El rumor sacudió toda Europa para regocijo de las cortes protestantes. La noticia del desastre tampoco ayudó a despejar el siempre tenso ambiente de la corte de Felipe IV. El conde-duque de Olivares comenzó a dar alaridos en el Consejo: completamente desesperado bramó que quería dimitir. El rey tronó aún más. Según las crónicas, cada vez que recordaba el suceso le ardía la sangre en las venas y decía una y otra vez que quería ver la cabeza de los responsables colgando de una pica en la bahía cubana de Matanzas.
Era invierno de 1628 y la Real Hacienda se había declarado en bancarrota un año antes. En Flandes, los rebeldes de las Provincias Unidas llevaban seis décadas en una guerra que no veía el final. También se combatía en las actuales Alemania e Italia. Para rematar la faena, la Flota de Indias cargada con el oro, la plata, las joyas y las mercancías del Imperio español, acababa de ser capturada por corsarios neerlandeses sin apenas resistencia. Más allá del dinero, que no iba a solucionar el desastre económico de la Monarquía Hispánica, estaba la humillación y el prestigio sufrido. Su almirante, Juan de Benavides, descendiente del ilustre Álvaro de Bazán, debía como mínimo haber muerto en combate.
Pero ni siquiera hubo combate. Aquel débil intercambio de disparos no merecía ese nombre. El descrédito de la Armada fue inmenso y se necesitaba una cabeza de turco. En la treintena de buques neerlandeses al mando del almirante corsario Piet Heyn se pasó a conocer a Juan de Benavides como Juanita Buenavida. En los ocho días que tardaron en traspasar el tesoro a sus barcos nadie les molestó lo más mínimo. El rey, como es normal, exigió una investigación.
El caótico desastre
"Los acusados tendrían derecho a apelar si el juez lo estimaba así, pero solo a la Junta de Madrid, a ningún otro tribunal. El rey dejaba claro desde el primer momento que ningún consejo, cancillería, audiencia o tribunal podían entrometerse", explica en Matanzas 1628 (Edaf) Rafael Castro Rodríguez, licenciado en Historia y especializado en Historia Moderna por la Universidad Complutense.
Las versiones sobre el suceso en ocasiones se contradecían, producto de lo caótico del mismo. En septiembre de 1628 más de treinta embarcaciones al mando del corsario Piet Heyn esperaron pacientemente a su presa. El 7 de septiembre, las cuatro naos grandes, que transportaban más de cuatro de millones de ducados y cerca de cien cañones, y decenas de embarcaciones ligeras al mando de Benavides se encontraron de frente con aquellos lobos de mar.
Una tormenta les había dispersado y se sucedían los aguaceros que convertían el día en noche. Los corsarios afilaron los colmillos y se lanzaron sobre aquella flota mientras que el almirante español estimó que poco combate podía ofrecer y puso proa a la bahía de Matanzas. Allí le esperaba el desastre y la deshonra. Fue la primera vez que tesoro y naves fueron apresadas al completo por primera vez por los enemigos de la Monarquía Católica.
En el juicio, que se dilató cinco años, declaró que su intención era desembarcar el tesoro del rey o prender fuego a sus naves para que se hundieran con él, dependiendo de la urgencia. Según entraron en la bahía embarrancaron en plena persecución. Mientras en la nao Santa Gertrudis se encomendaron a Dios y armaron hasta a los frailes de a bordo, Benavides en la nao Santa Ana María daba orden de preparar la voladura de las naves y desembarcar la tripulación. Luego reinó el caos entre órdenes, contraórdenes y el tronar de la artillería holandesa.
Las barcas apenas hicieron un par de viajes. Según llegaban a tierra, los hombres se dispersaban en el interior. En la Santa Gertrudis y el resto de buques el pánico se extendió. El almirante desembarcó en persona intentando hacer volver las chalupas y las barcas, castigadas por el fuego enemigo. Desde el resto de la flota solo veían a Benavides marcharse sin decir nada.
Comenzó un humillante sálvese quien pueda a medida que se acercaban los holandeses. En algunos buques, el aceite, la brea y la pólvora estaban listas para prender, pero sin barcas para huir a tierra, los marinos se negaban a inmolarse. Benavides intentó regresar por su cuenta a sus barcos. Sin embargo, el fuego de mosquete enemigo le paralizó al poco de empezar a remar. Los hombres de Heyn estaban muy cerca y disparaban sin cesar sobre la flota y la playa. Los españoles que quedaban a bordo se rindieron después de un breve intercambio de fuego. Algunos desesperados se echaron al agua intentando escapar. Hubo varios ahogados.
El juicio
Los cargos que se imputaron fueron muchos, la corrupción en la Monarquía Hispánica era inmensa y todo el mundo lo sabía. Los buques transportaban contrabando y la carga era mucho mayor que la permitida. Se habían embarcado por ejemplo siervos como soldados, pasajeros como artilleros... "Olivares buscaba dinero hasta debajo de las piedras. Hacía la vista gorda en cuanto a la corrupción y ennoblecía profesiones que hasta ese momento se habían considerado viles", explica el autor.
El penoso estado de la flota apenas se mencionó en el juicio y se solventó con un par de multas; al fin y al cabo habían zarpado flotas similares que pudieron hacer frente a las jaurías de corsarios y piratas. Lo grave había sido la actuación de Benavides. "Su decisión fue no pelear y sí echar gente a tierra y quemar las naos (...) Además, se dio tal embarazo y desorden que los enemigos se hicieron con todo el tesoro sin ninguna dificultad", desarrolla Castro Rodríguez.
Según una partida legal castellana, antes de abandonar el castillo -o la nave- "se permita que el padre se coma al hijo". Juan de Solórzano y Pereira, fiscal del Consejo de Indias, no tuvo compasión alguna por el almirante y su segundo al mando, Juan de Leoz. Este último al menos mostró intención de pelear y armó a su tripulación. En lugar de ser ejecutado terminó sus días en un oscuro e infecto presidio en el norte de África.
Benavides no gozó de esa medida de gracia. El 16 de mayo de 1634 un oidor de la Real Audiencia se presentó con su carruaje en la sevillana prisión de Carmona. Allí su alcaide se quejaba que no le llegaban los sueldos de los carceleros. El estado de los presos debía ser estremecedor.
Allí recogieron a un harapiento y hambriento Juan de Benavides. Según las crónicas tenía la barba por la cintura y el pelo por los hombros. Le comunicaron que había sido sentenciado a muerte. Gracias a que era noble y caballero de Santiago sería degollado en el cadalso de la plaza de San Francisco el día 18.
"Este rigor contra los que se pensaban traidores a la monarquía no se daba solo en España, sino que en Holanda o en Inglaterra se actuaba exactamente de la misma manera (...) este tipo de ejecuciones siempre se consideraron de provecho al pundonor militar", cierra Castro Rodríguez.