Hace escasos días se destapó el último escándalo del CNI al descubrirse que varios agentes llevaban tiempo pasando información a los servicios de inteligencia de EEUU. No ha sido la primera vez que los espías de Madrid y Washington jugaron al gato y al ratón. La paz entre la vigorosa potencia americana y el frágil Imperio español saltó por los aires cerca de las diez de la noche del 21 de febrero de 1898. El acorazado estadounidense Maine, envuelto en llamas, acababa de sufrir una violenta explosión en el puerto de La Habana arrastrando en su fatal destino a más de doscientos marineros.
A pesar de su explosión accidental, el suceso fue usado como casus belli después de ser tergiversado y manipulado por el multimillonario y fundador del periodismo amarillista William Randolph Hearst, cuya biografía inspiró la famosa película El ciudadano Kane de Orson Welles. Lo cierto es que los grandes empresarios y hombres de negocios de EEUU, después de conquistar el Salvaje Oeste, miraron con envidia las islas de Cuba y Filipinas, últimos vestigios coloniales de un imperio al otro lado del mundo que llevaba décadas desangrándose en interminables conflictos con los guerrilleros nacionalistas.
"¡Recordad el Maine!", clamaban las calles de Washington cuando se declaró la guerra en abril de 1898. La embajada española fue expulsada y se trasladó a Canadá. Desde Toronto, los servicios secretos estadounidenses siguieron muy de cerca a un hombre que amenazaba con sembrar el caos. Su nombre era Ramón Carranza y su misión consistía en llevar la contienda a las costas del gigante americano.
Red de inteligencia
Este ferrolano, agregado naval de la embajada española, comenzó a organizar una tupida red de espías e informadores. Cuando el ejército de las barras y estrellas desembarcó en Cuba, el sargento de caballería Elmhurst se internó en los manglares de la isla buscando desertar. Después de enseñar un raro anillo de plata grabado con la contraseña "Confianza Agustina", se presentó como confidente de Carranza y comunicó toda la información de la que disponía.
Carranza, futuro alcalde de Cádiz durante la dictadura de Primo de Rivera y gobernador civil de la misma durante los primeros meses de la Guerra Civil, detestaba su labor como espía. Uno de sus contactos, un británico que había servido como oficial en la armada de EEUU, se ahorcó en su celda poco después de ser descubierto por el servicio secreto mientras enviaba documentos clasificados mediante un código cifrado.
Con ojeadores desde Halifax en Canadá y Hamilton en las islas Bermudas, sus informes sobre el desplazamiento de la flota enemiga y sus instalaciones navales en la costa este ayudaron a trazar un ambicioso plan que nunca llegó a realizarse. El contralmirante Cámara, al mando de la Escuadra de Reserva en Cádiz -que contaba con dos poderosos acorazados y varios buques auxiliares- debía cruzar el Atlántico y castigar toda la costa este desde Charleston, en Carolina del Sur, hasta la frontera con Canadá.
El ferrolano, mientras esperaba aquella audaz incursión y en colaboración con dos detectives privados canadienses, intentó convencer a varios hombres para que se alistaran en el ejército enemigo y, una vez en Cuba, desertasen identificándose con un anillo de plata. La trama pronto fue descubierta y, cansado de jugar a los espías, buscó armar un barco para interrumpir la comunicación de la costa oeste con Alaska.
Corsario
Disfrazado, abandonó Toronto y cruzó toda Canadá logrando burlar la vigilancia del Servicio Secreto. En Vancouver se reunió con dos hombres y compró el Amur, un antiguo buque de bandera rusa de 900 toneladas al que armó con dos viejos cañones.
En los despachos del Servicio Secreto y la Oficina de Inteligencia Naval se acumulaban los informes sobre supuestos sabotajes y espías españoles. Al temor a una posible incursión en la costa este se le sumaron los extraños rumores que apuntaban a un corsario en las costas de Alaska. Intentando no dejar nada al azar, el pequeño crucero USS Bennington partió desde Hawái, uniéndose al USS Wheeling en la costa oeste.
Ante esta nueva amenaza, Carranza, simulando ser el responsable de una compañía de teatro y contando únicamente con algunos voluntarios, compró 30 sables y planeó tomar al abordaje alguno de aquellos dos buques enemigos.
"Sin embargo, toda la operación se vendría abajo antes de llevarse a cabo cuando, motivado por las presiones americanas, el cónsul austríaco, bajo cuya protección estaban los marinos que debían participar en la operación de Carranza, decidió reembarcarlos rumbo a España", explica el capitán de fragata Augusto Conte de los Ríos en un artículo publicado en la Revista General de la Armada.
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Desde Vancouver, Carranza observó el Pacífico. Al otro lado de aquel océano la flota española de Filipinas yacía bajo la bahía de Cavite, completamente fulminada por la armada del comodoro Dewey. En el interior, Manila hervía en estado de sitio mientras los insurrectos tagalos asediaban desde las junglas y los manglares a unas desperdigadas y desamparadas posiciones españolas enclavadas en el corazón de la oscuridad.
El contraataque del contralmirante Cámara a la costa este de EEUU nunca se materializó. En su lugar, el 15 de junio recibió órdenes de partir con su escuadra desde Cádiz y dirigirse al archipiélago filipino para batir de nuevo a la flota de Dewey. El 7 de julio, poco después de llegar al mar Rojo, recibió un telegrama urgente desde Madrid: la flota del almirante Cervera acababa de ser destruida en Santiago de Cuba y las costas españolas corrían peligro.
En la capital española, un oficial de la División de Operaciones de la Armada captado por el espionaje americano comunicaba los movimientos de la flota de Cámara además de facilitar varios planos secretos sobre las instalaciones navales y las fortificaciones costeras de las islas Canarias.
Con el Caribe al borde del colapso y unas escasas posiciones mantenidas a duras penas en Filipinas, la amenaza de una invasión en Canarias "pesó sobre España durante las negociaciones de paz, y de hecho los Estados Unidos contemplaron realizar acciones en este tercer teatro", apunta el doctor en historia Amós Farrujia Coello en otro artículo publicado en la Revista de Historia Canaria.