A lo largo de toda la historia militar, hay enfrentamientos que reverberan a través de los siglos, determinando el destino de los imperios o territorios. El 27 de abril de 1522, ocurrió un suceso extraordinario que modificaría las reglas del combate para siempre. Ese día, en la contienda conocida como la Batalla de Bicoca, tres mil soldados suizos fueron derrotados por los Tercios españoles, sin que éstos sufrieran siquiera una única baja.
La Batalla de Bicoca, sin duda alguna, se erige como la victoria más humillante jamás alcanzada por el ejército imperial bajo las órdenes de Carlos I de España. El enfrentamiento se inscribe en el contexto de las Guerras Italianas, también conocidas como la Guerra de Cuatro Años (1521-1526), que enfrentó a Francisco I de Francia y la República de Venecia contra el inquebrantable emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Carlos V, en alianza con Enrique VIII de Inglaterra y los Estados Pontificios.
Antecedentes del conflicto
Todo comienza cuando Francia, en 1521, invadió los Países Bajos con el propósito de respaldar a Enrique II de Navarra en su afán de recuperar los territorios que integraban su reino. Frente a esta embestida francesa, el emperador, el Papa y Enrique VIII cerraron filas en una coalición singular para enfrentar al ejército galo.
El emperador Carlos I y el papa León X tejieron una alianza para asediar el Ducado de Milán, el principal dominio francés en Lombardía. El ejército papal, al mando del Marqués de Mantua, junto a las tropas españolas provenientes de Nápoles, aguardaba en la ciudad de Mantua, al norte de Italia, lista para el conflicto inminente.
Tras un gran esfuerzo, la coalición logró reunir un total de 18.000 soldados para luchar. Al mando de este regimiento estaba Próspero Colonna, quien lideró con destreza las fuerzas hacia territorio francés.
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Durante meses, Colonna planificó maniobras destinadas a acorralar a las fuerzas lideradas por el vizconde de Lautrec (Francia), Odet de Foix. Las tropas francesas avanzaban con determinación pero evitaban el choque directo con el ejército imperial.
No obstante, a finales de abril, la situación se precipitó: las tropas francesas, especialmente los mercenarios suizos, inquietos ante la falta de pago, amenazaron con abandonar el ejército y regresar a sus cantones. Obligados a actuar, las tropas de Lautrec se dirigieron hacia Milán.
En una brillante disposición militar, Colonna colocó a su ejército en un terreno pantanoso, rodeado por altos muros que brindaban cobertura a los artilleros imperiales. La noche del 26 de abril, una avanzadilla del ejército francés, dirigida por el Sieur de Pontdormy, exploró el terreno, reportando la dificultad que representaba el terreno.
Colonna, al observar el acercamiento de los franceses, envió a unos cuantos mensajeros a Milán en busca de refuerzos. La mañana de la batalla, Francisco Sforza llegó con seis mil cuatrocientos soldados para reforzar la caballería y resguardar el puente sur a favor de las tropas imperiales.
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La batalla
Las fuerzas suizas asaltaron al atardecer del 27 de abril. Dos columnas suizas, cada una integrada por miles de hombres, avanzaron sin dubitaciones, intentando abrir paso en las fortificaciones imperiales. La estrategia francesa se ramificó: la caballería flanqueando el campamento imperial, mientras el grueso del ejército se preparaba para abrir fuego contra las tropas de Carlos I.
Anne de Montmorency, comandante del ejército del monarca francés Francisco I, lideraba el embate suizo. Sin embargo, las columnas suizas, insubordinadas, dejaron atrás a las fuerzas galas. Carentes de cobertura en el campo de batalla, las tropas imperiales propinaron un feroz golpe a la avanzadilla suiza, que sufrieron la pérdida de cerca de mil soldados antes de siquiera alcanzar las líneas enemigas.
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No obstante, no desistieron en su empeño, y lanzaron desesperadas embestidas contra las líneas imperiales. Grupos de piqueros lograron alcanzar el terraplén defendido por las tropas de Carlos I, enfrentando a los lansquenetes (mercenarios alemanes que respaldaban la causa imperial).
Después de treinta minutos de acometidas inútiles, los soldados de la vanguardia suiza se retiraron hacia las filas principales francesas. Tras ellos, yacían más de tres mil caídos, incluyendo veintidós capitanes. En el bando español, la única baja se debió a un accidente con una mula.
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El desenlace fue tan favorable para los Tercios españoles. Tras el combate, el término "bicoca" se utiliza para describir algo de extrema facilidad o escaso valor. Esta gesta cambió el rumbo de la historia, marcando una página crucial en la evolución de la guerra y dejando un legado imperecedero.