Ocho toledanos tragaron saliva por última vez bajo la atenta mirada protocolaria de las autoridades. Antes de acabar el día, 16 de noviembre de 1491, se reunieron con su dios, cualquiera que fuese, al ser consumidos por las hogueras en aquel truculento auto de fe. De estos ocho, cinco fueron arrojados vivos a las llamas como dictaba la sentencia judicial. Los otros tres "afortunados" murieron ejecutados y asfixiados bajo el garrote vil y luego cremados junto al resto.
Los ejecutados habían sido procesados en 1490 acusados de participar en un satánico ritual judío cuyo colofón consistió en la crucifixión de un niño toledano de siete años. El caso heló la sangre a cuantos lo escucharon y favoreció la decisión de los Reyes Católicos de expulsar a los judíos apenas cinco meses después. El inquisidor general de Castilla y Aragón, Tomás de Torquemada, usó el caso para incitar el antisemitismo a pesar de que el niño nunca existió.
Antes de hablar del crimen es necesario recordar que uno de los cuentos infantiles más repetidos hasta la saciedad, incluso hoy, corresponden a una macabra figura: el hombre del saco. Un pérfido y siniestro caballero que recorre el mundo secuestrando y devorando niños. Los jóvenes de todo el mundo le habrán dedicado más de una horrenda pesadilla. Durante siglos, este hombre del saco debía ser a la fuerza judío. El pueblo judío fue el perfecto sambenito de la mayoría de sociedades medievales. Durante la peste negra, la gran pandemia que asoló Europa en el siglo XIV, no fueron pocos los judíos acusados de estar detrás de la enfermedad.
Conspiración internacional
En el castillo de Chillón, en Suiza, a las orillas del lago Ginebra, las autoridades "destaparon" una enorme conspiración judía. Según las investigaciones y los numerosos interrogatorios, bajo terribles torturas, se confesó que la comunidad judía local seguía las órdenes del rabí de Toledo de envenenar las aguas de los pozos. La noticia corrió como la pólvora y los pogromos se hicieron populares por toda Europa, especialmente en el Sacro Imperio.
La conspiración menciona como autor intelectual a un tal Jacobo de Toledo y no es casualidad. La comunidad judía en la Península Ibérica era especialmente reconocida en Europa por su bonanza y buenas condiciones, al menos en comparación con el resto de Europa. En múltiples ocasiones gozaron de la protección real de los monarcas por su importante papel como banqueros y prestamistas. Esta protección regia tampoco fue obstáculo para que en 1391 la comunidad sefardí sufriera un pogromo en toda regla en los reinos de Castilla y Aragón y fuera expulsada en 1492.
El año que en España marcó el paso a la Edad Moderna también fue el año en el que los Reyes Católicos expulsaron a los sefardíes del reino. Uno de sus principales instigadores fue el intrigante y avieso Tomás de Torquemada, confesor de Isabel la Católica e inquisidor general de Castilla y Aragón. En una de sus investigaciones detuvo a varios judíos y conversos acusados de robar ostias consagradas. Durante los interrogatorios, la red se fue ampliando a todo el reino y el suceso acabó tomando unos tintes escabrosos a medida que las torturas y el afán inquisitorial invitaban a confesar.
El doctor en Ciencias Sociales José María Perceval publicó un interesante artículo, titulado Un crimen sin cadáver: el santo Niño de la Guardia (Historia 16), donde expone cómo Tomás de Torquemada utilizó el caso para influir en la corte y lograr la expulsión de los sefardíes.
Ritual satánico
La historia está llena de dramatismo: un niño de unos siete años fue secuestrado en 1489 durante una procesión. Había sido raptado por órdenes de un rabino francés. El infante había sido llevado a La Guardia debido a su parecido geográfico con Palestina y Judea. Allí se reunieron con los implicados para realizar un ritual satánico. Como si fuese una obra de teatro, los ocho conjurados, dos judíos y cinco conversos, interpretaron una macabra versión de la pasión de Cristo.
Haciendo los papeles de Pilatos, Caifás o Longinos torturaron al pequeño. Además del suplicio, bebieron su sangre hasta que terminó siendo crucificado a imitación de Jesucristo en este extraño ritual, un espejo invertido de la comunión. Su cadáver nunca apareció y las autoridades resolvieron explicar que el santo niño ascendió al cielo tras el martirio.
Las barbaridades y atrocidades pusieron los pelos de punta a quien las escuchó. Tomás de Torquemada, basándose en el caso, no dejó de señalarle a la reina Isabel el peligro que representaban los judíos para la sociedad. Incluso envió una copia de la sentencia traducida al catalán para su publicación por los inquisidores de Barcelona en una campaña de propaganda. Para Perceval parece claro que "Torquemada introduce estratégicamente en la corte un factor sentimental de difícil respuesta por parte de los poderosos partidarios contra la expulsión".
En cuanto a si el crimen ocurrió, la respuesta parece sencilla. Nunca hubo ningún cadáver y se considera que el niño jamás existió. Los padres de la criatura nunca denunciaron ninguna desaparición ni aparecieron. El nombre de la víctima nunca se aclaró del todo, aparece como Juan y luego como Cristóbal. En cuanto a su edad, se da el mismo problema: primero aparece con tres años aunque luego, y de forma muy conveniente, se resolvió que tuvo siete años, la frontera entre la racionalidad y la inocencia para poder convertir al pequeño en todo un mártir.
Durante la investigación del crimen, fueron los torturadores quienes sugirieron ideas y nombres de posibles implicados que terminaron siendo los señalados, "así se forma la teoría conspiratoria que asombra a los propios jueces por su extensión (...) la mayoría termina acusando a todo el mundo y los jueces terminan creyéndose su propio guión", explica Percival.
El tema causó un enorme revuelo y sirvió como propaganda en los debates cortesanos sobre la expulsión de los judíos. El caso del santo Niño de La Guardia fue "una verdadera operación de propaganda" por parte de Torquemada. Media Europa había expulsado ya a los judíos de sus territorios. Según los partidarios de la misma, la decisión favorecería la cohesión interna del reino, unificando la Península en un momento en el que la frontera entre lo político y lo religioso aún estaba difusa.
Los Reyes Católicos resolvieron el 31 de marzo de 1492 la expulsión de los judíos de sus reinos. Entre 80.000 y 100.000 sefardíes marcharon al exilio a Portugal, Navarra, el norte de África o Estambul. Pudieron cargar con sus posesiones salvo las piezas de oro y plata. Portugal los expulsó apenas tres años después, seguido por Navarra y Provenza.
Los que decidieron quedarse en su tierra fueron obligados a convertirse al cristianismo y vigilados por la Inquisición, siempre bajo la sospecha de seguir siendo judios en la intimidad. Sin embargo, la leyenda del hombre del saco ahí siguió durante el siglo XVI y "ante la ausencia de la comunidad judía, van trasladándose sobre la comunidad morisca las acusaciones que se aplicaban a los hebreos, incluido el crimen ritual", concluye Percival.