En los primeros siglos de la nueva era, la ciudad de Verona, en el norte de Italia, floreció impulsada por la Pax Romana. Además de la construcción de un gran anfiteatro, varias puertas monumentales y un teatro, en una zona oriental de las afueras, entre una calzada y un afluente menor del río Adigio, se estableció un importante centro de producción metalúrgica. En las inmediaciones había también un santuario donde se depositaron numerosas ofrendas. Pero bajo todas estructuras levantadas por la gran potencia de la Antigüedad se sepultó la historia de los primeros moradores del lugar: la tribu celta de los galos cenomanos.
En la zona, ocupada en la actualidad por el Seminario Vescovile, este pueblo prerromano estableció una extensa necrópolis fechada entre los siglos III y I a.C. y asociada a un posible momento de transición entre finales de la Edad del Hierro y el inicio del proceso de romanización de Verona. El cementerio, con 161 individuos inhumados con ajuares que incluían algunas armas, monedas, anillos, platos de cerámica o recipientes con inscripciones, se localizaba bajo el patio del edificio, una zona en la que se realizaron diversas intervenciones arqueológicas de urgencia entre 2005 y 2009 debido a la construcción de un aparcamiento.
Uno de los aspectos que más llamaron la atención a los arqueólogos fue que en 16 de los enterramientos se depositaron restos de animales en forma de esqueletos completos, partes aisladas o como ofrendas de comida a los muertos —trozos de cerdos, de pollos o de vacas—. De ese grupo de sepulturas, cuatro son especialmente llamativas porque contienen los huesos de caballos o perros, especies que normalmente no forman parte de la alimentación humana. ¿Cuál era la finalidad de ese curioso ritual funerario?
A ese interrogante intenta responder un equipo de investigadores liderados por Zita Laffranchi (Universidad de Berna, Suiza), Stefania Zingale (Instituto para la Investigación de Momias, Eurac Research) y Umberto Tecchiati (Universidad de Milán) en un estudio publicado este miércoles en la revista científica PLOS ONE.
Variables diversas
Para tratar de encontrar patrones que pudieran explicar la presencia de restos de animales en las tumbas, los expertos analizaron la demografía, la dieta, el ADN y los contextos funerarios. Sin embargo, no se pudo documentar ninguna conexión reseñable. En concreto, los 16 individuos no estaban relacionados entre sí, lo que descartaría una práctica de una familia concreta. También eran muy diferentes los perfiles de los sujetos sepultados con esqueletos de perros y caballos: un bebé, un joven, un hombre de mediana edad o una mujer adulta.
La presencia de équidos domesticados en contextos funerarios está muy documentada. Este animal se extendió por toda Europa hacia 2200 a.C. desde la región del Volga-Don y rápidamente se convirtió en un elemento central en los apartados militar y económico de las sociedades euroasiáticas. Su presencia en tumbas desde la Edad del Bronce se ha relacionado con su papel como símbolo de estatus. Algo similar ocurre con los perros, que se empiezan a documentar en las sepulturas humanas desde finales del Paleolítico: el ejemplo más antiguo se ha identificado en un yacimiento de Alemania datado hacia 12000 a.C.
Pero todos los análisis de los restos del Seminario Vescovile realizados por los investigadores no conducen a una explicación única y simple, sino que opinan que el ritual responde a la interacción de diversas variables. En las culturas antiguas, la presencia de perros y caballos se relacionaba con algún tipo de simbolismo religioso, pero los autores del estudio ofrecen otra hipótesis más simple: que los individuos de la necrópolis de Verona fuesen enterrados con sus animales de compañía. También aseguran que podría tratarse de algún comportamiento que combinase elementos de tradiciones culturales transalpinas con otras exportadas desde el Mediterráneo ante el imparable proceso de romanización de la zona. El misterio sigue abierto.