Adolf Hitler y Benito Mussolini se reunieron en Venecia en julio de 1934. En la hermosa ciudad de los canales, un líder nazi aún tímido observó al duce dirigirse a una multitud electrizada. Quedó fascinado por aquel vigoroso hombre al que su pueblo adoraba. Desde el principio, el italiano y sus camisas negras habían sido una enorme inspiración para el futuro führer.
La historia de Alemania e Italia había estado unida desde el nacimiento de ambas naciones a finales del siglo XIX. En la opresiva y asfixiante Europa de entreguerras volvieron a unir sus caminos. Mussolini perseguía el sueño de levantar un segundo Imperio romano, el Mare Nostrum italiano; Hitler, por su parte, fantaseaba con construir el Reich de los mil años.
Después de la Gran Guerra pocos habrían previsto el ascenso al poder de estos dos personajes. El veterano italiano inició un pequeño movimiento nacionalista, anticlerical, antibolchevique y vagamente libertario que se dio de bruces en las urnas. Uno de sus cabecillas, Gabriele D'Annunzio, ocupó la discutida ciudad de Fiume durante quince meses. Allí se proclamó duce, líder, y dirigió cientos de desfiles llenos de fanfarria. Mussolini tomó nota: no hacía falta seguir el camino legal, un líder fuerte rodeado de parafernalia podía hipnotizar masas y tomar el poder a la fuerza.
Mussolini empezó su carrera como actor y recorrió toda Italia. Estaba obsesionado por una cosa: su imagen. Sus discursos eran enfatizados por su postura segura, brazos en jarras y cabeza erguida, espalda recta ganando unos centímetros de altura. En 1925 llegó al poder y no lo soltó, reuniendo en torno a su figura todos los órganos del Estado. Después de sobrevivir a varios atentados se dotó de una fuerza casi divina.
Demostraba su poder y reforzaba su imagen encarcelando o eliminando a todos los opositores. Quería hacer ver que estaba en todas partes, presentándose de imprevisto en cualquier pueblo perdido. Su nombre se leía en todos los periódicos. Su cara fotografiada vigilaba millones de calles italianas y su voz se podía escuchar en los miles de altavoces dispuestos en las plazas de todo el país. Sus discursos más espectaculares se mostraban en el cine. "Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada sin el Estado", rezaba el duce. Le faltó añadir: "L'État, c'est moi", que diría Luis XIV.
"La lealtad al líder, más que la fe en el fascismo, se transformó en lo más importante", explica el historiador Frank Dikötter en Dictadores. El culto a la personalidad en el siglo XX (Acantilado). La ideología se diluye en favor de una corte de aduladores que, en un país tan agrario y católico como Italia, recurrieron a la magia y al misticismo religioso, comparando a la madre del líder con la Virgen María. Algunas fotografías fueron usadas como talismanes para la buena suerte.
Mussolini proyectó una inmensa reforma urbana para la capital, buscando hacer de Roma una nueva metrópolis imperial. El día del Trabajo se cambió en el calendario al 21 de abril, día de la fundación de Ciudad Eterna. Como todo emperador, necesitaba conquistas y se lanzó con entusiasmo a por Etiopía el 2 de octubre de 1935.
La "liberación" costó la vida a 250.000 etíopes que fueron ametrallados, aplastados por los blindados o gaseados con gas mostaza. El gran obelisco de Aksum, datado en el siglo IV d.C., fue considerado botín de guerra y se trasladó a Roma. Cerca del Coliseo se construyó el Foro Mussolini, decorado con mosaicos de aviones y tanques para celebrar la conquista. Italia se llenó de miles de bustos y estatuas del nuevo fundador del Imperio.
El 'mesías'
Hitler, emulando a Mussolini, coreografió sus discursos e introdujo las camisas pardas después de la marcha sobre Roma. Miraba al pasado lo justo. "Insistía en que las estatuas y monumentos se reservaran a grandes figuras históricas del pasado. Él era un líder del futuro", explica Dikötter. Tras un fallido intento de golpe de Estado en Múnich quedó preso, explotando una falsa imagen de mártir. Se vio a sí mismo como un mesías redentor de Alemania y sus propagandistas convirtieron el Mein Kampf en una Biblia moderna.
"¿Quién es este hombre? ¡Mitad hombre común mitad Dios! ¿Es de verdad Cristo o Juan Bautista?", se preguntaba en 1925 Joseph Goebbels, futuro ministro de Propaganda nazi. Su imagen fue cuidada al extremo: de hábitos sencillos, manifestó desdén hacia el lujo y se mostraba gentil con los animales y los niños. Gracias a Goebbels realizó una gira en avioneta por toda Alemania, con la que miles de curiosos y seguidores vieron a Hitler llegar desde los cielos.
Una vez llegó al poder en 1933 tampoco lo dejó. La voz del führer envolvió toda Alemania. Los nazis crearon en Núremberg la Catedral de la Luz, un inmenso estadio alumbrado por cientos de enormes reflectores que rodeaban al líder de Alemania y donde Leni Reinsfhal revolucionaría el cine con El triunfo de la voluntad (1935). Hitler encargó al arquitecto Albert Speer reformar Berlín, queriendo rebautizarla como Germania buscando compararla con Babilonia. Miles de calles fueron bautizadas con su nombre a medida que la Gestapo detenía a la oposición. Los camisas pardas que tan fielmente le habían servido fueron purgados por las nuevas SS.
Impulsado por la extrema timidez de Reino Unido y Francia, Hitler se lanzó a construir el Reich de los mil años hasta que en 1939 invadió Polonia y estalló la II Guerra Mundial. "Se había trazado una imagen de sí mismo como hombre elegido por el destino y había llegado a creérsela", resume Dikötter.
Desde Italia, Mussolini quedó rezagado ante el poder que acumulaba Hitler y ya había ligado a su país con Alemania. Preso de sus compromisos y buscando sorprender al führer, ordenó desastrosas ofensivas en Grecia y el norte de África entre 1940 y 1941. Ambas fracasaron, obligando al Tercer Reich a maniobrar para salvar a su aliado.
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Hitler desoyó a sus generales y, obcecado con su poder providencial, se negó a retirar al Sexto Ejército de la ratonera de Stalingrado. Cientos de miles de soldados alemanes e italianos murieron en combate, de hambre o de frío antes de rendirse en febrero de 1943. El Eje comenzó a descomponerse.
Mussolini estaba cada vez más alicaído, consciente de la realidad. Fue traicionado por el partido fascista y el rey, quienes lo encarcelaron. Salvado una vez más por su aliado alemán, se atrincheró en Saló. "Ya no me siento actor. Siento que soy el último de los espectadores", comentó el duce en enero de 1945. Pocos meses después su cadáver colgaba de una viga en las calles de Milan después de ser fusilado por los partisanos.
Al mismo tiempo, Hitler, encerrado en su búnker, seguía dirigiendo la resistencia, confiando hasta el final en que la victoria era posible. Huía de la realidad organizando ofensivas con divisiones que ya no existían y confiaba en armas milagrosas. El 30 de abril se suicidó; le resultó imposible seguir engañándose. "A continuación, tuvo lugar una oleada de suicidios entre los nazis más comprometidos (...) En el mismo instante de la muerte de Hitler se esfumó toda resistencia", cierra Dikötter.