El asalto al Banco Central, desde dentro: la psicosis del 23-F hizo creer al Gobierno que se enfrentaba a un golpe de Estado
- Este reportaje reconstruye los hechos de aquel 23 de mayo de 1981 y explica cómo fue posible que once atracadores de barrio hicieran creer a todo un país (Gobierno, Fuerzas Armadas y medios de comunicación) que el asalto al Banco Central de Barcelona era un nuevo golpe, una secuela del 23-F. Se trató del primer gran bulo de la Democracia.
- Intervienen con sus recuerdos y revelaciones: Eugenio Galdón (jefe de gabinete del presidente Calvo-Sotelo), Luis Sánchez-Merlo (secretario general de la Presidencia), Matías Rodríguez Inciarte (secretario de Estado adjunto a la Presidencia), Carlos Abella (director de relaciones informativas de Moncloa), los ministros supervivientes de aquel gobierno, Narcís Serra (alcalde de Barcelona), Luis del Olmo (director de Protagonistas), Raúl Cancio (tomó las fotos de El País), Juan M. Velázquez (biógrafo de 'El Rubio'), Álvaro Romero (biógrafo de Tejero) y Juan Armada (hijo del general).
- Más información: Netflix estrena 'Asalto al Banco Central'. "Esto pasó hace cuarenta años, pero seguimos peleándonos por lo mismo".
Fue el primer gran bulo de la Democracia española. Una simulación que, con unas cuantas pistolas pero sin redes sociales, puso en jaque al Estado. Esta es la historia de cómo once chavales de barrio se bastaron de una llamada telefónica y un trozo de papel para hacer creer al Gobierno, a la policía, al Ejército y a la gente en general que el sistema podía desmoronarse otra vez.
Habían pasado tres meses del 23-F. Era mayo de 1981. Comenzaba el asalto al Banco Central. 37 horas de encierro, casi trescientos rehenes. El atraco más grande de nuestra historia reciente.
Acaba de estrenarse una serie en Netflix del mismo título. Mientras tanto, la opinión pública española vive obsesionada con la mentira. La palabra “bulo”, antes ajena a la conversación, es hoy una especie de mantra político; un arma de guerra. El episodio del Banco Central resulta fascinante porque engloba todos los elementos de la frontera verdad-mentira: cómo nace la simulación, cómo la legitiman los medios, cómo se enfrenta a ella Moncloa, cómo reacciona la calle.
La serie, dirigida por Daniel Calparsoro y con guion de Patxi Amezcua, apuesta por la versión que hoy sólo sostienen el atracador… y los miles de españoles, quizá millones, que le creen. Amezcua lo ha explicado sin remilgos en varias entrevistas: “Hemos apostado por una versión”. La de José Juan Martínez, alias El Rubio, el jefe de la banda.
Esta versión dice así: el asalto no fue en realidad un atraco, sino una incursión en la caja fuerte para sacar de allí unos papeles que vinculaban a Juan Carlos I con el 23-F. El asalto al Central fue la segunda parte del golpe de Tejero. Además, encargada por el oscuro director del Cesid, Emilio Alonso Manglano.
Calparsoro y Amezcua hacen bien. Desde el punto de vista de la ficción, esa historia funciona mucho mejor que la que sucedió en realidad; un trampantojo: los once asaltantes, dirigidos por El Rubio, se vincularon a Tejero y los golpistas nada más entrar para hacer creer a Moncloa que aquello era algo mucho más serio. La versión oficial, la de la sentencia, es esa: fueron unos atracadores de barrio que se hicieron pasar por golpistas.
El asalto al Banco Central funciona como misterio porque todavía existe un interrogante sin resolver: el Gobierno de entonces no es capaz de negar siquiera hoy que los atracadores tuvieran algún tipo de asesoramiento externo, alguien que les hubiera mostrado el camino hacia la desestabilización de la Democracia. Esta tercera vía, que dista mucho de la mostrada en la serie pero también de la oficial, es contemplada como posibilidad por parte de la policía, la Guardia Civil y La Moncloa.
A lo largo de este reportaje, van a reconstruirse los hechos de aquel día a lomos de los testimonios de los protagonistas: miembros del gobierno, el alcalde de Barcelona, los atracadores, los rehenes.
Por la mañana
Van a dar las nueve de la mañana del sábado 23 de mayo de 1981. El país está sumido en eso que los periódicos llaman “el desencanto”. La democracia llegó envuelta en un huracán de entusiasmo, pero esa libertad está siendo duramente golpeada desde varios frentes. Los atentados de ETA y del GRAPO, las acciones terroristas de la extrema derecha, una galopante crisis económica, la irrupción de la heroína, la presión involucionista de amplios sectores del Ejército… Preside España Leopoldo-Calvo Sotelo. Sus siglas, la UCD, se están deshaciendo.
Todo eso puede respirarse en esta mañana de sábado en que José Juan Martínez y diez secuaces entran armados hasta las trancas en la sede del Banco Central, en la Plaza de Cataluña, junto a la Rambla. Pegan algunos tiros al techo y colocan a los rehenes en las ventanas para que la policía no dispare. Logran hacerse fuertes en el interior. Se cierran las puertas.
Entramos en la Moncloa de la mano de Eugenio Galdón, que con sólo treinta años se ha convertido en el jefe de gabinete del presidente Calvo-Sotelo. Luego será empresario de éxito y dirigente de grandes grupos de comunicación. Pero este 23 de mayo de 1981 es el jefe de gabinete que nos lleva con él al interior del poder.
“Yo solía utilizar las mañanas de los sábados para organizar el trabajo de la semana que empezaba. Cuando en días así llamaba el ministro del Interior, Juan José Rosón, solía ser por un atentado de ETA. Y si llamaba a eso de las nueve, como aquella vez, el presidente solía estar en el aseo. Por eso se ponía en contacto conmigo, para que yo lo avisara en cuanto saliera”, relata Galdón.
Sale del baño, entonces, Calvo-Sotelo. De traje y recién peinado. Galdón le dice en su despacho lo que le ha transmitido el ministro del Interior: “Presidente, han atracado el Banco Central de Barcelona. Hay trescientos rehenes dentro”.
Nosotros, que estamos mirando desde esta esquina del recuerdo, vemos a un Calvo-Sotelo al que le cuesta unos segundos situarse. Palabras de Galdón: “El presidente estaba dedicando muchos esfuerzos al análisis de las secuelas del 23-F. El juicio, en su vertiente militar, daba sus primeros pasos. Leopoldo tenía una obsesión… Que el poder civil prevaleciera sobre el militar. Había decidido incluso recurrir la sentencia del tribunal militar fuera cual fuera, para que así el Supremo, con jueces civiles, tuviera la última palabra”.
Esa obsesión con el 23-F va a ser determinante hoy.
Cerca de las diez de la mañana, otra llamada. Unos periodistas de Diario de Barcelona han encontrado en una cabina telefónica el comunicado de los asaltantes. Piden la liberación del teniente coronel Antonio Tejero y de otros cuatro detenidos por el golpe. Exigen dos aviones, uno en Barajas para los guardias civiles liberados y otro en El Prat para ellos, para los atracadores. Van a exiliarse en Argentina.
Si el Gobierno no cumple, matarán de golpe a diez rehenes. Después, irán asesinando a cinco cada hora. En caso de que la policía intente entrar al banco, lo volarán por los aires con las trescientas personas dentro. Dicen ser 24 en lugar de diez; dicen tener dinamita. Se despiden con un vigoroso “¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!”.
Comienza la psicosis en el Gobierno, en la calle, en los periódicos. La sociedad española, traumatizada todavía por el 23-F, comienza a resbalar por la pendiente del comunicado de los atracadores. Sólo han pasado seis años desde la muerte de Franco.
Entramos dentro del Central para ver qué está sucediendo. Los rehenes continúan en las ventanas. Los atracadores se han distribuido por los distintos pisos. No es sencillo. Son sólo once asaltantes para cubrir un edificio que años después será un Corte Inglés enorme.
Accedemos de la mano de Juan M. Velázquez, escritor y biógrafo de El Rubio –lo conoció en la cárcel de Martutene, cuando fue a presentar una novela–. También de las fichas policiales que serán filtradas a la prensa días después.
José Juan Martínez –nos explica Velázquez, autor de “Algunos me llaman El Rubio”– es un chaval de Almería de 25 años. Nadie le llama todavía “El Rubio”. Le pondrá el apodo la policía por su pelo pajizo. Es hijo de una familia de churreros. Humildes, pero no pobres. Cinco hermanos. Era uno de esos personajes tan interesantes que hacía su vida en la cara B del posfranquismo y en los inicios de la Democracia. Astuto, listo, sin demasiada formación. Se movía bien en esos ambientes.
Ha sabido evitar las drogas. Ha pasado por el reformatorio y la cárcel. No obstante su juventud, lleva a las espaldas varios atracos de bancos, joyerías y farmacias. Se ha enamorado hace unos años de una anarquista, Cristina Valenzuela: tienen dos hijos y un tercero en camino. Su última filiación conocida es esa, la del anarquismo, pero ya ha dado muchos tumbos antes del asalto.
De crío, lo inscribieron en la OJE (Organización Juvenil Española), donde el Movimiento rehabilitaba casi marcialmente a los chavales para servir a la patria y a la justicia. Allí lo captarán para integrarse en las Centurias Amarillas, una marca paramilitar que realiza encargos sucios para los servicios secretos del régimen... dirigida por Emilio Alonso Manglano, el que luego sería director del Cesid. Esto último –nos incide Velázquez– es versión exclusiva de El Rubio.
En los cuadernos de Manglano, que serán publicados tras su muerte por Juan Fernández-Miranda y Javier Chicote medio siglo después, no hay rastro de ese pasado, pero sí de otro sinfín de operaciones turbias. El Rubio aparece en Netflix dibujado como un chaval al servicio de un Manglano que encarga atracos y demás delitos para proteger al franquismo, recibiendo órdenes, supuestamente, de Carrero Blanco.
Se percibe una discordancia histórica: Manglano, que taparía los pecados oscuros de la Democracia, llegó al Cesid exactamente el 23 de mayo del 81 para frenar el involucionismo de los servicios secretos. Cabe recordar lo sospechoso de la actuación del cuerpo de los espías cuando el Tejerazo. Ni lo previeron ni avisaron.
Manglano fue elegido para el propósito contrario al que se le adjudica en la ficción. Además, en mayo del 81, no le ha dado tiempo a trabar confianza con el Rey como para ser el encargado de salvarlo de que se conozca una supuesta participación suya en el golpe de febrero.
El Rubio, en la serie, señala como clave este acontecimiento de su vida –las Centurias Amarillas– porque sitúa ahí la supuesta reunión que mantuvo en Perpiñán con un colaborador de Manglano para recibir el encargo: sacar de la caja fuerte del Central los papeles del 23-F. No hay nadie que confirme esta versión más allá de sí mismo. Nadie ha visto jamás esos papeles. El Rubio irá cambiando los detalles de su versión, pero siempre con el golpe de Estado de fondo.
Cuando llega el atraco, hace tiempo que El Rubio, llamado en el interior del banco “Número Uno”, ha dejado las Centurias Amarillas. Ha pasado, como decimos, por el anarquismo. Se ha convertido a Bakunin por amor. Ha hecho trabajos de cariz más político y antifranquista. De hecho, dos hermanos de su chica, los cuñados, llevan pasamontañas esta mañana y atracan el Central con él. Ahora, la única ideología de El Rubio es el dinero.
De la ficha policial que ha podido consultar este periódico, extraemos literalmente los rasgos del resto de atracadores que, con ropa desgastada y armas de segunda mano recorren los distintos pisos del Central.
. Cristóbal Valenzuela: nacido en Cataluña en 1958, pero con domicilio en Perpiñán. Fue detenido en 1979 en Barcelona por intento de evasión de presos. Sospechoso de haber cometido atracos en farmacias francesas [uno de los cuñados de El Rubio].
. Jorge Valenzuela: nacido en Cataluña en 1960. Es el más joven de la banda. Carece de antecedentes penales [el otro cuñado de El Rubio].
. Tomás Paz: nacido en Ciudad Real en 1946. Fue detenido en 1969 siendo soldado de la bandera paracaidista de Alcalá de Henares por una riña tumultuaria en un pub. En 1972, fue detenido en Barcelona por robo a mano armada. Autor de hurtos en vehículos, tiendas y pisos por valor de 1.300.000 pesetas.
. Miguel Ángel Millán: nacido en Zaragoza en 1947. Administrativo, casado. Figura en diligencias policiales por estafa y apropiación de 30.000.000 de pesetas en la Caja Rural de Zaragoza, donde era empleado. Apropiación indebida de coche valorado en 400.000 pesetas en 1978.
. Juan Quesada: nacido en Almería en 1940. Soltero, sin profesión ni domicilio. Detenido en Almería en 1971 por hurto. Arresto gubernativo en 1964. Detenido en 1972 en Valencia por robo de vehículos. Participó junto a El Rubio en un robo a Banca Jover en 1980.
. Alberto Ots Jiménez: nacido en 1944 en Córdoba. En 1975 pasó a disposición judicial por sustracción de furgoneta. Detenido en 1978 por amenazas de muerte y en 1977 por contrabando.
. Mariano Bolívar Tirado: nacido en 1959 en Sevilla. Autor de hurto de vehículos en 1975. Detenido por amenazas en 1976.
. Francisco Domínguez Martín: nacido en Cataluña en 1955. Detenido en 1980 en Barcelona por tentativa de robo. Supuesto autor del atraco junto a El Rubio en Banca Jover. Reclamado como sospechoso de atracos a farmacias en Francia.
. José María Cuevas: nacido en Granada en 1947. Carece de antecedentes [será el único que muera en el asalto al Central].
Falta la ficha de "Bartolo", que logrará huir.
Es importante reflejar estos perfiles que todavía no conoce el Gobierno. Porque, como queda de manifiesto, se trata de once atracadores de barrio sin apenas motivaciones políticas. Pero han firmado un comunicado que ya está propagándose por las redacciones, las calles, los gobiernos civiles y hasta el palacio de la Moncloa. ¿Cómo es posible que vayan a ser confundidos con guardias civiles inmersos en un nuevo golpe de Estado?
“Bartolo” –sobrenombre de uno de ellos– contará a Interviú justo después de fugarse del Central: “Se han escrito muchas tonterías, se han dicho cosas alucinantes. Que si era una operación de la extrema derecha, que si la Guardia Civil implicada, que si los servicios secretos… La idea era hacer una especie de tocomocho al país. Como el timo de la estampita pero con pistolas”.
Volvemos a Moncloa. Cruza la puerta Matías Rodríguez Inciarte, secretario de Estado adjunto al presidente. Muchos años más tarde será vicepresidente del Banco Santander. Encuentra un gabinete de crisis que carbura a toda velocidad. Nos lo cuenta así: “Llegué un poco tarde porque estaba fuera. Me avisaron y fui corriendo para allá. Era un ambiente de gran confusión. Todos teníamos en la cabeza el 23-F. La conexión que hacíamos entre el Banco Central y el golpe era automática”.
Hay ministros más nerviosos, hay ministros menos nerviosos. Hay ministros que no están. Jesús Sancho Rof, responsable de la cartera de Sanidad, se halla dentro de una iglesia, pero pone la radio. Nos dice: “Mi hijo hacía la primera comunión. Me puse la radio en la oreja. Oía la eucaristía y oía lo del Banco Central”. El desconcierto, la radio, las menciones al golpe. Otra vez.
La voz que suena por esa radio es la de Luis del Olmo, que nos dice: “Quizá aquel 23 de mayo de 1981 fuera una de las mañanas de radio de más adrenalina que he vivido. La gente subiendo el volumen por donde pasaba para ver qué se decía. Hubo una gran confusión. Porque, con lo que se iba sabiendo, muchos inventaban, hablaban, contaban, se sacaban personajes de la manga. La radio es maravillosa para contar la verdad, pero también para alumbrar aventuras”.
Son las once y cuarto de la mañana. El Ministerio del Interior emite un comunicado. Se “confirma” que los asaltantes “son de extrema derecha”. Se “confirma” que son 25. Y se “confirma” que hay más de 300 personas dentro.
Palabras de Bartolo, uno de los atracadores: “La imaginación les trabajaba más de la cuenta. Estaba funcionando. Todo era una película que se estaban montando entre el Gobierno, la Policía y la prensa”.
En Moncloa, donde volvemos a colgarnos de los hombros de Galdón, el jefe de gabinete, vemos al presidente Calvo-Sotelo repetir con desesperación contenida: “Tres meses, tres meses, tres meses”. Sólo han pasado tres meses del 23-F. El presidente mantiene informado al Rey.
“Recuerdo, sin embargo, la tranquilidad de Calvo-Sotelo. Era mucho más tranquilo por fuera que por dentro. Meditaba mucho las cosas, pero… aquella España estaba sumida en el clima propicio para que las verdades alternativas se extendieran como la pólvora”, nos dice Galdón.
Luis Sánchez-Merlo, secretario general de la Presidencia, le pide al presidente… [lo sabemos porque nos lo dice ahora a nosotros]: “No debemos dialogar demasiado con los asaltantes. Hay que abatirlos. Es una acción terrorista. El Estado debe ser democrático, pero fuerte. La democracia no tiene que estar divorciada de la autoridad”.
Hay ministros y asesores duros; los hay más dialogantes. Ese mismo debate se replica en el otro gran gabinete de crisis, que se constituye en Barcelona, justo enfrente del Banco Central, en la sede del Banco de Bilbao. Están la Policía, la Guardia Civil, el alcalde de Barcelona [Narcís Serra], el presidente de la Generalitat [Jordi Pujol] y el delegado del Gobierno en Cataluña [Rovira Tarazona].
Nos colamos dentro junto a Narcís Serra, que poco después será ministro de Defensa, vicepresidente y guardián de los secretos del Estado. Le vemos discutir con el poder militar: “Ese debate estaba de fondo –nos dice–. Yo insistía mucho todo el tiempo en evitar los disparos, el tiroteo. Querían mandar a los Geos al tejado desde muy pronto y ocupar el edificio. Podía haber una masacre”.
En la primera llamada entre las fuerzas de seguridad del Estado y los asaltantes se produce el equívoco que levanta la cortina de humo, ¡la cortina del bulo!, de manera casi definitiva. A un lado de la línea, El Rubio. Al otro, el general Pajuelo, comandante de la Guardia Civil en Cataluña. El Rubio cuelga porque no quiere negociar, pero a Pajuelo… se le cambia la cara. Está seguro de que es la voz del capitán Gil Sánchez Valiente, compinche de Tejero en el 23-F y desaparecido desde entonces. Pajuelo está seguro. Es él. Hay un hombre de Tejero al frente del asalto y así lo traslada al Gobierno.
Palabras de Bartolo, un asaltante, muchos años después: “Respecto a nuestra técnica militar, como no fuera por lo que algunos habían aprendido en la mili, allí nadie sabía nada de nada”.
Carlos Abella, escritor, es el director de relaciones informativas de la Moncloa. Después será el biógrafo de los grandes toreros, íntimo amigo, por ejemplo, de Luis Miguel Dominguín. Se acerca al presidente, debe torear un ambiente difícil. Aunque tiene algo de suerte: la mayoría de periodistas llama al jefe de prensa de Interior, y no a él.
“La tensión era terrible. Todos encerrados allí dentro bajo el síndrome del 23-F. Antes de que ocurriera el asalto, teníamos esa sensación de… me van a golpear y no sé por dónde. La Democracia era tan frágil… Y, como en el boxeo, ¡pum! Otro gancho. Empezó a correr el rumor de que eso estaba relacionado con un maletín que el capitán Sánchez Valiente había sacado del Congreso la noche del 23-F”, dice Abella. Muchos años más tarde, el propio Sánchez Valiente reconocerá que no sacó ningún papel del Congreso.
Cerca de las once y media, suena un disparo en el interior del banco. El Rubio le ha pegado un tiro en la pierna a uno de los empleados de la entidad. Un chaval joven de nombre Ricardo Martínez Calafell. El Rubio pide por teléfono una ambulancia y exige a la policía tabaco y comida. Amenaza con matar a un rehén si la policía, apostada al edificio, no se aleja de las paredes. Lo consigue.
Son evacuados cuatro mujeres, un anciano y el empleado con el tiro en la pierna, que lleva un torniquete que le ha hecho El Rubio con una corbata. El Rubio será magnánimo con muchos rehenes. Irán saliendo los lipotímicos, los arrítmicos y los que sufren trastornos respiratorios.
La escena de esta primera evacuación es clave. Habla Juan M. Velázquez, biógrafo de El Rubio: “Según él, tenía un compinche infiltrado como camillero entre el personal de la ambulancia. Aprovechó esa salida para sacar del banco los papeles del 23-F. A mí me dijo que le pegó el tiro al chaval para eso”. Ningún atracador más vio esos papeles ni supo nada de la caja fuerte. Bueno, según El Rubio, sólo José Jiménez, el que va a ser abatido por la policía esta tarde.
Volvemos a Moncloa con Luis Sánchez-Merlo, secretario general de la Presidencia: “Esos primeros momentos eran de una gran conmoción. Pensamos que era un nuevo golpe de Estado. Salíamos de uno y nos metíamos en otro”.
Galdón, jefe de gabinete, lo resume así: “A ver quién se atrevía a contemporizar… Se hizo con la Operación Galaxia, no se fue contundente y luego llegó el 23-F con parte de sus protagonistas”. Había empezado la lucha entre el inconsciente colectivo y la realidad.
Al mediodía
Llegan los Geos a Barcelona en avión desde Madrid. Lo han hecho en un vuelo regular porque esta forma es más rápida que flotar una operación militar. Los pasajeros de Barajas recordarán muchos años más tarde el susto al ver a todos esos hombres armados y uniformados. Son miles los policías que acordonan el Banco Central.
También va a llegar a Barcelona, al otro lado de la acera, al gabinete de crisis del Banco de Bilbao, el general y máximo responsable de la Guardia Civil, Aramburu Topete. El presidente Calvo-Sotelo, al creer que son guardias civiles los atracadores, ha preferido que sea él quien lidere el operativo.
De hecho, la brigada antiatracos y la policía en general pasan a un segundo plano. Van a ser ellos quienes antes se enteren de que El Rubio y los suyos no tienen nada que ver con las Fuerzas Armadas. Lo harán a través de sus confidentes y porque conocen a algunos de los protagonistas de robos anteriores.
Entramos de nuevo al gabinete de crisis. Vemos por la ventana la azotea del Central. Nos sentamos al lado de Narcís Serra. Traje, gafas y barba. Mira de reojo al general Aramburu Topete: “Era un hombre muy duro. Muchos militares querían mandar a los Geos al tejado del edificio y ocuparlo inmediatamente. Pero yo insistía en evitar esa opción. Habría sido una masacre. El mediodía fue de mucho nerviosismo porque manejábamos la información equivocada. Recuerdo al general convencido de que los asaltantes podían ser algunos de sus hombres. Incluso hacía quinielas preguntándose quiénes eran exactamente”.
La convivencia entre los pareceres de Narcís Serra y Aramburu Topete no resulta sencilla. El primero es un socialista que proviene del Frente Obrero y que habla mucho en catalán. El segundo es un voluntario del golpe de Estado del 36, voluntario de la División Azul, condecorado dos veces por los nazis. Se miran, chocan... y conviven. Ahí está encapsulada la Transición.
También ha llegado a Barcelona Raúl Cancio, que está sellando su carrera como mejor fotógrafo de los ochenta. Sus fotos de esta jornada serán portada en El País. Acaba de fichar por este periódico. Ha aprendido el oficio en Pueblo, donde hacía dupla con Raúl del Pozo, firmando los reportajes más inverosímiles. Está acostumbrado a las armas, las guerras, las drogas, los atracos. “Cogimos una pensión frente al Banco Central. No sé si dormimos alguna hora. Creo que quizá alguna siestecita y vestidos”, nos cuenta.
Cancio quiere saltarse el cordón de seguridad, pero lo detiene la policía. Tiene suerte. El director general es Fernández Dopico, que trabajó en Pueblo con él. “¡José Luis, coño! Me darás un abrazo, ¿no?”. “Joder, Cancio, tenías que ser tú, vete a tomar por culo”. Sueltan a Cancio, que obtiene de la Policía un permiso para que él y unos cuantos compañeros puedan acceder a la cafetería donde se alimentan y se hidratan los agentes. En ese camino, Cancio tira fotos en exclusiva y se compra una botella de coñac francés. “Esto está muy feo, Cancio, muy, muy feo. A ver cómo coño se arregla… sin muertos”, le dice Dopico.
A Calvo-Sotelo, en Moncloa, se le agolpan las preocupaciones en la cabeza. Fuma, se quita la americana, pasea por el despacho, por el antedespacho. Pasea por todas partes. Nos cuenta su jefe de gabinete, Galdón: “Veníamos de estar en el suelo del Congreso con un cetme en el cogote. Ninguno podíamos imaginarnos que la realidad era infinitamente más sencilla. Era como si hubiéramos estado esperando inconscientemente ese aparente golpe de Estado”.
El Gobierno tiembla por varias razones. Las leemos en los recuerdos de quienes están allí, encerrados en el gabinete: el propio Galdón, Sánchez-Merlo, Rodríguez Inciarte. La falta de adhesión de las Fuerzas Armadas a la Democracia sigue siendo manifiesta; meter en la cárcel a los cabecillas del 23-F no ha resuelto el problema, sino todo lo contrario; “no tenemos ni puta idea de cuántos golpistas quedan en el Ejército”, ¡cuántos son, joder!; ¿cómo vamos a entrar en la OTAN con otro golpe de Estado?
De pronto, una esperanza en el seno del Gobierno. El Ejecutivo ha decidido ponerse en contacto con Tejero para palpar su ánimo en relación al asalto. Lo hacen, según recuerdo de Galdón, a través del Ministerio de Justicia y los abogados del teniente coronel. Tejero levanta el teléfono en la cárcel. Dice que no tiene nada que ver y que, en caso de que Moncloa se plantee el canje, él no se va con esa gente a la que no conoce de nada.
“No era una prueba definitiva porque Tejero, incluso de haber estado implicado, lo habría negado. Lo contrario habría sido reconocer un nuevo delito que podría haber aumentado su pena”, nos explica Eugenio Galdón.
El alivio no es sólo para el Gobierno, sino también para algunos de los atracadores. Bartoló dirá a Interviú: “Menos mal que no se plantearon el canje. ¡Joder, yo no me subo a un avión con Tejero ni loco!”.
Llamamos a Álvaro Romero, autor de una biografía sobre Tejero e íntimo amigo del teniente coronel. Ha hablado con él varias veces sobre el Central: “Se lo pregunté. Me dijo que nada de nada. Antonio no me habría mentido. Si no hubiera querido contármelo, me habría dicho: ‘De eso prefiero no hablar’. Pero no tenía ni idea. Su sorpresa fue la de todos. Sí me confirmó que recibió en la cárcel la llamada del Gobierno”.
Y el Gobierno, entonces, llama al Central. Se pone El Rubio. Le presionan diciéndole que han hablado con Tejero, que se niega a participar en un canje y que también niega estar implicado en el supuesto golpe. “Si quiere, se lo pasamos y que se lo diga él mismo”. El Rubio, que necesita mantener viva la simulación, contesta: “Yo no hablo con traidores”.
La tarde y la noche
Cuando dan las siete de la tarde, se produce una nueva negociación que culmina con la liberación de algunos rehenes más. Al caer la noche, ya han sido liberadas varias decenas. Siempre a cambio de comida y tabaco. En la madrugada, se alcanza una calma tensa.
Narcís Serra escucha de los militares: “Esto va para largo”. Y se va a casa a dormir un par de horas. Raúl Cancio, el fotógrafo, apura la botella de coñac francés con unos compañeros en la pensión. Por la ventana, se oyen los gritos de los rehenes. Llegan a producirse conversaciones entre periodistas y apresados. Luis del Olmo se va a dormir sin saber cómo va a empezar el programa de la mañana siguiente. ¿Solucionado? ¿Siguen ahí? ¿Masacre?
Mientras tanto, los Geos descubren la manera de serpentear bajo el asfalto para situarse bajo el Central y contemplar qué ocurre dentro a través de las alcantarillas. Ven esa calma tensa. Algunos rehenes están pudiendo llamar a sus familias. Hay comida y cigarros de sobra.
Para mantener viva la simulación, los asaltantes gritan de cuando en cuanto: “¡¡¡Viva España!!!”. Y hablan con la poca jerga militar que manejan. Contará Bartolo: “Yo no grité viva España, pero cuando algunos lo hacían, ¡gritaban mucho más fuerte algunos rehenes!”.
El plan se les está viniendo abajo a los atracadores, explicará Bartolo: “El proyecto se basaba en pedir un plazo de 72 horas y, mientras, hacer un agujero para escapar por las alcantarillas”. Lo intentan hasta en tres lugares distintos, incluso ponen a trabajar a algunos rehenes, pero no hay manera. Es piedra de granito lo que encuentran, y no el hormigón que aparece en sus mapas. Es una ratonera, no hay salida.
El Gobierno tiene cada vez más elementos para descartar que lo que está sucediendo se trata de una secuela del 23-F, pero sigue operando el síndrome de estrés postraumático y varios ministros se niegan a desdeñarlo del todo. El presidente, convencido de que Tejero no está en el ajo, se inclina por una tercera vía: son unos quinquis, pero alguien les ha asesorado.
Sánchez-Merlo, el secretario general de la Presidencia, es uno de los que quiere que se empiece a trabajar como si fuera un atraco corriente: “Faltaba consistencia y profesionalidad en los asaltantes. No estuve de acuerdo con que se les diera tanta importancia”.
Carlos Abella, director de relaciones informativas de la Moncloa, nos cuenta: “Por la noche empezó a clarificarse la cosa, pero quedaba de fondo esa nebulosa, esa duda. El presidente nos pidió que mantuviéramos un perfil muy bajo hasta que no se aclarara del todo”.
Juan Antonio Ortega y Díaz Ambrona es ministro de Educación. No está en Moncloa, pero pegado al transistor, en su casa, piensa: “Dentro de ocho días es el primer desfile de las Fuerzas Armadas en Barcelona. Quieren cargárselo. Es una maniobra casi perfecta”.
Eugenio Galdón, el jefe de gabinete del presidente, nos vuelve a abrir la puerta del comité de crisis. El nerviosismo, la oscuridad y el recuerdo generan un clima que empuja al pensamiento de soluciones que, vistas cuarenta años después, parecerán drásticas y descabelladas, pero que ahora suenan incluso lógicas. Llega a proponerse que, de confirmarse una mínima participación de la Guardia Civil, se revisará el estatus militar del cuerpo.
Galdón sale de palacio con un ministro –prefiere no revelar su nombre– a tomar el aire. Veamos de manera descarnada cómo sigue operando, pese a los avances en la investigación, el síndrome del 23-F.
Van caminando, fuman. De pronto, sale de entre los arbustos un guardia civil que protege el palacio, se cuadra con un taconazo y grita: “¡A sus órdenes, señor ministro!”. Y el ministro, creyendo que se trata de un asalto, pega un brinco hacia atrás, estando a punto de caer al suelo. Le dice a Galdón: “Joder, Eugenio, pensaba que nos habían asaltado también a nosotros”.
Unos se han desengañado, otros no. “Pero, ¿quién coño se atrevía en ese momento a desengañarse del todo? ¡Nadie!”.
Domingo por la mañana
Se cumplen veinticuatro horas del atraco. La cortina de humo, la simulación que mantiene viva El Rubio utilizando jerga militar en las llamadas de teléfono, se ha hecho papel de periódico. Se ha hecho verdad. Es como la guerra de los mundos, pero en vez de transmitirse por la radio, se cuenta por las calles al grito de “¡extra, extra!”. La gente, así en general, lee y cree que está en marcha un nuevo golpe de Estado.
Portada de El País: “Parece que hay guardias civiles entre los integrantes del comando que asaltó el Banco Central en Barcelona”. Subtítulo: “Los terroristas, que exigen la liberación de varios golpistas del 23-F, se mantenían firmes a las cuatro de la madrugada”. Otro titular: “Un rehén liberado afirma que un asaltante es guardia civil”. Umbral define el ambiente como de “golpismo sociológico”. Escribe que Tejero está quedando de “intelectual” gracias a El Rubio y sus secuaces
Portada de ABC: “Pretenden liberar a Tejero”. Otro titular: “El Gobierno espera una rendición impuesta por el cansancio y la desmoralización”. Se define a los asaltantes en todas las páginas como “ultraderechistas”. “Gobierno y oposición, de acuerdo en no ceder”. Atención a este párrafo: “Parece que los asaltantes son de tendencia ultraderechista y que podrían pertenecer a alguna institución militar a juzgar por su forma de hablar y actuar. También parece claro que el asalto es un suceso aislado y que no está relacionado necesariamente con el 23-F, pues los principales encausados se apresuraron a desmentir su conexión. La fecha de hoy es clave. Podrían comenzar las ejecuciones anunciadas o, por el contrario, culminarse la liberación de los rehenes”.
Porque a esta hora de la mañana, cuando los dos gabinetes ya trabajan a pleno rendimiento, se han liberado en torno a setenta. Vemos a la Cruz Roja repartiendo el desayuno y el tabaco a los atracadores. Bocadillos de mortadela, café, manzanas.
A eso de las once, una tanqueta se acerca a la puerta. Es orden de Aramburu Topete, que ha decidido “apretar las clavijas” a los atracadores para evitar la eternización del atraco. Su experiencia le dice que, si tanto unos como otros pierden los nervios por el paso del tiempo, la vida de los rehenes correrá peligro.
Un guardia civil lee un comunicado a los asaltantes desde la tanqueta. Les dice que, “desde ahora”, “están incomunicados”. Les empuja al precipicio: no habrá más negociaciones. Básicamente: o salís o entramos. El Rubio y los suyos responden disparando a discreción. No hay heridos. Es una manera de hacerse fuertes en la trinchera.
“A mí la tanqueta me ponía muy nervioso. Si pones una tanqueta ahí es porque siguen sin descartar que dentro haya militares o guardias civiles. Veía la tanqueta y me llevaba al 23-F”, nos dice Narcís Serra, alcalde de Barcelona, que ve el tiroteo por la ventana.
A las 12:45, para incrementar la presión, los asaltantes anuncian por teléfono que han amontonado quinientos millones de pesetas y que están dispuestos a quemarlos. Los rehenes que forman parte del personal del banco los disuaden. Se generaría una humareda que obligaría la evacuación.
El Rubio quiere transmitir al Gobierno y las Fuerzas Armadas que todavía tiene todo bajo control. En realidad, ya desde ayer por la tarde noche ha asumido que están perdidos. Alguien les ha engañado con los planos del banco. Lo que creían una pared de hormigón es un muro de roca. No pueden perforarlo con los taladros que han llevado. No hay plan B. Sólo tenían pensada esa manera de salir: abrir camino en la pared y correr bajo las alcantarillas.
Para exhibir esa firmeza, coge la pistola y encañona a un empleado del banco. Abre la puerta y se da un paseo por la Rambla. Se mofa de quienes lo apuntan con las miras telescópicas desde todas partes. El general Aramburu Topete no da crédito; enfurece.
Narcís Serra y el Gobierno deciden intentar el diálogo una vez más. Entran en el banco, con permiso de los atracadores, el director de la policía, Fernández Dopico; y el delegado del Gobierno en Cataluña, Rovira Tarazona. Visto con perspectiva, la decisión se entenderá como una absoluta locura. De habérsele ocurrido, El Rubio y los suyos podrían haber ampliado cualitativamente su botín de rehenes: más de un centenar de personas, el director de la policía y el delegado del Gobierno.
Pero no sucede. Salen indemnes… y sin éxito.
“Los dos que entraron se jugaron el tipo, es cierto. Para ese momento, los atracadores ya no estaban para bromas. Sin embargo, habían pasado muchas horas y las fuerzas armadas ya tenían mucha información de lo que estaba ocurriendo dentro”, dice Galdón, jefe de gabinete del presidente. “Los Geos ya tenían casi controlada la situación. Lo veíamos desde nuestro ático”, confirma Narcís Serra.
Domingo por la tarde
Raúl Cancio, en el atardecer, no deja de disparar su cámara. Se ve a los rehenes en la terraza, encañonados por los asaltantes. El Rubio ha colocado allí a varios compañeros porque sabe que los Geos ya se encuentran en las terrazas colindantes. Si les invaden, será por ahí.
“Había que cerrarlo el domingo sí o sí. Se decidió que no se dejaría pasar otra noche más. Era una decisión firme”, recuerda Narcís Serra.
Aramburu Topete, ahora sí, aprieta el botón. Da la orden de abatir a uno de los asaltantes. Pum. Un disparo dirigido a través de mira telescópica. Cae muerto José Jiménez, según El Rubio el único que conocía que aquello era una cortina de humo para sacar “los papeles del 23-F”.
“La decisión de disparar no pasó por Moncloa. Sí lo hizo la de entrar con los Geos, que fue aprobada por el ministro del Interior”, dice Galdón, que permanece junto al presidente Calvo-Sotelo.
El pánico se desata en el interior del Central. El Rubio da su última orden: “Salimos todos a la vez, rehenes y asaltantes, confundidos en una misma masa. Así la policía no disparará y quizá podamos escapar”. Un clásico de los atracos con rehenes.
“Se rompió el cristal de la puerta. Salieron todos corriendo”, dice Narcís Serra, que mira con el corazón palpitante desde el edificio de enfrente. “De vez en cuando salía un rehén con la capucha puesta de un asaltante”, apunta Cancio, el fotógrafo.
Uno a uno son detenidos nueve asaltantes, incluido El Rubio. Muerto, en la azotea, queda José Jiménez. Escapa tan solo uno, que recibe el sobrenombre de Bartolo. Se refugia en el cuartito de limpieza de un hotel cercano y, tras quedarse allí varias horas, logra confundirse después con los transeúntes. Los asaltantes del Central serán condenados a penas de treinta años.
El misterio
Después de los interrogatorios, tras comprobar que El Rubio y los suyos son habituales en los atracos sin vinculación política, el general Aramburu Topete da una rueda de prensa donde los califica de “chorizos” a secas.
Sin embargo, cuando el presidente Calvo-Sotelo comparece dos días después en el Congreso, confiesa que no puede dar “una respuesta solvente” a lo ocurrido en el Banco Central. Relata la versión de El Rubio –sus supuestas entrevistas con ultraderechistas y miembros de los servicios secretos– y deja en el aire el origen del atraco.
Felipe González, líder de la oposición que se convertirá en presidente al año siguiente, aprieta al Gobierno y abona la tesis del misterio: “No es posible que unos chorizos, como ustedes les han llamado, puedan tener en jaque a todo un Estado (…) El Gobierno es el primero que no se lo cree”.
El Rubio declara por primera vez la que cuarenta años después seguirá siendo su versión: que lo ficharon las cloacas del Estado para borrar el rastro de la participación de Juan Carlos I en el 23-F. Luego declara una segunda vez, donde retira esas afirmaciones y habla de un atraco convencional.
(…)
La sentencia del asalto al Banco Central dicta que no hubo implicaciones políticas en el suceso, pero todavía hoy, ¡ha pasado casi medio siglo!, miembros del Gobierno, de la oposición e incluso guardias civiles se sienten incapaces de desdeñar por completo lo que podemos llamar la tercera vía: no fue una secuela del 23-F, pero tampoco un atraco convencional. Alguien los asesoró desde fuera.
Habla Narcís Serra: “Siempre he tenido la sensación de que aquello no se aclaró. Nunca he dado crédito a lo de los papeles del 23-F, a la versión de El Rubio. Me parece, como se dice hoy, un bulo, fake news. Tampoco creo que Manglano interviniera, acababa de ser nombrado director del Cesid. Pero pudo ser verdad que alguien los asesorara desde fuera, que les ayudara a elegir el día, a fabricar el comunicado, a transmitir ese aspecto militar…”.
La tesis de Eugenio Galdón, jefe de gabinete del presidente: “Calvo-Sotelo estaba prácticamente convencido de que eran delincuentes comunes, pero en ese clima era una locura descartar por completo la participación de alguien más. ¿Alguien les dijo que era el contexto ideal, que podían llevarse el dinero a la sombra de un aparente golpe? Sí, pudo ser”.
Díaz Ambrona, entonces ministro de Educación: “Creo que hubo gato encerrado, pero nunca le pudimos poner el cascabel. Hoy pienso que eso no fue simplemente un atraco de robar. Veo añadida una maniobra de desestabilización democrática”.
Juan Armada Díez de Rivera, hijo del general autor de esos supuestos papeles, nos contesta al teléfono: “Me parece todo una chorrada, nada de eso ocurrió”.
Juan M. Velázquez, biógrafo de El Rubio: “Después de tantas y tantas conversaciones con él… Siempre he pensado que lo de Tejero era mentira, una cortina de humo. Pero me queda la duda con lo de los papeles. ¿Qué necesidad tenía de inventarse eso?”.
Bartolo, otro de los atracadores: “Me dijeron que se trataba de hacer un atraco enmascarándolo con el tema político y aprovechando la obsesión que existía con el golpe de Estado. Sabíamos que si entrábamos como en un atraco normal y corriente, los Geos habrían entrado a por nosotros sin tardar (…) Pero haciéndolo como lo hicimos, mientras discutían una cosa y otra, ¡zasca!, podríamos darnos el piro con el dinero”.
El Rubio, hoy
Postdata: Tras la condena del Banco Central, El Rubio logró escaparse durante un permiso. Cuando fue detenido de nuevo, dos guardias civiles que fueron a por él fallecieron en un tiroteo. Se le absolvió porque quedó probado que, por error, se dispararon entre ellos. El Rubio estuvo entre rejas hasta 2016. Vivió en Euskadi, donde se le ha vinculado a nuevos atracos, pero no condenado. El móvil que solía utilizar hasta hace nada ya no da señal. Ha asesorado al director (Daniel Calparsoro) y al guionista (Patxi Amezcua) de la serie de Netflix. De hecho, aparece haciendo un cameo, aunque no interpretándose a sí mismo, sino a un señor corriente. Su biógrafo y algunas personas que lo conocen nos cuentan que le dio un infarto y que ha dejado el País Vasco, donde vivía, para trasladarse de nuevo a Cataluña.