Alfonso I, el gallego que se perdió en el Amazonas y se convirtió en rey de feroces tribus guerreras
En 1922 desapareció en la jungla peruana buscando caucho. Allí se casó con la hija de un cacique jíbaro y reinó en paz durante más de una década.
5 marzo, 2024 09:23Al este de las cumbres andinas se extiende un exuberante océano de vegetación coloreado con más de mil tonos de verde. Allí, rodeados por nubes de mosquitos y asediados por bestias y feroces pueblos nativos, algunos conquistadores españoles se internaron en el seno de las prehistóricas junglas del Amazonas en busca de gloria. En aquella espesura en la que el desdichado Gonzalo Pizarro buscó el mítico país de la canela no había para los occidentales más que desesperación, dolor y alimañas venenosas. Todo cambió cuando la imparable máquina de la revolución industrial exigió la savia de una serie de árboles tropicales para fabricar el preciado caucho.
A finales del siglo XIX y hasta la mitad del siglo XX, miles de personas ahogadas por la miseria y la desesperación quedaron embrujadas por aquel "oro blanco" que evocaba al mito de El Dorado, solo que esta vez era real. Alfonso Graña, natural de Avión, en Ourense, abandonó una Galicia empobrecida en 1896 soñando con un futuro más allá del océano. En Brasil y Perú, aquel hombre alto y delgado de apariencia frágil buscó oro y caucho hasta que en 1922 se le perdió la pista en la selva. Varios guerreros jíbaros -conocidos por sus tétricos rituales en los que disecaban las cabezas de sus enemigos- le sorprendieron y mataron a su compañero.
En Iquitos, la ciudad peruana de la que partió, el suceso solo fue uno más del rosario de crímenes ocurridos en una frontera en la que caucheros y nativos ajustaban cuentas. Dos años después, aún con sus gafas y acompañado de varios nativos que le llamaban "apu" (jefe) regresó del corazón de las tinieblas. Viendo de cerca las puertas del más allá, en un ignoto poblado de chozas, una de las hijas del cacique local se encaprichó de él y le perdonaron la vida. Gracias a su inteligencia, humanidad y sagacidad, además de toneladas de suerte, consiguió integrarse y convertirse en un miembro muy influyente entre los indígenas. Su suegro murió y ocupó su puesto, siendo conocido entre los occidentales como Alfonso I rey del Amazonas.
Otras versiones apuntan a que, cansado de su patrón, se fugó a la selva donde fue bien recibido y terminó casándose. El resultado fue el mismo y acabó forjando una leyenda. El gallego armonizó las relaciones entre pueblos, les enseñó nuevas técnicas para construir chozas, curtir pieles, conseguir sal y secar paiches, un enorme pez amazónico. Estos le correspondieron con su fidelidad y acompañándole a todas partes, incluyendo los mercados de Iquitos donde vendían carne, pescado y más productos locales.
Su reinado resultó más idílico que el del ficticio Kurtz inventado por Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas. En sus viajes a Iquitos enseñó a los nativos el cine y la radio. Allí les cortaba el pelo, les daba paseos en automóviles, les compraba helados y les curaba pequeñas úlceras a los enfermos. Su historia se conoce gracias a la admiración de su amigo Cesáreo Mosquera, otro gallego como él, propietario de la librería Amigos del País, situada en la localidad peruana. Este, al enterarse la expedición científica planeada por la Segunda República y encomendada al capitán Francisco Iglesias Brage, les puso en contacto. La empresa nunca se realizaría, pero la existencia de este rey amazónico llegó a oídos del escritor y periodista Víctor de la Serna.
"Alfonso Graña el español que reina como señor único por encima de tratados y fronteras [...] en la Amazonia. Dominaba Graña, único ser blanco habitante de la selva, una zona comprendida entre los ríos Nieva, Santiago y Alto Pastaza; en una extensión como la de Andalucía, Extremadura y Castilla la Nueva juntas. La pueblan los indios más indómitos del Continente, los temibles indios jíbaros, disecadores de cabezas, magos y gigantescos guerreros; e inatacables a toda civilización", escribió sobre él el periodista.
Rescate en la selva
Su fama era reconocida. Además de "civilizar" y pacificar a los belicosos nativos, aquel hombre que emigró analfabeto aprendió a leer y escribir en las profundidades de sus dominios. Amo y señor de un territorio tan inmenso, la Standard Oil y la Standard California tuvieron que pactar con él en 1926 para realizar sus prospecciones. Hasta que Graña no les dio permiso no pudieron buscar petróleo en sus dominios de forma pacífica. Su gesta más recordada ocurrió en febrero de 1933 cuando tres aviones se perdieron en aquel universo vegetal repleto de vida.
Perú estaba en plena guerra con Colombia y ambas naciones americanas desplegaron sus unidades en la fronteriza región de Leticia, donde libraron feroces escaramuzas. Una escuadrilla de hidroaviones peruanos cargados con munición fue sorprendida por una brutal tormenta que les obligó a acuatizar en el traicionero pongo de Manseriche. Dos aparatos arrastrados por los remolinos fueron engullidos por las turbias y violentas aguas del río Nieva.
Los nativos jíbaros, aguarunas y huambisas consiguieron rescatarles arrojándoles unas cuerdas mientras fueron testigos de cómo el tercer hidroavión, incapaz de acuatizar y sacudido por el viento lateral, intentó ganar altura y escapar de aquella trampa mortal para terminar estrellándose en la espesura, acabando con la vida de su piloto, Alfredo Rodríguez Ballón.
[El conquistador español que nombró un océano y acabó ejecutado por su suegro]
"Con la ayuda de sus fieles indios embalsamó el cadáver, construyó un ataúd con madera y chapas y en dos balsas de más de diez metros que él mismo había construido, trasladó el féretro y dos hidroaviones desarmados hasta Iquitos, atravesando el temible pongo de Manseriche, en una epopeya sin precedentes", relata su biógrafo Maximino Fernández Sendín en una entrada de la Real Academia de la Historia.
Su reinado terminó un día desconocido de 1934 cuando, a los 56 años, un cáncer de estómago acabó con él. Nunca se supo qué fue de su familia indígena de la que solo se conoció un "ahijado". El mestizo Alfonso conocía español y varios idiomas nativos además de hacer de intérprete, pero nunca se le reconoció como hijo legal. A pesar de su fama, estaba (y está) mal visto que un blanco habitase y se casase entre indígenas. "Roguemos al dios de las selvas y de los mares y de los cielos por su alma pura como un ala de una garza", se despidió de él la pluma de Víctor de la Serna en su epitafio literario.