Una peculiar embarcación movida por la ambición zarpó el 28 de octubre de 1613 de aquel hermético país de Japón, al que los europeos llamaban Cipango. Ante sí se abría el Pacífico, océano que tenían que atravesar en su inmensidad hasta el puerto novo hispano de Acapulco. Aquella nave era extraña por muchos motivos: se trataba de un galeón construido por japoneses llamado Datemaru y pilotado por europeos, que lo bautizaron como San Juan Bautista.
Date Masamune, un importante daimyo -señor feudal- de la isla de Honsu y al que sus súbditos llamaban "zorro viejo astuto", financió la construcción de aquel buque en el que viajaría la embajada que le convertiría en el hombre más rico de Japón. La idea se la dio otro personaje todavía más ambicioso que quería ser obispo y que viajaría como traductor: el franciscano Luis Sotelo.
Esta embajada, autorizado bajo manta por el propio shogun, gobernador de Japón, fue liderada por el samurái Hasekura Tsunenaga y estaba compuesta por 180 hombres, entre los que figuraban samuráis, funcionarios del shogun, comerciantes y sirvientes. Regresaron a Nagasaki siete años después de reunirse con Felipe III en Madrid y con el propio papa en el Roma. Su increíble odisea es la historia de un rotundo fracaso.
En la corte
En su viaje por el mundo, las costumbres de este grupo nipón sorprendieron a los europeos: "Nunca tocan la comida con los dedos, sino que utilizan dos palillos que sujetan con tres dedos. Se suenan las narices con pañuelos de papel sedoso del tamaño de una mano, que nunca usan dos veces, sino que los tiran al suelo, y les hace mucha gracia ver a nuestra gente a su alrededor precipitándose para devolvérselos", se escribió en Francia sobre ellos.
Lo exótico de la embajada, aderezada por las melosas palabras del franciscano, fue motivo de celebración para unas curiosas élites españolas deseosas de novedades. En Sevilla, su alcalde no podía creer la suerte que tuvo cuando Tsunenaga le entregó dos katanas como regalo de hospitalidad.
En la corte madrileña su experiencia dejó mucho que desear. Felipe III les tuvo mes y medio esperando y pasando frío en medio del invierno castellano en un modesto monasterio franciscano. Cuando leyó la carta que el samurái le entregó en mano casi le dio un pasmo.
La misiva estaba llena de alusiones a lo deseoso que estaba su señor, el noble Masamune, de que el rey de España le permitiera comerciar con las posesiones del Imperio español en América y le enviase más misioneros para evangelizar el país nipón, añadiendo el matiz de que estos tenían que ser franciscanos. Podría ser creíble si el shogun Tokugawa Ieyasu no se hubiera convertido en el nuevo Nerón.
Cuando la embajada llegó a México, después de recorrer 400 kilómetros de jungla y penosos caminos desde Acapulco, se escuchaban cada vez más noticias que decían que el shogun había empezado una cruzada contra el cristianismo, degollando creyentes, forzando apostasías, quemando iglesias y expulsando sacerdotes.
El propio virrey se desentendió del asunto a pesar de que 78 miembros de la embajada se bautizaron en Semana Santa para demostrar sus buenas intenciones. El bilingüe franciscano Luis Sotelo intentó salvar la situación afirmando que el noble Date Masamune no iba a permitir que el shogun persiguiera a los cristianos en sus dominios. Unos 20 o 30 miembros de la embajada, entre ellos su líder Hasekura Tsunenaga, instigados por el franciscano, cruzaron un nuevo océano rumbo a España para seguir su misión. El resto regresó a Japón esperando la escasa compasión de su señor.
Y así estaban las cosas en Madrid en el invierno de 1615, con el rey sin saber muy bien a qué atenerse frente a un monje franciscano, insistente como una mosca, y una embajada empecinada con ir a Roma a negociar con el papa. Para impresionar al monarca, el propio Tsunenaga se bautizó en presencia de la corte tomando el nombre de Felipe Francisco Hasekura.
Esta maniobra, con toda probabilidad ideada por Sotelo, no cambió la opinión de Felipe III, conocido como "el piadoso", que escurriendo el bulto y ante la pesadez del ambicioso franciscano dejó seguir a la embajada rumbo a la Ciudad Eterna.
Fracaso y regreso
El propio papa Pablo V se mostró mucho más curioso con estos extranjeros que el rey de España, atareado con sus guerras en Europa. En la carta que le hicieron llegar del noble Masamune se reiteraban las peticiones que llegaron a Felipe III con el añadido de que hiciera todo lo posible por mediar en el asunto. En su estancia en Roma, Luis Sotelo solicitó al pontífice la creación de una nueva diócesis para incluir a Japón en el rebaño de Cristo, sugiriendo ser un buen candidato para ser investido como obispo y desvelando su auténtico plan.
El 4 de enero de 1616, Pablo V, mareado por la palabrería del franciscano, prometió enviar más misioneros a Japón y ponerse en contacto con el monarca español que, al descubrir las intenciones de Sotelo, ordenó que la embajada volviera inmediatamente a Sevilla. Sin dar su brazo a torcer, Hasekura y Sotelo volvieron a presentarse en Madrid, donde fueron ignorados por un monarca que les ordenó cruzar el océano de vuelta mientras meditaba una respuesta.
Antes de embarcar de forma definitiva hacia América, seis o siete miembros de la embajada, temerosos de su futuro como cristianos o encariñados con España, decidieron asentarse en la sevillana Coria del Río, dando origen al peculiar apellido de "Japón". Quizás fueron los pocos que salieron ganando en esta historia.
En 1618 llegaron a Manila, donde permanecieron dos años sin saberse el motivo. En el infinito archipiélago filipino el Consejo de Indias prohibió a Sotelo proseguir su viaje a Japón, obligándole a viajar a México.
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El bautizado Hasekura regresó en 1620 a su reducido feudo bajo el dominio de Masamune, que perseguía cristianos como el que más por orden del shogun. La pista del samurái que recorrió el mundo se pierde aquí, aunque parece que no fue molestado por su bautismo. Nunca se sabrá si su conversión fue sincera si bien el célebre escritor japonés Sushaku Endo especula sobre ello realizando un viaje íntimo a lo más profundo del alma de este viajero en su novela Samurái, publicada en 1980.
El infatigable Luis Sotelo abandonaría América y, gracias a contrabandistas, volvería al país de los cerezos en flor y los crisantemos donde sería apresado y quemado vivo en 1624. Siguiendo con su política aislacionista, el shogun, temeroso de la influencia extranjera y de su religión, echó el cerrojo sobre el país durante más de dos siglos, casi el mismo tiempo que tardó el Vaticano en beatificar a aquel franciscano que persiguió sus sueños hasta el final.
Pese a este rotundo fracaso diplomático, político y comercial, "esta larga y complicada peripecia diplomática significó uno de los escasísimos contactos directos de los japoneses en Europa anteriores al siglo pasado", concluye en su artículo dedicado a la embajada Marcos Fernández Gómez, director del servicio de Archivos, Hemeroteca y Publicaciones del Ayuntamiento de Sevilla.