El conquistador de Cuenca que acompañó a Colón, fue capturado por piratas y se hizo fraile tras mil duelos
Alonso de Ojeda fue uno de los primeros capitanes españoles en llegar a América. Libró multitud de combates que terminaron por sumirle en la tristeza.
1 noviembre, 2023 01:57La sombra de Alonso de Ojeda regresó en 1510 a Santo Domingo. Capturado por los piratas, logró liberarse gracias a una tormenta. Años antes había atemorizado a los nativos, pero aquella mañana llegaba esquelético, vestido con harapos y cojeante. "Había participado en casi mil duelos a muerte y nunca nadie consiguió herirle", exageró fray Bartolomé de las Casas.
No volvió a ser el que era. Renunció a sus cargos tras haber fallado a sus hombres, que morían aferrándose a sus órdenes, esperando fielmente su regreso en un agujero infecto en medio de la selva. Perseguido por cientos de fantasma,s ingresó en la orden franciscana, buscando una respuesta o un bálsamo al dolor que le corría el alma.
La infancia de Alonso de Ojeda es un misterio, como el de muchos conquistadores que buscaron fama y fortuna en el Nuevo Mundo. Se sabe que nació en la actual provincia de Cuenca entre 1466 y 1470. Hijo de una familia hidalga venida a menos, desde muy joven aparece combatiendo en la guerra de Granada en las huestes de los Reyes Católicos.
Captura de Caonabo
Allí, gracias a su habilidad con la espada y a los contactos de su familia, se ganó la confianza de Juan Rodríguez de Fonseca, muy cercano a la reina Isabel y encargado de la gestión de las nuevas tierras descubiertas por Colón en 1492. El influyente clérigo, viendo el gran potencial de Alonso de Ojeda, le procuró un hueco en el segundo viaje del almirante a las Indias en 1493. Una vez en La Española, el almirante genovés le ordenó investigar el interior de la isla en busca de oro o cualquier otra fuente de riqueza. Lo encontró en Cibao, la región más hostil.
Los hombres de Colón no iban a dejar pasar la oportunidad. No habían encontrado especias ni las rutas comerciales de Oriente, por lo que oro era lo único que tenían y construyeron un primitivo fortín bautizado como Santo Tomás. Aislado del resto y rodeado por el mar y la selva, Ojeda decidió jugar sucio. El cacique de la región se llamaba Caonabo y Alonso se entrevistó con él.
Los nativos desconocían el metal, al que llamaban turey -al igual que al cielo- y sentían una gran admiración por cualquier pedazo de chatarra que les ofrecieron los conquistadores. Ojeda hizo creer al cacique "que sus soberanos le habían enviado un regalo de turey de Vizcaya", relata el cronista Antonio de Herrera y Tordesillas. El regalo no era otra cosa que unos grilletes con los que detuvieron al cacique. La familia de Caonabo, como es lógico, enfureció tras el secuestro y lanzaron a sus guerreros.
El ensordecedor trueno de los arcabuce,s la ferocidad demoníaca de los mastines y la arrolladora potencia de los jinetes, auténticos centauros cubiertos de hierro, hicieron una carnicería entre los nativos, quienes nunca habían visto nada semejante.
Caonabo fue enviado a España y se perdió en el océano al hundirse la flota. Probablemente nunca entendió que iban a juzgarlo unos funcionarios de la Corona. Su esposa, Anacaona, siguió luchando contra los conquistadores hasta que fue ahorcada en 1500.
Gobernador
Ojeda regresó a España, donde gracias a Fonseca consiguió la licencia para explorar por su cuenta el continente. Su flota zarpó en 1499 acompañada por el cántabro Juan de la Cosa y del italiano Americo Vespuccio, cosmógrafo que daría nombre al Nuevo Mundo. Desafiando a los vientos y a los mares exploraron la desembocadura del indómito Orinoco y la costa caribeña sin encontrar nada de valor. Pasaron a la historia por la elaboración del primer mapamundi que incluye América, conservado en el Museo Naval, aunque en aquel momento necesitaban algo más tangible.
Incansable y ávido de riquezas, Ojeda continuó explorando y buscando territorios ricos en oro o especias. Los mosquitos, el hambre y los nativos diezmaron todas las expediciones que, al sofocante calor del trópico, deliraban en su búsqueda de esmeraldas. En 1509 y con el título de gobernador, armó una expedición junto a Juan de la Cosa en la que participó un todavía desconocido Francisco Pizarro. Desembarcaron en el río Urabá, actual Colombia.
Allí, los nativos emboscaron al navegante y cartógrafo cántabro, que murió como un erizo de tantas flechas que acertaron. En el interior de la oscura y ancestral selva, murieron decenas de hombres. Ojeda, empapado en sudor y viendo aquel cruento espectáculo, logró salir de la noche eterna de aquella espesura con un solo hombre.
La jungla apestaba a incendio, en su venganza Ojeda quemó cada poblado que encontró antes de fundar San Sebastián de Urabá. Allí la situación no mejoró. La lluvia envolvió a sus hombres en la melancolía mientras hacían frente a los feroces nativos. El agua potable era escasa y la comida casi inexistente. Las flechas envenenadas acabaron con varios de sus hombres en un bochornoso espectáculo de dolor y alucinaciones.
Pero ahí siguieron, con la fuerza que da la desesperación, arañando unos días más de vida. Los suficientes para encontrar oro y morir ricos como único consuelo. La situación era insostenible y apocalíptica. El pirata Bernardino de Talavera llegó a Urabá ofreciendo pasaje a Santo Domingo a cambio de oro. En vista de que los refuerzos no llegaban, Ojeda, herido en una pierna, embarcó junto a varios colonos dispuesto a reclutar más hombres. En caso de no regresar en 50 días, Francisco Pizarro y el resto tenían que volver por sus propios medios. En esa penosa labor estaban cuando llegó a su rescate Francisco de Enciso. Ante la imposibilidad de volver a San Sebastián, Núñez de Balboa propuso asentarse en el Darién.
[La odisea del conquistador extremeño que se forjó en los Tercios y murió devorado por los indios]
Bernardino de Talavera, uno de los primeros piratas de América, planeó el negocio de su vida. Y lo fue. Aprovechándose de la desesperada situación de Ojeda le prometió llevarle a Santo Domingo cuando su auténtico plan era pedir un rescate por él.
Para suerte del herido y hambriento gobernador, la nao perdió el rumbo en una brutal borrasca que la hizo embarrancar en Cuba. Ahí los tormentos no terminaron: inmundas ciénagas y prehistóricos caimanes devoraron a varios hombres hasta que Alonso fue rescatado por el gobernador de Jamaica. La justicia alcanzó a Bernardino y sus hombres, que murieron pataleando en el aire mientras eran ahorcados.
Ojeda nunca volvió a ser el mismo. La selva le había devorado el alma. Una vez en Santo Domingo renunció a sus cargos. Cuentan que allí vivió aislado y deprimido. Atormentado por visiones de horror y pesadilla, ingresó en la orden franciscana, buscando quizá el perdón de sus pecados o una respuesta que calmara su tormento interior. En 1516 dejó este mundo. Se desconoce si aquel temible guerrero encontró el consuelo que anhelaba. Su última voluntad fue la de ser enterrado a la entrada de la iglesia de San Francisco. Quería que sus restos fueran pisoteados hasta la eternidad.