No piensen que les cuento esto como parte interesada. Yo a ustedes no les mentiría nunca, y les prometo que tampoco me pagan tan bien como para hacerlo. Si soy la mejor amiga de alguien, es suya, de nuestros lectores. Soy su cómplice, su compinche. Sus ojos. Trátenme como tal. Es desde ahí desde donde quiero confesarles que la de anoche fue una noche memorable, emocionante y transversal, un canto luminoso a la Tercera España, la disfrutona, humanista y feliz que no entiende de bandos. Una España libérrima, culta y conversadora. Una España ilustrada, vanguardista y guapa que bosteza ante el guerracivilismo. Una España plural, cálida y, como subrayó la vicepresidenta Cruz Sánchez de Lara, con propósito.
Sé que la conocen porque casi todos pertenecemos a ella y cada vez lo decimos más claro, sin paños calientes: nos aburre el imperativo del exabrupto con el adversario ideológico, y hace rato ha dejado de importarnos que por eso nos bauticen como tibios o equidistantes. Ésta es la idea primordial que supuró anoche la celebración del IX aniversario del periódico que amo y al que pertenezco, EL ESPAÑOL, número uno de la prensa española, con su correspondiente entrega de premios a las criaturas ejemplares patrias que nos tientan a ser como ellos, de Rudy Fernández a Antonio Huertas, presidente de Mapfre.
Fue en el Four Seasons, allí donde arrancan los cuentos de hadas del mundo moderno. Les aseguro que fui una decente Cenicienta de Chamberí y que sólo me bebí dos vinos, porque tenía que escribirles esto, y que me fui prácticamente a las doce. Y si no, que me registren. Pero antes de eso me dio tiempo a observar muchas cosas y a pensar otras tantas.
Vi cómo la fachada brillaba empedrada de luces navideñas. Fitzgerald se habría estremecido entre el trasiego de caras y nombres y gentes, él que decía que adoraba las fiestas grandes porque eran las más íntimas de todas (en las reuniones privadas, apuntaba, no había ninguna intimidad). Vi cómo en la esquina, titilante, Hermès tentaba a las golosas como yo. Daban ganas de fingirse una Audrey Hepburn de Hacendado y de liarse la manta a la cabeza.
Era hermoso pensar que en este hotel, ahora nuestro, nuestro durante un ratito, duerme el Emérito cuando viene a España y siente que en este país ya nadie le quiere (es una cosa que enfada mucho a Carlos Herrera: que Juan Carlos no pernocte en La Zarzuela, jajá). No es tan grave el pesar del campechano, les digo ahora. Pena del todo no es que me dé.
Aquí, en el Four Seasons, es donde todos quisiéramos acunarnos el día en que ni dios nos abrace; justo aquí, si puede ser, en el corazón de esta ciudad zumbona, radiante, aventurera y esquizofrénica, justo en estos salones alfombrados y calientes donde una fantasea con descalzarse bajo las lámparas de araña gigantes y misteriosas; justo en este enjambre perfecto de belleza y lujo y hombres parcos que leen el periódico a diario.
Los ventanales dan al frío. Nos han dejado fumar en el patio interior. La noche es acristalada e irrepetible.
Seguro que él preferiría que no lo contara, pero la gran aglomeración del evento fue a la llegada de Pedro J. a la puerta del hotel. Se agolpó en calle Sevilla un ejército señoras con abrigos de pelo (pelo del bueno, del casi vivo; el mío era sintético pero coló, me camuflé), rumbosas y expectantes por la presencia de rockstar de nuestro director, el hombre que hace de EL ESPAÑOL una propuesta cada vez más solitaria y digna en el panorama nacional: un auténtico artefacto intelectual.
Todos los asistentes sentíamos un poco, secretamente, que estábamos en el centro de las cosas. En la nuez de la vida intelectual, política y económica del país. En un lugar donde se celebraba “la sumisión de la política al Derecho, porque es el poder quien se ha de someter a la razón, y no la razón al poder”, que dijo Ramírez; y en un lugar donde se homenajeaba también a la “desvalijada prensa independiente” con su obligación “como guardiana de la democracia”.
Y medio siglo de convivencia legal en libertad, desde el 78. Y una Constitución que nos hace estar “en el lado correcto de la Historia”. Y la crítica y la denuncia desde el periodismo, y la cultura de los pactos de Estado, y la tenacidad y la concordia y el reformismo y la deportividad y la amplitud de miras y la generosidad, que siempre es pionera.
Anda que no tenemos cosas que aupar. Anda que no tenemos de lo que estar orgullosos.
Es todo eso lo que nos une.
Y en ese contexto lo cierto es que, como escribió Alvite, aún más interesante que la gente de la que se habla, es la gente de la que se murmura. Pienso en esto cuando pienso en Florentino Pérez, invitado insigne del evento y amigo de la casa. Fue mencionarle Pedro J. en su discurso y sentir la sala revolverse. “¿Está aquí? Está aquí”. Es esa expectación tan mágica de los personajes influyentes.
Más tarde, cuando abrazó en el estrado al premiado Rudy Fernández, le enganchó de tal manera que consiguió aplacar el 1,96 del deportista hacia su 1,65. Le atrajo hacia sí, cariñosa y firmemente, como un padre a un hijo. Yo pensé que era un gesto muy elocuente y poético: Florentino es un hombre que no tiene que hacer el esfuerzo de estirarse para nada, sino que es capaz de colocar a cualquiera en su altura.
Rudy es bastante bello. Viéndole, una quisiera ser tan alta como la luna, “hey, hey”, que rezaba aquella vieja canción infantil, al menos para llegar a mirarle en horizontal. Resulta un tipo afable y genial, de una naturalidad encantadora. Expresó sus agradecimientos sin papel en la mano y citó una otra vez a su preciosa y embarazada esposa Helen Lindes, que le acompañó en el acto. “Ella ha conocido y soportado al Rudy competitivo, ella ha estado en mis momentos difíciles y me ha dado el empujón para seguir adelante. Ella estuvo cuando perdí a mi padre. Estuvo en esos momentos en los que nadie quiere estar. Mi gran familia es mi mujer”. Todas aplaudimos con los ojos.
Rudy dijo que sus piernas ya no son lo que eran pero que su compromiso seguía intacto. Dijo que le apasionaba inspirar a los jóvenes. Dijo que él no tenía nombre sino escudo. Dijo que siempre había trabajado por algo más grande que él mismo.
Salía uno de escucharle a él, de escucharles a todos, en verdad, con ganas de ser mejor. Entendía uno que no sólo se trataba de tener talento, sino de tener carácter, como explicaba muy bien la película de El Buscavidas, de Robert Rossen. Qué alegría da estar rodeado de talento y de carácter, ¿no es cierto? No queda otra que estar agradecido a la luz de los otros porque nos iluminan a todos.
Se respiraba eso, se homenajeaba eso en los premios de EL ESPAÑOL. Se sentían los espíritus genuinos. Se sentía la pujante individualidad de cada premiado, de cada invitado. “Dios nos libre de la gente sin estilo / esa gente que envilece / la enigmática gracia de estar vivo”, como escribió Manuel Vilas.
La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, puso la guinda al pastel con su presencia y su intervención. Agradeció a los políticos, periodistas e intelectuales españoles la ardua creación de esa Constitución del 78, la misma que hoy nos mantiene firmes y fuertes a la hora de decidir, cada día, “convivir en paz y en libertad, sin ira, sin bandos y sin rencores”: “Somos parte de esa Tercera España que nunca quiso bandos pero se vio forzada a tener que ponerse de un lado o de otro. Esto es lo que la mayoría queremos reivindicar. La mayoría… no formamos parte de ningún bando. Y no lo hacemos, también, por responsabilidad. Esto es tan cierto como la vida misma”, alicató.
Agradeció al periodismo y su contrapoder. Agradeció los “episodios trepidantes de la democracia” que leyó en páginas de papel y que ahora lee también en digital. Agradeció la labor de Pedro J. Ramírez poniéndole las banderillas a unos y a otros durante décadas en honor a la pulcritud informativa. “Pero oiga, presidenta, ¿no es verdad que se iba usted a tatuar un 69, si superaba esos escaños, que significaban la mayoría absoluta…?”, le pregunta el chinchoso de mi amigo Dani Ramírez, periodista de esta casa y presentador del evento. “Pues si hay que hacerlo… todo por la patria”, responde ella, simpatiquísima, entre sonrisas generales.
Pero lo mejor fue lo que nos contó después, en petit comité. “Lo que igual sí que me tatúo es el número 71, que son mis escaños de ahora. A estas alturas, es que lo del 69… me parece poco fino”, guiñó. Pues chimpún.