Cuando el acorazado americano USS Maine estalló por accidente en La Habana el 21 de febrero, toda esperanza de paz se borró de un plumazo y la potencia armamentística de Washington acabó como una apisonadora con aquel frágil Imperio, herencia de lejanos tiempos de gloria. Cuba, Filipinas, Guam y Puerto Rico fueron malvendidas en la paz de París de diciembre de 1898 mientras que unos escasos 50 soldados españoles, completamente incomunicados, siguieron resistiendo en la iglesia de Baler hasta su rendición el 2 de junio de 1899.
A pesar de ganarse el apodo de los últimos de Filipinas, en aquel infinito archipiélago de más de 7.000 islas repleto de pantanos e insalubres junglas tropicales aún se pudrían en su interior más de 5.000 prisioneros. Los últimos que pudieron regresar, que se sepa, fueron los 60 escuálidos supervivientes del olvidado y brutal asedio de Tayabas. Después de 17 meses de odisea fueron rescatados en circunstancias extremas por la caballería de EEUU en enero de 1900. Poco después llegaron los esquimales al madrileño parque de El Retiro, lo cual, qué duda cabe, era mucho más llamativo para una sociedad española cansada de desastres y tragedias ultramarinas.
El primero de mayo de 1898 la armada española en la bahía de Cavite desapareció aniquilada de un plumazo por la flota del comodoro George Dewey mientras los insurrectos se lanzaban sobre las dispersas posiciones hispanas en Filipinas. Tayabas, una localidad en el centro de la isla de Luzón, estaba defendida por menos de 500 hombres —entre nativos y europeos— al mando del comandante Joaquín Pacheco Yanguas. Debían defender una ciudad de 20.000 habitantes que de un día para otro quedó desierta. Avisados por el Katipunan, organización secreta que luchaba por la independencia, se habían esfumado aprovechando las sombras de la noche.
Sin cuartel
Emilio Aguinaldo, líder del Katipunan exiliado en Hong Kong, regresó y se puso al frente de la rebelión. En el sur, su lugarteniente Miguel Malvar dirigió a 15.000 hombres con la misión de conquistar Tayabas y marchar hacia Manila. Los telegramas alarmantes y apocalípticos se sucedieron en la oficina del comandante Pacheco hasta que cesaron de forma abrupta y sus patrullas comenzaron a ser emboscadas en la profundidad de umbrosas selvas.
Su calvario reúne los elementos necesarios para considerarse uno de los círculos del infierno de Dante. Atrincherados en un puñado de edificios de piedra, cuando se acabaron las primeras raciones sacrificaron los caballos de los oficiales. Luego fue el turno de los gatos y perros que se dejaron capturar hasta que solo les quedó agua y arroz. Corroídos por la fiebre y la malaria, cada vez respondían de manera menos enérgica. Después de más de dos meses, aún no sabían muy bien cómo habían podido rechazar en delirantes combates cuerpo a cuerpo las últimas embestidas tagalas. Pocos días antes se quedaron sin agua.
La metralla insurrecta castigó continuamente las posiciones españolas. Los 34 cañones de Tayabas guardaron un silencio sepulcral al no haber pólvora suficiente para contestar. Las lluvias tropicales empeoraron la penosa situación y cubrieron el frente como un sudario. Todos los tejados de las ruinas que ocupaban los españoles habían ardido y la harapienta guarnición se deshacía enferma, hambrienta y sin apenas cartuchos. Un día un centinela murió de inanición. Pronto fueron diez más hasta que dejaron de contar. Algunos nativos que se habían mantenido leales desertaron. Otros aguantaron hasta el final.
"Dentro de lo humano, era imposible resistir más (...) sin más auxilio que el de Dios, después de un asedio constante de 52 días y de 76 de total incomunicación con el resto del planeta, ¿qué podíamos esperar? ¿Morir como los sitiados de Itálica y Sagunto? (...). Cuando los veía morir, uno a uno, de hambre y miseria o consumidos por las fiebres, un hondo sentimiento de humanidad, hacíame concebir la duda de si yo tenía derecho a exigirles más sacrificios", relató en sus memorias el comandante Pacheco.
El 15 de agosto de 1898 Tayabas capituló. Hacía dos días que los combates habían terminado de forma oficial y solo quedaban 200 supervivientes que debían vivir un penoso cautiverio. Dispersos en diferentes poblados, los nativos y soldados enemigos les arrebataron todo cuanto tenían, exigiéndoles incluso el calzado agujerado y sus ropas mugrientas. Semidesnudos y arropados únicamente por la maleza y alguna manta, muchos languidecían entre fiebres, náuseas y malaria. Los que aún podían tenerse en pie fueron usados como criados, barrenderos o para cultivar los campos.
Los supervivientes de Tayabas, conocedores de que España se había rendido y desesperados por la falta de noticias, decidieron organizar una fuga. En octubre, el comandante Pacheco logró burlar la vigilancia de los guardias y atravesó el país en guerra para darse de cara con la deprimente realidad. Ya no les importaban a nadie.
Perdidos en la jungla
El gobierno filipino exigió en un principio un rescate por cada prisionero, pero EEUU prohibió toda comunicación oficial entre España y Filipinas. Aquellas islas pertenecían ahora al gigante americano y cualquier contacto diplomático entre España y los katipuneros sería reconocerlos como estado independiente, algo que Washington no podía tolerar. Así, en un limbo legal, cualquier intento de rescate pasaba por dialogar con el Ejército y la Armada estadounidenses que, en guerra con sus antiguos aliados filipinos, nunca situó a los prisioneros españoles en su lista de prioridades.
"El 3 de junio de 1899 finalizaba la repatriación oficial de prisioneros. Poco después se rendían los últimos de Baler y también regresaron a España. Pero después de los últimos de filipinas aún quedaban dispersos por la selva cinco mil soldados españoles, olvidados por España... Solo los recordaban sus familiares sin saber si estarían vivos o muertos", explica Carmen García, doctora en Historia y teniente de navío, en una de sus entradas en el blog del Museo Naval.
Tras la evasión de su comandante, que fue repatriado a España, la situación de los supervivientes empeoró y tras un nuevo intento de fuga masiva fueron encerrados en cuevas. Alejados de la luz solar en el corazón de la tierra, sus celdas se inundaron varias veces con las crecidas de un río cercano y muchos se ahogaron. Los pocos que quedaban vivos fueron trasladados en penosas marchas campo a través hasta que les asentaron en el recóndito pueblo de Rosario.
El 13 de enero de 1900, el Ejército estadounidense conquistó Lipa, a escasos kilómetros de Rosario. Allí también había algunos presos que fueron liberados y rogaron a los americanos que rescatasen a sus compatriotas. "Pero Rosario no poseía ningún valor estratégico y el 38 de voluntarios de Estados Unidos tenía órdenes de dirigirse hacia Batangas. Por fortuna, un ingenioso soldado español fugado de Rosario consiguió engañar a los norteamericanos mediante un ardid y el coronel Anderson lanzó a su caballería hacia Rosario", explica Carmen García.
Al llegar a Manila, cinco oficiales y un cabo se fotografiaron bajo un cartel que rezaba "Al salir del cautiverio". Presidiendo el grupo se encuentra el teniente Mariano Mediano que según cuenta la leyenda, había jurado no afeitarse la barba hasta regresar a una España que les había ignorado.