A lo largo de la historia, el destino de mujeres y niñas en tiempos de guerra ha estado marcado por la posibilidad de ser masacradas, torturadas, violadas, esclavizadas o deportadas si su bando resultaba derrotado.
Ante tal perspectiva, la única opción (aunque extrema y poco común en la práctica) para salvar el honor y la dignidad de la familia era sacrificar a sus propios hijos y acabar con la propia vida. La Guerra de las Galias de Julio César en época romana, el Jauhar (práctica de quemarse viva para evitar la captura) en la India medieval o el harakiri japonés (también practicado por mujeres) sirven de ejemplo de estas prácticas repetidas en contextos, cronologías y espacios muy alejados.
En casos en los que esto no fuese posible, la venganza se presentaba como una alternativa para salvar el honor in extremis. Así se ve en casos de mujeres esclavizadas que toman su vida, la de sus amos o la de su descendencia: desde la Judit bíblica (quien cortó la cabeza del general Holofernes), hasta Margaret Garner, quien en 1856 tomó la vida de su hija para evitar que cayese en manos de los cazadores de esclavos, y cuya historia inspiró la novela Beloved de Toni Morrison. Víctimas, mártires o vengadoras, esos eran los principales roles culturales para las mujeres en época de guerra.
Existieron figuras femeninas que exhortaron a los hombres a no flaquear, como María Pita o Agustina de Aragón.
Sin embargo, estas excepciones eran poco comunes. Si una mujer mostraba resistencia activa o participaba en la defensa desesperada de una ciudad, se arriesgaba a sufrir represalias aún más crueles por parte del enemigo y a ser desacreditada o menospreciada por los hombres de su propio bando. Para el juicio masculino, se convertía en una arpía: una inversión de la feminidad, que muestra su monstruosidad a través de una violencia feroz, descontrolada y cruel.
En la práctica, incluso en el siglo XX, las mujeres que se unían al ejército solían estar relegadas a funciones de logística, intendencia y enfermería. Si tenían un papel más activo desde el punto de vista militar, era generalmente en el ámbito del espionaje y la resistencia. Un trabajo arriesgado, pero adaptado a su “inferioridad”, ya que ser ignoradas por el enemigo les permitía pasar inadvertidas.
Para desafiar estos estereotipos que han perdurado desde la antigüedad, debemos acudir a archivos y fuentes históricas y descubrir qué nos dicen sobre las mujeres en la guerra. No nos engañemos: incluso estas fuentes están construidas desde una perspectiva masculina.
Historia sorprendente
Sin embargo, también nos reservan sorpresas en las que las opciones disponibles para las mujeres son más ricas, amplias y dinámicas. Hay un ejemplo que desafía todos los moldes: Catalina López, "la varonil". No sabemos mucho sobre ella. Solamente se han conservado unas pocas líneas que sobre ella escribe Rodrigo de Vera y Guijano, un funcionario de principios del siglo XVII de la villa de Saltillo, una ciudad del actual México cercana a Monterrey.
En 1607, de Vera y Guijano pretendía ser nombrado alguacil mayor de la audiencia de Guadalajara, una de las secciones en las que se dividía la Nueva España en América del Norte. Para ello remitió al rey Felipe III (que reinó entre 1598 y 1621) un documento que, en el siglo XVII, equivalía a un currículum vitae actual. En él incluía no solo sus propios méritos, sino también los de su familia. Y ahí es donde encontramos esta extraordinaria historia.
Rodrigo menciona entre sus antepasados a la tía de su esposa, Catalina López. Según relata, Catalina se enfrentó "sola y armada a caballo" a un ejército de dos mil indígenas. Sin embargo, en lugar de prolongar el conflicto armado, logró "obligar con dádivas al mayor señor", es decir, negoció exitosamente la paz. Catalina regresó triunfante a San Sebastián El Grande, en el actual estado mexicano de Jalisco, con el jefe indígena atado a su caballo y seguido de toda su gente.
El documento menciona una cifra de 10.000 seguidores, sin duda exagerada. Sin embargo, lo que sí es cierto es que, todavía en 1607, éstos vivían "asentados de paz sin gasto de S. M. Su Majestad como antes le tenía".
Habilidades negociadoras
El caso de Catalina López nos invita a expandir nuestra comprensión de la violencia, el género y las normas que los rodean.
El historiador Carlos Manuel Valdés proporciona algunas claves para interpretar la experiencia de Catalina. Según él, el padre de Catalina, dos de sus hermanos y varios sirvientes y esclavos en su casa fueron asesinados durante un ataque indígena. Los culpables se retiraron a las montañas sin que los españoles tomaran represalias. En este contexto Catalina decidió cabalgar sola para enfrentarse a ellos.
Para los españoles de la época, el hecho de que una mujer se acercara sola al ejército enemigo era un acto de valentía sin igual, de ahí que se dijera de ella que "por excelencia llaman la varonil". Sin embargo, para los indígenas, una mujer aproximada sin escolta masculina se consideraba un mensajero y recibía protección. Catalina adoptó un papel común en esa época: el de las mujeres que se aventuraban en territorio enemigo para abrir negociaciones.
Podríamos interpretar la entrega de regalos (las fuentes no especifican lo que entregó) como un engaño de los indígenas o un intento de corrupción por parte de Catalina hacia su jefe. Sin embargo, en la cultura receptora, estos regalos simbolizaban reciprocidad, el restablecimiento de la paz y la restauración de los lazos sociales rotos por la violencia.
Que fuentes históricas como la aquí analizada celebren a Catalina López como "la varonil" no implica que su triunfo se basara en aplastar a sus rivales por la fuerza. Todo lo contrario, se fundamenta en el coraje necesario para enfrentarlos sola y en su habilidad para negociar, obteniendo así la mejor de las victorias militares: triunfar sin utilizar las armas.
Igor Pérez Tostado es Investigador Responsable del grupo PAI HUM1000 Historia de la globalización: violencia, negociación e interculturalidad, Universidad Pablo de Olavide. Este artículo fue publicado en The Conversation.