En la antigua ciudad de Worms, a menos de sesenta kilómetros de la actual Fráncfort, el papa Calixto II y Enrique V, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, firmaron un tratado que no llegaba a quinientas palabras en latín pero que ha sido interpretado como el símbolo del paso de una época a otra, de la transición de la Edad Media temprana a la Alta Edad Media. En líneas generales, se acordó que la Iglesia católica se arrogaba el derecho exclusivo de nombrar a los obispos, que el emperador y otros reyes podían aceptar o no al candidato y que, si este resultaba rechazado, el gobernante secular de la diócesis pertinente tenía que asegurar los ingresos del obispado hasta que un prelado aceptable fuera elegido y tomara posesión de su cargo.
El Concordato de Worms estuvo precedido por los similares de Londres y París, suscritos entre la Iglesia y los reyes de Inglaterra y Francia unos años antes, en 1107, y puso fin a la Querella de las Investiduras, una titánica lucha librada durante décadas entre la autoridad imperial y la papal. Un pulso resuelto cuando se concibió un camino en el que el poder en la tierra quedaba en manos del césar y el dinero en la tierra se dejaba en manos de los vicarios de Dios a cambio de una porción de su poder secular.
El acuerdo no solo rigió las relaciones papado-imperio hasta el siglo XIX, sino que también transformó los incentivos de la Iglesia católica, a los líderes terrenales, a su baja nobleza, a sus mercaderes y a sus campesinos a lo largo de los siglos hasta alcanzar incluso el presente. O al menos eso es lo que defiende el politólogo Bruce Bueno de Mesquita en La invención del poder (Siruela), un original ensayo con una provocadora tesis que reconstruye cómo la rivalidad entre papas y reyes que tuvo lugar hace algo más de mil años condujo a Europa a la "excepcionalidad", esa idea de que en Occidente la gente es "más libre, más acaudalada, más tolerante, más innovadora y feliz" que en el resto del mundo.
El catedrático de la Universidad de Nueva York y exasesor del Gobierno de Estados Unidos defiende que ese ignorado y olvidado acontecimiento del siglo XII fue capaz de cambiar la historia del mundo incentivando el crecimiento económico, facilitando la secularización y mejorando el destino de los ciudadanos. "El Concordato de Worms puso los cimientos que darían lugar en Francia a la creación de la excepcionalidad occidental y a la gradual dispersión hacia el norte de sus efectos para diseminarse después por todas partes. Esa excepcionalidad, esa tolerancia, prosperidad y libertad comenzaron a forjarse y a extenderse cuatrocientos años antes de Lutero y de la Reforma protestante", enuncia en el prefacio.
Tras décadas de lucha, la Iglesia y los gobernantes seculares de Europa se pusieron de acuerdo sobre cómo gestionar su pulso por el poder y la forma en que este se manifestaba: a través de la candidatura de obispos. Y fue un win win para ambos actores: "Los papas se dieron cuenta enseguida de que su poder podía asegurarse mejor si mantenían en la pobreza el mayor número de diócesis posible. Los reyes no tardaron menos en comprender que su poder quedaría mejor asegurado, y se extendería mejor, si conseguían que las diócesis de sus reinos se enriquecieran". Es decir, la negociación evitaba una batalla constante con un único ganador.
El autor inicia su relato recordando que hacia el año 1000, según los datos estadísticos y económicos recopilados por el Proyecto Maddison, la calidad de vida en Europa había caído en picado respecto al momento álgido de la Antigüedad, el siglo I d.C. Sin embargo, en torno a 1500, el Viejo Continente ya había emprendido un camino que lo convertiría en la potencia más rica y libre del mundo. Ese proceso, resume Bueno de Mesquita, fue el resultado de una historia de "reacciones estratégicas y lógica competitiva": por la suma de las rivalidades entre reyes y papas, monarquías e Iglesias, monarcas y súbditos.
La controvertida visión del politólogo no se detiene en una interpretación puramente histórica. El objetivo del ensayo no es otro que demostrar el éxito de implantar una dinámica competitiva similar entre Iglesia y Estado. Ya desde las primeras líneas el autor augura que estos acontecimientos medievales son una lección para el presente y el futuro, para construir un mundo que "goce de una mayor libertad y prosperidad".
"La democracia —es decir, la dependencia de una vasta coalición ganadora—, combinada con la competencia económica y restringida, y las distinciones institucionalizadas entre lo secular y lo sagrado, poderoso uno y otro en su propio territorio y abiertos a la competencia mutua, conduce a las sociedades tolerantes, innovadoras, prósperas, saludables y libres", justifica el escritor. "Eso es lo que crearon los concordatos, eso es lo que condujo a la excepcionalidad occidental; y eso es lo que puede, y, a mi entender, lo que debería repetirse en todas las partes del globo, y en todas las épocas". Una sorprendente a explicación a cómo Occidente alcanzó el grado de bienestar actual.