El pasado miércoles, dos expresidentes socialistas de la Junta de Andalucía, Manuel Chaves y José Antonio Griñán, que han regido esa comunidad durante 23 años, se sentaban en el banquillo por el caso de los ERE acusados de prevaricación, uno, y también de malversación, el segundo, por la Fiscalía Anticorrupción. El proceso, en el que se dirime el uso irregular de 741 millones de euros (para hacerse una idea, una cifra equivalente al 43% de todo el presupuesto anual del Ministerio de Justicia este año), empezó a instruirse en enero de 2011. El juicio, por tanto, ha tardado casi siete años en llegar.
El 17 de noviembre terminó la vista oral de la pieza principal de Gürtel, en la que han sido juzgados Francisco Correa y otros 36 implicados en la presunta trama de corrupción vinculada al PP. El caso fue denunciado a la Fiscalía Anticorrupción (FA) el 6 de noviembre de 2007, por lo que el juicio ha concluido 10 años después de que los fiscales anticorrupción empezaran a investigarlo.
Son solo dos ejemplos recientes que a mi juicio ponen de manifiesto que los criterios de actuación y los métodos de abordaje de los asuntos por parte de la FA, a la que corresponde de manera decisiva determinar el contorno de los procedimientos y su impulso, deberían ser objeto de una seria revisión por parte del nuevo fiscal general, Julián Sánchez Melgar. Nos va mucho en ello porque los procesos contra la corrupción son el espejo de cómo se administra la Justicia en España: cuándo y cómo responden por sus conductas delictivas el poder político y el poder económico.
La Fiscalía Anticorrupción española fue -en el pasado- un modelo para la creación de órganos similares en numerosos países europeos. Su actual jefe, Alejandro Luzón, lo sabe bien porque formó parte de la plantilla fundadora de la FA. Él, además, consiguió la primera condena lograda por ese órgano, la del caso Roldán, y lo hizo en tres años justos: el exdirector de la Guardia Civil se entregó el 27 de febrero de 1995 y la sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid, que acreditó el desfalco de nada más y nada menos que 1.700 millones de pesetas de la época (10,2 millones de euros), se dictó el 27 de febrero de 1998. 28 años de cárcel, que el Tribunal Supremo elevó a 31. Luis Roldán estuvo entre rejas 15 años.
Cada proceso tiene su singularidad y los que lleva la FA dependen frecuentemente de complejos informes económicos y de comisiones rogatorias internacionales. Pero no creo que la instrucción del caso Roldán fuera más sencilla que, pongamos por caso, los papeles de Bárcenas, que empezaron a investigarse en enero de 2013 y ahí seguimos, casi cinco años después. No es de extrañar que la penalización electoral de la corrupción sea exigua: quienes tienen que depurarla tardan tanto que el impacto social del caso concreto se diluye.
Sin duda es posible hacer las cosas de otro modo. El propio Luzón inició las indagaciones sobre las tarjetas black de Caja Madrid en octubre de 2014 y obtuvo la condena de los 65 acusados el pasado 23 de febrero. El nuevo fiscal general y el jefe de la Fiscalía Anticorrupción tienen una responsabilidad intransferible en no seguir permitiendo que las investigaciones se eternicen. Cuando la FA nació estaba integrada por sólo ocho fiscales. Hoy son 24 (19 más si incluimos a los fiscales delegados) y, sin embargo, ello no se ha traducido en una mayor celeridad. Los plazos en los que se da respuesta a los casos de corrupción que más conmoción causan en los ciudadanos son, sencillamente, intolerables.
No todo depende de los fiscales, claro está. Pero a ellos compete una dirección efectiva de las indagaciones preliminares de la UCO, de la Udef o de Hacienda; acotar las líneas de investigación, marcarse plazos e instar de los jueces la conclusión de las diligencias en cuanto haya un mínimo de prueba suficiente para ir a juicio. La realidad es que muchos jueces instructores y magistrados de apelación siguen prácticamente a pies juntillas lo que sostiene la FA. Hay resoluciones judiciales que son, vergonzosamente, un mero trasunto de los informes del Ministerio Público. Los fiscales anticorrupción condicionan, así, durante años y años, con el solo límite que ellos quieran poner, la vida y hacienda de los investigados. ¿Éste es el proceso justo que garantiza la Constitución?
Nuestros fiscales anticorrupción -me consta- tienen una vocación especial de servicio y una entrega indudable. Pero deben tener controles. No estoy segura de que los haya en todos los casos. Confío en que algunas actitudes desleales de fiscales amigos de acudir a las filtraciones interesadas para instalar en la opinión pública un clima favorable a determinadas imputaciones -en algún caso en contra de las instrucciones expresamente recibidas de Luzón- tengan la debida respuesta porque ése tampoco es el fiscal que quiere la Constitución.