A los dos lados del camino, serpenteando entre el bosque de encinas, se abre una línea de piedras amontonadas con el aspecto del clásico muro que delimita dos fincas. Pero un vistazo rápido al suelo arroja una imagen muy diferente: fragmentos de vidrio de diferentes colores, una lata de conservas completamente oxidada, trozos de una caja de munición para un fusil Mauser o una guía de peine de un Mosin-Nagant ruso. Se trata, en realidad, de los vestigios olvidados la Guerra Civil en la provincia de Guadalajara, en el sector del Alto Tajuña.
En esas fortificaciones, en las que aún se vislumbra algún nido de ametralladoras pese a estar colmatadas e invadidas por las malas hierbas, se refugiaron en el invierno de 1937-1938 los integrantes de la 136.ª brigada mixta de la 33.ª División del Ejército Popular de la República. Comandados por el artillero Eduardo Medrano Rivas, veterano de Marruecos y siempre con un cigarro en la boca, fueron en su mayoría reclutas de las quintas movilizadas en Cataluña, jóvenes urbanitas procedentes de las capitales entre los que se contabilizaban un buen puñado de músicos, escritores, pintores y dibujantes.
Estos bisoños soldados habían sido enviados a una de las posiciones tomadas por las fuerzas republicanas en el mes de mayo anterior tras la desbandada del Cuerpo de Tropas voluntarias italianas a raíz de su derrota en la batalla de Guadalajara. Tenían la misión de sustituir a la XI Brigada Internacional, formada por alemanes y austriacos acompañados de un halo de invencibilidad. "Nosotros, en realidad unos críos, íbamos a ocupar las posiciones que ahora abandonaban, prácticamente sin haber disparado un tiro", recordaría el paisajista y soldado Manuel Ricart Serra.
Hoy el silencio en ese lugar conocido como vértice Sierra, un punto estratégico al ser una de las alturas más prominentes de la zona, aunque poco más que una colina en el elevado paisaje de la Alcarria, es sinónimo de tranquilidad y naturaleza. Pero el día que llegaron los reclutas catalanes, agarrotados por la tensión, el miedo, el frío y la oscuridad, las vistas del valle distaban de ser idílicas.
Pisando lo que queda de ese zigzag de trincheras abiertas por los combatientes a base de picar sin descanso la piedra caliza, Luis A. Ruiz Casero, arqueólogo y doctor en Historia por la Universidad Complutense de Madrid, cuenta que esa misma noche los jóvenes defensores de la República tuvieron su bautismo de fuego. No fue el resultado de un ataque enemigo, sino del pánico nocturno. Alguien dijo distinguir entre las tinieblas un avance franquista que desató un tiroteo contra fantasmas hasta agotar el último cartucho.
"Fue un hecho traumático que contribuyó a crearles una mala reputación, empezaron a ser vistos como un mantra, como una unidad de segunda fila", explica el autor de Sin lustre, sin gloria (Desperta Ferro), una obra que demuestra que todavía quedan muchas cosas sin contar de la Guerra Civil. Ruiz Casero reconstruye en este revelador volumen, en el que se encadenan lugares agrestes y perdidos y dramáticas historias humanas, la verdadera dimensión de los combates en los frentes olvidados de Guadalajara y Toledo. Lejos de esa imagen de zonas en calma, el investigador desentierra una guerra de alta intensidad, aunque precaria y escasa de medios, con un elevadísimo número de bajas: casi 50.000 entre ambos bandos en unos sectores defendidos por unos 93.000 soldados —en torno a un 40% más que lo estimado por estudios previos—.
El del vértice Sierra es uno de los muchos episodios que pueblan las páginas de un ensayo que descubre además a un diestro autor de la llamada nueva historia militar. "Poco después, los mandos catalanes de la División, con un asesor soviético, implantaron una disciplina más fuerte y la moral empezó a subir", continúa. Se fortificó la posición con parapetos, nidos blindados y alambrada de espino, un movimiento fundamental para frenar el avance que al otro lado estaba preparando el general Saliquet, jefe del Ejército sublevado del Centro.
Al mando del coronel Rafael Santa Pau, los franquistas formaron a principios de 1938 una columna de maniobra con unos 4.000 soldados y un fortísimo apoyo artillero. El objetivo era romper las líneas enemigas y avanzar hasta el cauce del Tajuña. El asalto al punto defendido por la 136.ª brigada mixta le correspondió a la I Bandera de la Legión, la fuerza de choque por excelencia del ejército rebelde, que había sido mandada por el propio Franco en las campañas africanas y que participó en la marcha hacia Madrid atravesando Extremadura y Toledo tomando partida en todo tipo de masacres. En ese momento se recuperaban en Guadalajara de las bajas sufridas en Sabiñánigo, en el frente estabilizado de Aragón.
El avance, coordinado con otras unidades, debía iniciarse a las cuatro de la madrugada del 10 de febrero. Aunque parezca una broma, el comandante de la I Bandera de la Legión, que debía abrir el ataque, se encontraba en ese momento de permiso. Con un improvisado líder al frente, el capitán Joaquín Franch Saera, los legionarios avanzaron con poco sigilo por la tierra de nadie y fueron recibidos con una lluvia de disparos. Entonces se cambió de estrategia. "En unas pocas horas cayeron 6.000 proyectiles sobre la línea republicana. En el cerro Pingarrón, en la batalla del Jarama, una de las mayores de la guerra, se dispararon 2.000 menos en el día álgido", detalla el arqueólogo.
A pesar de que algunos soldados republicanos quedaron enterrados en sus posiciones y fueron heridos por la metralla que saltaba en todas direcciones, multiplicada por las esquirlas del terreno rocoso, "un monte insignificante y un puñado de reclutas en los que nadie confiaba" lograron parar a los veteranos del Tercio. Hubo vítores y cantaron la sardana Catalans a l'Alcarria, del compositor y también combatiente de la 33.ª Joaquín Soms. Fue una embarazosa derrota franquista que se saldó con unas 350 bajas. El único éxito de la operación lo cosechó una columna secundaria liderada por el comandante Blas Piñar Arnedo, antiguo defensor del Alcázar y padre del líder de la extrema derecha en la Transición.
"Este combate del vértice Sierra fue la gran victoria para los republicanos después de la batalla de Guadalajara", explica Ruiz Casero. "El general Miaja honró a esta unidad, que hizo un desfile por el centro de Madrid y logró labrarse una reputación de tropa más o menos competente". La memoria material de este choque se esconde ahora entre las encinas de un vértice Sierra que ha perdido hasta su nombre. "Se borró la toponimia del sitio como una forma de olvido consciente de una derrota local, pero humillante. Ahora aparece como cota 1031 o Cerro Alto. También parte del campo de batalla se encuentra bajo las aguas de un pantano construido en los 80", añade.
Memoria material
Pero el pulso por esta posición es tan solo una gota en el mar de operaciones secundarias que se desarrollaron en el frente del centro desde finales del invierno de 1936-1937 y de las que Ruiz Casero da cuenta en su libro, narrado además con pericia literaria.
Por ejemplo, los movimientos organizados por Vicente Rojo, jefe del Estado Mayor del Ejército republicano, como complemente del gran esfuerzo bélico en Brunete que afectaron al frente de Toledo: el asalto de distracción contra la cuesta de la Reina la víspera de la ofensiva y los ataques guerrilleros contra la línea del Tajo dirigidos por el padre de los Spetsnaz, el soviético Iliá Starinov, que llegaron a paralizar las comunicaciones sublevadas desde sus bases en Extremadura y Andalucía. Uno de los hallazgos del libro, según el autor, es precisamente la actividad de los grupos saboteadores en la retaguardia enemiga del Alto Tajo.
A lo largo de estos dos años se contabilizan media docena de batallas en toda regla y al menos tres auténticas ofensivas que movilizaron carros, aviones y artillería en gran número. Una de estas operaciones de mayor envergadura la lanzó la República en el Alto Tajuña a finales de marzo de 1938, cuando las tropas de Franco buscaban llegar al Mediterráneo. En el sector de Abánades fue donde la operación tuvo más éxito, arrebatando algunos cerros clave a los franquistas.
Precisamente en ese pequeño pueblo, como resultado de la voluntad de sus vecinos por conservar y recordar su historia, se encuentra un pequeño museo con objetos recuperados en excavaciones arqueológicas, cedidos por familiares de combatientes o comprados: proyectiles y granadas de mano que no estallaron, cascos italianos, un cañón de tiro rápido, ponchos de enmascaramiento, una camisa azul de la Falange, bayonetas y hasta un revólver oxidados, latas de leche condensada, cubiertos y platos... Un lugar que merece mucho la pena visitar y que recoge los testimonios materiales de una guerra que casi un siglo después seguimos descubriendo.