Adolf Hitler se despertó cerca de las diez de la mañana con una jaqueca horrible y un intenso dolor de muelas. Tras vestirse, salió a toda velocidad hacia la sede del Völkischer Beobachter, el periódico del Partido Nacionalsocialista. Cuando entró en el despacho de Alfred Rosenberg, editor y verdadero ideólogo de la formación nazi, dijo: "El momento de la verdad ha llegado". Era 8 de noviembre de 1923.
Alrededor de las ocho de esa tarde, Hitler, que entonces tenía 34 años, llegó en un llamativo Benz de color rojo a la Bürgerbräukeller, una cervecería situada al sur de Múnich donde se había dado cita toda la élite patriótica y política de la ciudad alemana. Una media hora más tarde, mientras el futuro führer esperaba apoyado en una columna dando sorbos a su cerveza, un centenar de miembros del "Escuadrón de Asalto de Hitler", liderados por Hermann Göring y armados con rifles, metralletas y granadas de mano, se desplegaron por el local bloqueando las salidas, se hicieron con el control de los teléfonos y rodearon la sala principal.
En medio de un caos de gritos y platos de comida y jarras de cerveza impactando contra el suelo, Hitler se subió a una silla situada a pocos pasos del estrado. Empezó a gritar, pero como la multitud no guardaba silencio levantó su Browning, apretó el gatillo y realizó un disparo al aire. "¡La revolución nacional ha estallado!", gritó, añadiendo con una voz aguda y ronca que los gobiernos de Baviera y Berlín habían sido derrocados y los cuarteles del ejército y la policía habían sido tomados.
El putsch de la cervecería de Múnich, del que se cumple un siglo, fue el golpe del ascendente Partido Nazi contra la República de Weimar, los "criminales de noviembre". Ante la situación de caos sin precedentes en la que se encontraba Alemania, con una hiperinflación devastadora, Hitler concluyó que había que seguir el ejemplo de los fascistas italianos encabezados por Benito Mussolini y marchar sobre Berlín. El plan inicial estaba programado para el 10 de noviembre, pero se adelantó al 8 porque Gustav von Kahr, comisionado general del Estado bávaro, iba a hacer ese día algún anuncio importante, y nadie podía eclipsar al fanático y antisemita austriaco.
En un primer momento, la operación fue un descalabro, el inevitable suicidio político de Hitler, pero a la postre se convertiría en el trampolín de sus ambiciones más oscuras. El líder nazi y sus secuaces fueron detenidos y encerrados en la prisión de Landsberg. En un juicio celebrado el 1 de abril de 1924, fue declarado culpable de un delito de alta traición, que significaba la cadena perpetua según el Código Penal alemán. Sin embargo, Hitler recibió la pena mínima de cinco años de cárcel al considerar el tribunal que en dicho caso concurrían una serie de circunstancias atenuantes. Antes de que acabase el año, el futuro führer había quedado en libertad.
Fue, probablemente, el episodio más determinante de la biografía del gran villano que empujaría al mundo a la peor guerra de su historia: "Hitler podría haber sido borrado del mapa y condenado al olvido en aquel juzgado de Múnich. En cambio, esa inquietante perversión de la justicia allanó el camino para el surgimiento del Tercer Reich y permitió que Hitler sometiera a la humanidad a su sufrimiento más imaginable", escribe el historiador David King en su libro El juicio de Adolf Hitler (Seix Barral, 2019)
La decisión judicial fue calificada de "una farsa y una burla" o "una parodia judicial" por la mayoría de la prensa alemana e internacional por diversos motivos. En primer lugar, el tribunal federal de Leipzig, según la legislación alemana, era el competente para juzgar a los cabecillas del putsch. Solo por el asesinato de cuatro policías, Hitler podría haber sido condenado a muerte —bien fuese en la guillotina o en el paredón de fusilamiento—, lo que sin duda habría sido un golpetazo gigantesco para el devenir de la historia del siglo XX.
Sin embargo, el tribunal de Múnich, presidido por George Neithardt, que comulgaba con el ideario nazi, apenas le acusó de una parte de los delitos cometidos durante el golpe, entre los que también se enumeraban la detención ilegal de miembros del Gobierno, concejales del ayuntamiento y ciudadanos judíos; intimidación a las personas detenidas en la cervecería; atraco a las imprentas de papel de moneda; hurtos y destrozos en la sede del periódico rival e incitación a cometer actos vandálicos.
El juez Neithardt dictó la pena mínima de cinco años para Hitler porque, según él, los acusados habían actuado "con un ánimo puramente patriótico (...) y por los motivos más nobles y desinteresados", como la rebelión contra las cláusulas del Tratado de Versalles. "Daba la sensación, después de todo, de que las leyes contra la traición le parecían demasiado abusivas", relata King. "Sin embargo, esa opinión no le había impedido, ni a él ni a otros jueces, dictar sentencias mucho más duras contra algunos conspiradores de izquierdas".
Pero las polémicas decisiones de los magistrados no terminaron ahí. Acorde a las leyes alemanas, un extranjero acusado de traición debía ser deportado tras cumplir la condena. Y Hitler era austriaco. ¿Qué hubiera sucedido si le llegan a expulsar de Alemania? Nunca lo sabremos porque Neithardt decidió hacer la vista gorda con este caso aduciendo que el líder nazi era "austriaco de origen alemán", "piensa y siente como un alemán", y citando su "valentía" en las filas del ejército germano durante la I Guerra Mundial.
De agitador a führer
"Gracias al proceso judicial, un líder político local y prácticamente desconocido fue catapultado a la escena nacional", resume el historiador en su obra. "El testimonio y los discursos que ofreció en la sala presidida por Neithardt constituyen su primer esbozo autobiográfico de importancia, y gracias a ellos pudo trascender los escenarios de las cervecerías muniquesas para llegar a una audiencia que hasta entonces no le había prestado la menor atención. Hitler no tardó en convertir el estrado en un trampolín para sí mismo y para su partido y en aprovecharse de la situación para someter a juicio a la propia república alemana".
El líder nazi había entrado en la Bürgerbräukeller convencido de que o bien triunfaba el putsch o era su muerte. La operación se saldó con un fiasco que consiguió transformar en un triunfo personal y político gracias a un juicio en el que se le permitieron todo tipo de bravuconadas y arremetidas contra el Gobierno de Berlín, los políticos "cobardes" de Baviera o las potencias aliadas por ningunear a Alemania. La popularidad de Hitler se disparó y, además, se convirtió en una suerte de mártir para sus seguidores por cargar con las responsabilidades del golpe.
En la cárcel, entorno que le proporcionó esa "fe intrépida, ese optimismo y esa confianza en nuestro destino que nada ni nadie podrá quebranta nunca", el führer gozó de "las condiciones de vida más agradables que había disfrutado nunca y no tardó en acostumbrarse a una rutina marcada por unos privilegios inmensos", según King. Los reclusos, las visitas y también los guardias se pasaban el día entero alabándole. Y en ese ambiente se construyó un retiro espiritual para reflexionar todos sus errores y dar forma a la siguiente fase de su asalto al poder.
A su amplia celda de Landsberg, donde confeccionaría Mi lucha, y a consecuencia de la enorme publicidad que le habían dado todos los medios de comunicación del mundo durante el juicio, le llegaban numerosas muestras de admiración. Una de esas cartas las escribió un joven doctorado en Literatura de nombre Joseph Goebbels que le decía: "Un dios te ha dado a ti el don de la palabra para que expreses nuestros sufrimiento". Ambos se suicidarían en el búnker de la Cancillería en abril de 1945, después de haber conducido al mundo a un nivel de destrucción jamás visto.