Un encuentro fortuito, banal, en el epicentro de la inhumanidad. Un albañil italiano se dirige a un prisionero, número 174.517, nombre Primo Levi, para decirle que queda poca argamasa y que le suba la herrada. Están construyendo una serie de tabiques altos y sólidos para proteger la "Buna", la fábrica de productos químicos, el gran proyecto de la empresa I.G. Farben en el campo de concentración autónomo de Monowitz, tan grande como una ciudad, a seis kilómetros de Auschwitz I. Pero el tipo enclenque, desnutrido, agarra el cubo y no puede con él. No tiene fuerza. El mortero se derrama por el suelo.
"Claro, con gente como esta...", dice el albañil. Si fuese un kapo seguramente le habría arreado un palazo en la cabeza. Pero es un "voluntario" italiano, uno de los más de ocho mil que la compañía de construcción de un tal Giovanni Beotti, natural de Piacenza, envió en 1942 a la Alemania nazi para participar en la construcción del universo de Auschwitz. A Primo Levi, entonces un químico recién salido de la Universidad de Turín y activista antifascista, le llama la atención su acento, y lo identifica: es piamontés. Y rompe el hielo: "Mira que, si hablas conmigo, te vas a poner en peligro". "Me da igual", responde el trabajador civil.
Ese encuentro le cambió la vida al autor de Si esto es un hombre. "Creo que es a Lorenzo a quien debo estar vivo hoy", escribió en el primero de los tres libros que componen su desgarradora Trilogía de Auschwitz, el ejercicio literiaro más vasto, profundo y sobrecogedor sobre el Holocausto. Se refería a Lorenzo Perrone, un hombre pobre, desgraciado, alcohólico y pendenciero en su vida anterior, que encontró en el núcleo de la maquinaria de exterminio nazi una razón para seguir viviendo. Su azarosa biografía la reconstruye ahora el historiador Carlo Greppi en El hombre que salvó a Primo Levi (Crítica).
Ambos se conocieron un día de principios de verano de 1944, probablemente entre el 16 y el 21 de junio. A partir de entonces y durante seis meses, de forma altruista, el albañil natural del Burgué, el barrio del casco antiguo de la localidad Fossano, donde creció y aprendió a pelearse con la vida, compensó la desnutrición del prisionero con unas sopas aguadas que le llevó periódicamente, todo los días, en su gamella alpina de aluminio de dos litros, esquivando las miradas de la Gestapo. Unas calorías extra fundamentales para la supervivencia de Primo Levi y del amigo que siempre estaba a su lado, Alberto Dalla Volta.
"Su humanidad era pura e incontaminada, se encontraba fuera de este mundo de negación. Gracias a Lorenzo no me olvidé yo mismo de que era un hombre", escribió el turinés, considerado el mayor testigo de los horrores del siglo XX. "Sus gestos sencillos y cotidianos se convirtieron, con toda probabilidad, en la raíz del testimonio de Levi, y su indeleble solidaridad aparece impresa en los libros que han dado forma a la parte sana de la cultura del mundo occidental de los últimos decenios", analiza Greppi, doctor en Historia por la Universidad de Turín.
Narrada de forma brillante, la de Lorenzo Perrone es una de esas historias extraordinarias e inverosímiles que solo se producen en las circunstancias más extremas. Porque además de brindarle litros de sopa, el albañil envió tres tarjetas postales que escribió para Primo después de que este fuese descubierto en su intento de redactarlas personalmente. Un contacto con "el mundo perdido para siempre" que también contribuyó a que al final engrosase esa "minoría anómala" de sobrevivientes.
Después del infierno
La primera de estas cartas se escribió el 20 de agosto de 1944 y se envió un día más tarde. A través de su intermediario, el escritor explicaba a su madre —aunque la destinataria primera del mensaje era su amiga Bianca Guidetti Serra— que se encontraba bien: "La salud se mantiene perfecta, además con la llegada de la buena estación me siento mejor". "No te preocupes por mí, intenta darme noticias de todos y tener tanto valor y esperanza como yo", cerraba.
El último encuentro entre amboso probablemente ocurrió el 26 de diciembre de 1944, cuando las fábricas de I. G. Farben sufrieron un nuevo ataque aliado. Mientras Lorenzo recogía las sobras en la cocina —lo solía hacer de madrugada para que nadie lo descubriese—, una bomba explotó junto a él, sepultando la gamella y reventándole un tímpano. Pero no falló a su cita diaria: tenía un rancho que entregar a un hombre que lo necesitaba. Unas jornadas después, Primo Levi enfermó de escarlatina e ingresó en el laboratorio del campo: fue la otra "fortuna" que le salvó la vida.
El autor de Si esto es un hombre siempre tuvo presente a su salvador: sus dos hijos, Lisa Lorenza, nacida en 1948, y Renzo, en 1957, llevan esos nombres como homenaje. Uno de los hallazgos más interesantes del trabajo de Carlo Greppi son las cartas que Levi escribió al piamontés. Se vieron en varias ocasiones tras la pesadilla vivida en Auschwitz, pero Perrone entró en una profunda depresión. Estaba "realmente demacrado, "traumatizado por lo que había visto allí" y se había quedado "profundamente herido y ya no quería vivir".
Lorenzo Perrone murió el 30 de abril de 1952, pero antes dejó otro estremecedor testimonio que reúne el sufrimiento de un hombre que salvó a otro que no conocía de nada y al que no debía nada, pero que no encontró salvación para sí mismo. Se trata de una postal que envió a Primo Levi en la Navidad de 1948. Escrita de su puño y letra, con las faltas de ortografía normales para un pobre "casi analfabeto", dice así:
"Estimado señor Primo: le respondo a su carta. Me ha encantado saber que usted aún se acuerda de mí, solo que yo no puedo acordarme de usted porque cuando uno es pobre siempre será pobre. Pero este año ha sido rico en salud aunque usted ya sabe cómo es mi enfermedad [tuberculosis] cuando se acerca el invierno: siempre me da un poco de bronquitis y así será hasta que me muera. Me ha encantado saber que hace dos meses su señora dio a luz a una niña. El regalo más grande que usted ha podido hacerme es haberle puesto el nombre de Lisa Lorenza, así llevará también mi nombre. Pero pido al Señor que no tenga que llevar también los sufrimientos que he padecido en mi vida (...) Le confirmo que necesitaría muchas más cosas, pero usted ya ha hecho mucho por mí y hasta me da vergüenza pedir. Ya está bien".