodiputado socialista portugués, que ahora también está en la lista, le dijo: “Oye, estoy en un grupo de amigos del Irán libre. ¿Por qué no te apuntas?”.
Alejo, como la mayoría de españoles, no tenía ni idea de las particularidades iranís, más allá de saber que los ayatolás no son la panacea de la libertad. Formaban parte de ese grupo sesenta o setenta parlamentarios. Los había de todos los colores: socialistas, conservadores, verdes, liberales… “¡Incluso pasaron algunos comunistas!”.
El eurodiputado portugués le pidió un día a Vidal-Quadras que recibiera a los representantes del Consejo Nacional de Resistencia de Irán. La oposición en el exilio. Le contaron la historia contemporánea del país. “Y me quedé impresionado por el carácter terriblemente represivo del régimen. Jomeini, en 1988, mandó ejecutar 30.000 prisioneros políticos. No era consciente de lo que pasaba allí”, relata.
Así empezó todo. Y así transcurrió, hasta que Alejo Vidal-Quadras se convirtió en el referente internacional de la oposición al régimen iraní. De hecho, cuando se presentó a las europeas con un desconocido partido recién fundado y llamado Vox, fueron opositores en el exilio quienes financiaron su campaña con donaciones particulares.
–Aparte de la financiación de su campaña, ¿ha ganado dinero con el tema Irán?
–No.
Vidal-Quadras acaba de publicar un libro titulado “La deriva de España” (Ediciones B, 2024), donde aparecen reflejadas sus tesis sobre el devenir de la nación. Estaba firmado y agavillado antes del atentado. De hecho, no ha querido reescribirlo ni vincularlo al disparo. Ha incluido, por petición de la editorial y a modo de epílogo, el artículo que alumbró en la cama del hospital.
La única referencia a Pedro Sánchez en esta entrevista llega cuando le preguntamos por las muestras de apoyo recibidas. Sí llamaron o escribieron sus adversarios internos: Aznar y Abascal. También muchos socialistas de viejo cuño, como Alfonso Guerra. Por supuesto, los reyes. Alberto Núñez Feijóo, en repetidas ocasiones.
Pero le dolió una ausencia: la del presidente del Gobierno. “Hombre, lo normal habría sido llamar, ¿no? O interesarse de alguna manera. Nada, ni un gesto”. Sin embargo, después de decir esto, Alejo insiste en que no quiere vincular el atentado con la realidad política de España: “Son dos cosas que nada tienen que ver”.
Termina la entrevista. Salimos del ascensor y volvemos a pasar el control. La hoja donde están anotados los DNI, el chaleco antibalas del escolta… y la pistola prendida del costado.