El 30 de junio de 1943 una violenta explosión sacudió el Peñón de Gibraltar. Entre una densa humareda acre, ardieron más de 200.000 litros combustible procedentes de once grandes almacenes situados en Coaling Island, la zona industrial del territorio de ultramar. Menos de un mes después, José Martín Muñoz, de 19 años, fue detenido mientras cruzaba la frontera y conducido rápidamente a un oscuro calabozo para ser interrogado por los servicios de información británicos. Hacía poco que vivía en una chabola de La Línea de la Concepción y le habían ofrecido 40.000 pesetas por el atentado.
En un mundo desgarrado por la II Guerra Mundial, nadie conocía el siguiente paso de la España de Franco. El enclave británico de Gibraltar, llave entre el Atlántico y el Mediterráneo, estaba bajo asedio. En 1940 el almirante Wilhem Canaris, jefe de la inteligencia nazi (Abwehr), estudió un plan para conquistar la roca de apenas 6,8 kilómetros cuadrados plagada de túneles y erizada de baterías costeras, nidos de ametralladoras y protegida por la Royal Navy. Los panzer terminaron lanzándose a la vorágine de las estepas rusas y, ante los titubeos del dictador español, el proyecto se abandonó.
Pese a la no beligerancia y la posterior neutralidad de Franco, los oficiales españoles desplegados junto a la roca se sentían en una zona de operaciones. "Para España la tentación de intentar recuperar la tan anhelada plaza se volvió casi irresistible", explica el historiador Miguel Ángel Gimeno Álvarez en un artículo titulado Sabotajes en Gibraltar durante la Segunda Guerra Mundial. El enigmático teniente coronel Eleuterio Sánchez-Rubio y Dávila, apodado "Burma" por la inteligencia británica y "el abuelo" por el Abwehr, fue uno de los que más esfuerzos hizo por torpedear a la Royal Navy.
Volar el Peñón
La región y su entorno se volvieron un refugio de conspiradores aliados, italianos y alemanes a los que se sumaba un revoltijo de militares españoles, falangistas exaltados y simples peones que escucharon el canto de sirena del dinero en una España deshecha roída por el hambre.
Entre 1940 y 1943, comandos de submarinistas italianos de la Decima Flottiglia MAS, contando con la vista gorda y ocasional colaboración de las autoridades españolas, lograron hundir al menos 14 embarcaciones entre petroleros, vapores y cargueros. En aquel enclave se apiñaban diariamente decenas de mercantes, buques de guerra y aeronaves aliadas en su ruta hacia el frente mediterráneo. Sin duda, era un objetivo muy goloso para los italianos, que aspiraban a conquistar el Mare Nostrum, y para los alemanes, que intentaban torpedear las comunicaciones británicas.
Por la parte española, Sánchez-Rubio conocía el terreno al haber vivido como exiliado en el Peñón tras su participación en el fallido golpe de Estado del general Sanjurjo en 1932. En la Guerra Civil combatió en Córdoba y acabada la contienda consiguió un importante papel en el Servicio de Información Militar (SIM). El Campo de Gibraltar y la bahía de Algeciras se blindaron.
Poco después del sabotaje de José Martín Muñoz, Luis López Cordón, de 23 años, fue detenido gracias a la intervención de un agente doble. Su misión fue la de colocar una bomba en Ragged Staff Magazine, uno de los mayores almacenes de munición de todo el Ejército británico excavado en la roca. Aquella explosión pliniana habría volado por los aires medio Peñón. Los instigadores, oficiales del Ejército español, nunca recibieron un pago por sus servicios. Los alemanes se habrían "limitado a proporcionar asesoramiento técnico, a suministrar las denominadas cargas S británicas y a prestar ayuda financiera", explica Gimeno Álvarez.
No hubo piedad para los dos detenidos, ambos trabajadores comunes de los astilleros británicos. El Tribunal Supremo de Gibraltar los condenó a muerte e ignoró las apelaciones y el rey las llamadas de clemencia. El 11 de enero de 1944 se cumplió la sentencia. Un verdugo había volado en secreto desde Londres para ahorcar en el Castillo de los Moros a los saboteadores. "Las autoridades británicas censuraron las notas preparadas por la prensa para dar cuenta de las ejecuciones, tratando de evitar que se publicara ninguna noticia acerca de las vinculaciones entre los saboteadores y algunos oficiales del Ejército español", desarrolla el historiador.
Ante el mal cariz que tomaba la guerra en 1944 y ejecutados dos de sus peones, simples ciudadanos de La Línea atraídos por el dinero, Sánchez-Rubio fue trasladado a Sevilla y alejado de aquella zona caliente. Estaba tensando demasiado la cuerda debido a su nada discreta implicación en los planes del Eje.
La cesta de huevos
Durante la guerra los intentos de atentar en Gibraltar se sucedieron uno tras otro con un éxito variable. Una cesta de huevos con explosivos fue interceptada en un transbordador de Algeciras por las aduanas españolas y detonada en el muelle. En 1941 se encontraron algunos explosivos alemanes bajo cazas Spitfire junto a las pistas de aterrizaje. En lugar de detonar a las 24 horas, marcaron 24 días en un error de programación y fueron descubiertas sin causar daños. La investigación señaló como organizador a Juan José Domínguez, falangista de primera hora que colaboraba con los nazis.
Terminó sus días cantando el Cara al sol ante un pelotón de fusilamiento franquista en septiembre de 1942. En una de sus pausas como saboteador protagonizó una cruenta trifulca en el bilbaíno santuario de Begoña. Enfrentado con los carlistas que salían de misa, lanzó dos granadas hacia la basílica que causaron varios heridos y que por poco volaron por los aires al general José Enrique Varela, ministro del Ejército. El grupo de falangistas de Algeciras, conocidos como "la banda de los locos", perdió a uno de sus más ardientes colaboradores justo cuando Berlín ordenó incrementar los atentados.
[La conspiración falangista para atentar contra Franco en 1941: pidieron ayuda a la Alemania nazi]
Entre finales de 1942 y otoño de 1943, lograron detonar algunos pañoles de munición, incendiar un pequeño depósito de combustible y volar una batería antiaérea. Alemania les ordenó parar, cada vez había menos recursos para seguir aquella campaña. Italia estaba siendo invadida mientras se desangraba en una guerra civil y los submarinistas fueron replegados. España, por su lado, no quería una guerra.
"Gibraltar fue el escenario de una guerra silenciosa, pero no incruenta, que obligó a los británicos a emplear medios considerables y abundante personal en labores de contraespionaje", concluye el historiador. "Por otra parte, al tiempo que la guerra ofreció oportunidades a todos los españoles que diariamente cruzaban la frontera para trabajar en Gibraltar, también los convirtió en los peones de una lucha de espionaje y contraespionaje desarrollada por los agentes de uno y otro bando que los llevó a la primera línea de un conflicto en el que teóricamente su país no participaba".