En septiembre de 1714 España llevaba 11 años abierto en canal por la guerra. Los mutilados campos de batalla peninsulares estaban cubiertos de miles de cadáveres de austracistas y borbónicos. La corte del francés Felipe V, nieto del Rey Sol, se frotaba las manos. Sus ejércitos victoriosos estaban cerca de rendir los últimos e irreductibles bastiones de Carlos de Austria en Cataluña.
Uno de ellos era el inexpugnable castillo de Cardona, ubicado en el centro geográfico catalán y rodeado de escarpadas montañas. Entre noviembre y diciembre de 1711 un poderoso contingente borbónico de 25.000 hombres pertenecientes al ejército de Luis José de Vendôme, mariscal y virrey de Cataluña, se había estrellado contra sus murallas y terraplenes a pesar de que el fuego de su artillería machacó los muros durante más de un mes. Desde los baluartes del antiguo palacio devolvieron cada proyectil hasta que las tropas austracistas rompieron el asedio en pleno invierno.
El 11 de septiembre de 1714, la Ciudad Condal dejó de luchar, pero Cardona, desafiante y orgullosa a pesar de su escasez de pólvora y alimentos, siguió devolviendo el fuego a un nuevo ejército borbónico que luchaba por acercarse a sus murallas. Fue el último bastión que se resistió a Felipe V y nunca llegó a ser conquistada por la fuerza de las armas. Hoy convertido en Parador Nacional, las raíces de aquel castillo corroído por la guerra y la metralla se hunden a finales del siglo VIII, cuando Luis el Piadoso, hijo del gran Carlomagno, proyectó una ofensiva para capturar el castrum Cardonam como paso previo a la conquista de Barcino (Barcelona) en plena Edad Media.
Origen y leyenda
Aquel primitivo castro enclavado en la colina más alta del lugar se levantó sobre sillares romanos reciclados de una construcción indígena, posiblemente íbera. Los ariscos arbustos y cardos que se enredan en la áspera tierra de la colina representan el origen del nombre del poblado y del gélido y montañoso río Cardener, que hunde sus aguas en el Llobregat.
En el siglo IX, ya en manos cristianas de forma definitiva, comenzó la construcción del castillo que domina visualmente las tierras de su alrededor. Tierras salobres que esconden el secreto de la riqueza de sus señores feudales: una inmensa mina explotada desde el neolítico y conocida como la Montaña de Sal. Durante milenios, la posesión de este recurso tan preciado podía convertirte en un hombre increíblemente rico y, por lo tanto, hablar del castillo es hablar de la familia de Ramón Folch, caballero carolingio que hizo suyo el apellido Cardona. Su estirpe llegó a acumular tal fortuna que fueron conocidos como los "reyes sin corona".
Desde lo alto de la protegida torre Minyona, una leyenda continúa sacudiendo sus pétreas paredes. En algún punto del siglo X se celebraron unas fiestas locales y los sirvientes engalanaron la fortaleza para albergar una cena de gala. La familia Foch invitó a Abdalá, alcaide musulmán de la fortaleza de Maldà. Paseando entre los jardines se enamoró de la hija del vizconde y señor de Cardona y comenzaron un romance. Al descubrir que su hija se veía con un infiel ordenó encerrarla en los calabozos situados en la torre y lanzó a sus huestes contra el castillo de su amante. Algunos todavía afirman que cuando el sol se esconde, en la habitación 712 se pueden escuchar los lamentos de la enamorada y desdichada doncella que terminó muriendo de pena.
Apartando fantasmas y leyendas, alrededor del patio de armas se desplegaban las desaparecidas dependencias palaciegas donde se arremolinaron chambelanes y mayordomos que imitaban el boato y protocolo de una corte regia. El atrio sólo conserva una altura, pero en su momento de esplendor, en plena Edad Media, una segunda planta comunicaba el palacio con la increíble iglesia consagrada en 1040 a San Vicente.
"La colegiata de San Vicente está considerada como uno de los edificios más emblemáticos del primer románico catalán y uno de sus ejemplos más perfectos", explica en uno de sus artículos María Pilar García Cuetos, profesora de Historia del Arte en la Universidad de Oviedo. En torno al castillo y su iglesia se reunió una pujante comunidad de canónigos agustinos. Para orgullo de los señores de Cardona se difundió el rumor de que escondía una reliquia del apóstol Santiago en las profundidades de su cripta.
Tiempos de guerra
El cántico de los religiosos quedó ensombrecido por el trueno de las armas. Desalojados los frailes en el siglo XV, la ocupación de las tropas de Napoleón durante la Guerra de la Independencia (1808-1814) decapitó a la encantada torre Minyona, donde se alojó un polvorín y un almacén.
Las murallas y terraplenes se sucedieron como capas cuando la función residencial mutó hacia enclave estratégico de primer orden en la crisis de 1640. En ese momento, la vecina Portugal se independizó de la Monarquía Hispánica y Felipe IV y el conde-duque de Olivares estuvieron cerca de perder Cataluña y parte de la corona de Aragón en manos francesas.
Las piezas de artillería de sus baluartes y fortines se retiraron en 1890 y poco después finalizó su función militar. La iglesia fue considerada Bien de Interés Cultural en la Segunda República y durante el franquismo se paseó por el lugar Manuel Fraga, ministro de Turismo, quien decidió retomar el proyecto de convertirlo en un Parador Nacional. El ajetreo de maletas, turistas y familias sustituye hoy al graznido de los cuervos que se lanzaron sobre los caídos del último y brutal asedio que sufrió a finales de la guerra de Sucesión.
Barcelona, asfixiada y exhausta por más de un año de asedio, capituló el 11 de septiembre de 1714. Una de las condiciones impuestas por los vencedores fue la de ordenar la rendición de una Cardona invicta que, a menos de 100 kilómetros de la Ciudad Condal, aún seguía escupiendo plomo y segando la muerte entre los atacantes. Siete días después el silencio se impuso en aquel viejo campo de batalla en el que lucharon decenas de miles de hombres de todas las regiones de España y todas las naciones de Europa: catalanes, castellanos, franceses, austríacos, alemanes, suizos, holandeses, ingleses, irlandeses, italianos, portugueses…
El gobernador de la posición, Manuel Desvalls i de Vergós, cumpliendo con las órdenes, depuso las armas. A pesar de la derrota, se permitió a los defensores marchar al exilio. Habían combatido como valientes.