En el verano de 1803 desembarcó en Marruecos un desconocido y rico príncipe sirio que se hacía llamar Alí Bey, del que se rumoreaba que era descendiente de los califas abasíes. Al calor del ardiente suelo africano, pronto alcanzó gran fama en el reino alauí. Solo las altas esferas militares españolas conocían su verdadera identidad.
El místico sultán Sulaymán, que tenía contactos con el Imperio británico, había bloqueado sus vitales envíos de trigo a la España de Carlos IV y su ministro Godoy. La tensión iba escalando y desde Madrid se decidió enviar a Domingo Badía y Leblich al otro lado del Estrecho. ¿Su misión? Convencer al monarca islámico de que reanudase su importación y, si no tenía éxito, iniciar una guerra civil en el reino que sería apoyada por el Ejército español.
Con la invasión francesa de España, animado por Godoy y por Carlos IV, Domingo Badía se puso al servicio del emperador Napoleón Bonaparte y de su hermano José I. Con la derrota definitiva del corso tuvo que exiliarse en Francia, donde publicó sus memorias y murió en extrañas circunstancias.
La historia de este espía nacido en 1767 en la ciudad de Barcelona continúa generando numerosas dudas. Su padre, secretario del gobernador de la ciudadela, sería destinado pocos años después a la ciudad almeriense de Vera. Allí, bajo el rumor del Mediterráneo, el pequeño Domingo Badía quedó impresionado por las estrafalarias ropas y exóticas mercancías de los comerciantes marroquíes.
Hijo de una familia acomodada, se pudo matricular en 1786 en la madrileña Real Academia de Artes de San Fernando y estudiar en las Reales Escuelas de Química y Física. Cuando su padre ascendió en el escalafón funcionarial, ocupó temporalmente su puesto como contador en Granada mientras seguía estudiando por su cuenta.
En 1793 fue nombrado administrador de la Real Renta de Tabacos de Córdoba. Muy interesado en la ciencia, pidió préstamos e invirtió sus ahorros en la construcción de un globo aerostático que nunca pudo alzar el vuelo. Ridiculizado por sus vecinos y arruinado, pidió el traslado a otra ciudad, enviando a su mujer e hijos al cuidado de sus suegros.
Un fracasado Badía encontró trabajo en Madrid como bibliotecario y secretario del príncipe de Castelfranco Pablo de Sangro y Merode. En los oscuros y fríos inviernos de la ciudad del Manzanares comenzó a soñar con África. Tras devorar todos los libros y artículos publicados sobre el continente, trazó un plan que logró presentar a Godoy en 1801.
Aventura marroquí
El viaje científico, diplomático y comercial propuesto por Badía fue rechazado, pero el todopoderoso ministro tuvo una idea diferente: reclutarlo como espía. "Badía era el hombre para el caso. Valiente y arrojado como pocos, disimulado, astuto, de carácter emprendedor, amigo de aventuras, hombre de fantasía y verdadero original", afirmó Godoy en sus memorias de 1836.
La situación con Marruecos era muy delicada y había que hacer algo. El sultán Sulaymán amenazaba Ceuta y Melilla, además de haber echado el cerrojo sobre el trigo marroquí que alimentaba España. Y, por si fuera poco, mantenía contacto con diplomáticos británicos. Desde Madrid se consideró que había que tomar cartas en el asunto.
Badía comenzó a estudiar el islam, se ciruncidó y fabricó una identidad falsa: Alí Bey Abd Allah. Según la coartada que se inventó, pertenecía a una familia inmensamente rica que se exilió en París y Londres para salvar la vida, lo que explicaba su extraño árabe. Su padre, siguiendo este relato, había fallecido y con su generosa herencia iniciaba una larga peregrinación a La Meca mientras buscaba en qué país asentarse.
"Los motivos que inspiraron las actividades de Badía en Marruecos eran una mezcla de patriotismo, ambición personal y altruismo. Era un español excepcional por su inteligencia, valentía y su talento científico y literario", resume el doctor en filosofía Michael Mcgaha tras analizar su misión en Marruecos.
Vestido a la moda árabe, el cuento coló y, participando en fiestas y como piadoso y generoso sabio, pronto se ganó la confianza del sultán, que incluso le regaló un palacio. Al mismo tiempo, siguiendo órdenes de Madrid, movilizó a las tribus del sur en contra del soberano mientras el Ejército español se preparaba para intervenir.
Con el golpe de Estado en marcha, Carlos IV dudó en el último momento y ordenó cancelar la conjura dejando en la cuerda floja a su hombre en el sur. Sometido a una inmensa tensión, cada vez le era más difícil defender su coartada y le fue imposible reorganizar su conspiración ante un nuevo cambio de opinión de Madrid.
La Meca
El sultán Sulaymán comenzó a desconfiar de aquel advenedizo y, por consejo de su corte, lo expulsó a Argelia en 1805. En lugar de regresar a España, siguió sirviendo de espía en los confines orientales del Mediterráneo bajo la excusa de su peregrinación. Al llegar al país del Nilo desactivó una conjura británica contra el valí otomano Mehmet Ali antes continuar su camino a La Meca. Nunca se supo a ciencia cierta si Domingo Badía lo hizo para ampliar su coartada o por auténtica fe en el islam.
A su regreso de la ciudad Santa, visitó Palestina y Siria, donde saboteó las comunicaciones británicas con la India hasta que, vía Estambul, llegó a París a finales de abril de 1808. Napoleón le recibió y escuchó su odisea con gran deleite, recordando sus tiempos en los que imitando a Alejandro Magno y a Julio César intentó conquistar las pirámides de Egipto con su Armée d'Orient.
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Su nuevo destino como prefecto de Córdoba en la España ocupada por José I le granjeó el odio de sus compatriotas. Tildado de impío, afrancesado, masón y musulmán, su labor como mecenas de las ciencias fue, en el mejor de los casos, ignoradas en aquel país embrutecido por la guerra tan crudamente retratado por Francisco de Goya.
En 1813 abandonó el país que le vio nacer y se exilió en la capital francesa donde, al año siguiente, publicó Los viajes de Ali Bey en África y Asia. Su obra se convirtió en un gran éxito editorial en una Europa cautivada por el embrujo oriental que emanaban las pirámides de Egipto y los secretos del mundo islámico.
En 1818, bajo una nueva identidad falsa y en una nueva misión encomendada por Luis XVIII de Francia, Domingo Badía murió en un miserable poblado al borde del desierto sirio. Perdido en aquel primigenio océano de arena, las noticias sobre su muerte son confusas. Una versión apunta a que murió delirante, preso de las fiebres y vómitos de la disentería. Otra afirma que Londres decidió acabar con este espía que tantos dolores de cabeza les había ocasionado.