Aquel día los nazis les despertaron con el mejor desayuno que habían tomado en el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. Por primera vez en mucho tiempo, los pequeños integrantes del último barracón de niños, Kinderlager, en torno a medio centenar de escuálidos infantes de entre cuatro y doce años, tenían el estómago lleno. Fue el preludio de un paseo cuyo final todos intuían, sin importar la edad. Fuera hacía mucho frío y el suelo estaba cubierto de escarcha. Era un día de finales de octubre o principios de noviembre de 1944.
Al pasar por delante de unas mujeres delgadas que se apelotonaban contra una verja de alambre de espino, Tola Grossman escuchó su nombre de una voz adulta. Aquello la desconcertó porque ya solo era un número, A-27633. Pero se trataba de su madre, de quien había sido separada unos meses atrás por culpa de unas fiebres. Las últimas noticias que tenía de ella se remontaban unas semanas, cuando por su sexto cumpleaños consiguió enviarle un trozo de pan que le robaron las ratas.
"Vamos al crematorio", respondió con una sinceridad ingenua la jovencísima judía polaca, desencadenando una marabunta de gritos entre las mujeres. "No entiendo por qué gritan. Todos los niños judíos tienen que ir al crematorio. ¿Por qué lloran?", preguntó a su compañera de fila. Quince minutos después entraron en un edificio largo en forma de T. Al adentrarse en la antesala de la cámara de gas del crematorio III, los guardias de las SS les mandaron colgar las ropas en unos ganchos de salían de las paredes grises y les dijeron que se iban a dar una ducha. Una ilusión que trataron de reforzar con unas toallas harapientas.
Acurrucados en la sala de espera de cemento, temblando y agitándose, Tola y sus compañeros escucharon discutir a unos guardias con unas tablillas portapapeles. Tras unos infinitos instantes de angustia, les ordenaron vestirse y regresar al barracón. "¡Han cogido al bloque equivocado! ¡Nos llevarán allí en otro momento!", exclamó la niña cuando volvió a cruzarse con su madre. Acababa de esquivar una muerte segura en la cámara de gas.
Tova Friedman —así pasó a llamarse tras casarse en Estados Unidos— fue una de las supervivientes más jóvenes de Auschwitz-Birkenau. Convertida en la actualidad en una conocida voz para que no se olviden los horrores del proyecto de exterminio industrial nazi, el año pasado, con la colaboración del reportero de guerra Malcolm Brabant, publicó sus memorias, traducidas ahora al español con el título de La hija de Auschwitz (Roca).
"Siempre he pensado que fue un milagro del Holocausto", confiesa sobre aquella experiencia en la cámara de gas. "No sé si nos salvamos porque, como pensaba en aquel momento, había confusión sobre qué niños estaban destinados al exterminio. Pero si éramos realmente los últimos niños en Birkenau, ¿cómo podrían creer los SS que tenían que gasear a otro grupo?". Quizá, baraja también, ya se había aprobado la orden de Heinrich Himmler (7 de noviembre de 1944) de no gasear más usando Zyklon B con base de cianuro.
Pero este extraordinario episodio —poquísimas personas de los millones que fueron conducidos a las cámaras de gas de los campos nazis salieron con vida de ellas por razones de puro azar— es solo una pincelada del conmovedor relato de Tova Friedman. Se trata de un libro que te remueve todo por dentro casi en cada capítulo, una inmersión en la experiencia en el infierno de una niña de seis años —tenía cinco cuando llegó a Birkenau, a finales de julio de 1944— que creció rodeada de muerte, empezando por la de su compañera de litera, y que se resignó, con esa escalofriante lógica infantil, a asumir que su día también iba a llegar tarde o temprano.
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"Me había acostumbrado a no tener padre ni madre. Me había olvidado de que tenía a alguien en este mundo", reconoce en un pasaje donde narra los últimos días antes de la liberación del campo. Pero su madre, en otro de esos milagros que solo pudieron suceder en el contexto del Holocausto, volvió a aparecer como un ángel de la guarda. El día 25 de enero, cuando los nazis ultimaban las marchas de la muerte, entró en el barracón de la niña tras haberse fugado del suyo, la condujo hasta la enfermería y la ocultó en una cama con un cadáver tapado hasta la huida de los guardias. Nadie las descubrió.
Dos jornadas después llegaron los soviéticos al campo. Se habían acabado las atrocidades, el hambre, los cadáveres podridos y el olor a carne quemada... También una guerra que solo tenía un año menos que Tola. Aún no sabía lo que significaba la libertad. Para ella, todo volvió a empezar: "Siempre he considerado el 27 de enero, la fecha de la liberación de Auschwitz, mi cumpleaños alternativo: fue el primer día del resto de mi vida".