El paisaje que se abre a los ojos hacia el sur desde los restos del castillo de Castro Ferral resulta imponente por hermoso, en pleno Parque Natural de Despeñaperros, y porque el viento fresco que sopla en lo alto huele a historia. En esa orografía escarpada de colinas que se retuercen y planicies que no se encuentran, definida en la actualidad por un enjambre de vegetación y bosques de pinos, ocurrió hace ocho siglos una monumental batalla medieval entre el ejército cruzado de Alfonso VIII, el rey de Castilla, y las tropas musulmanas del califa almohade al-Nasir. Sobre las Navas de Tolosa dirían los cronistas cristianos que "nunca en España hubo una guerra igual".
Las ruinas de la fortificación, en grave riesgo de derrumbe, son el único vestigio que queda en pie relacionado con la batalla, que tuvo lugar el lunes 16 de julio de 1212. Era el punto estratégico en el que una guarnición almohade tenía el cometido de defender el camino de descenso desde la cima del puerto del Muradal, el paso natural a través de Sierra Morena. Pero la fortaleza cayó unos tres o cuatro días antes del gran choque. Sus escasos defensores poco pudieron hacer ante la lluvia de flechas y el potente asalto enemigo.
"Pensábamos que era una torre vigía pero se ha descubierto un verdadero castillo", confiesa Irene Montilla Torres, arqueóloga de la Universidad de Jaén e investigadora principal del Proyecto Navas de Tolosa. Hoy en día el camino de acceso a la fortaleza desde la ladera norte es un ancho cortafuegos por el que conducen los guardias forestales. Sin embargo, bajo la tierra removida se esconde todavía el testimonio del prólogo de la batalla: las dos primeras prospecciones en la zona han sacado a la luz más de 2.600 restos metálicos, de los que 701 se han podido identificar como materiales bélicos: puntas de flecha, fragmentos de cotas de malla, herraduras, conteras, regatones y clavos —uno de ellos, claramente almohade, presenta una inscripción en la cabeza en la que se lee "alabado sea Dios"—.
Juan Carlos Castillo Armenteros, el otro codirector de los trabajos y catedrático de Historia Medieval de la misma institución, subraya que "es la primera batalla medieval que se estudia con la metodología de la arqueología del conflicto empleada en Iliturgi o Baécula", dos episodios de las guerras púnicas radiografiados por sus compañeros del Instituto de Arqueología Ibérica de la UJA. Las dos primeras campañas de investigación del proyecto, financiado por la Junta de Andalucía y la Diputación de Jaén, han confirmado que la historia de las Navas de Tolosa no está escrita al completo.
"Es la hora de la arqueología", afirma Álvaro Soler del Campo, responsable de la Real Armería de Patrimonio Nacional y del estudio tipológico de las puntas de flecha encontradas en el sitio, que guardan relación con las que se estaban disparando en el Levante, al otro lado del Mediterráneo. "La importancia del material que está saliendo es absolutamente fundamental, una guía para la arqueología española".
De estos hallazgos ya se están valiendo los historiadores. Francisco García Fitz, catedrático de Historia Medieval en la Universidad de Extremadura, acaba de publicar con Desperta Ferro una nueva edición actualizada de su clásica obra Las Navas de Tolosa en la que ha incluido la información brindada por el registro arqueológico. Desde las alturas del castillo de Castro Ferral, contemplando el agreste y estrecho campo de batalla, estéril para las maniobras de envolvimiento de la caballería ligera almohade, recuerda la característica que hace "absolutamente insólito" a este enfrentamiento clave de la llamada Reconquista: "Fue una campaña organizada para dar una batalla".
Las crónicas musulmanas bautizaron a las Navas como "al-Iqab", la batalla "de la Cuesta" por la intrincada orografía, pero también se puede traducir como la batalla "del castigo". De ahí el subtítulo que ha elegido García Fitz para el ensayo: "Desde la derrota en Alarcos (1195), Alfonso VIII tenía una idea de venganza: castigar a quienes le habían derrotado. La batalla campal no representaba lo que ocurría en el día a día de la guerra medieval, pero muchos meses antes le había expresado su voluntad al papa, que lanzó una bula convocando una cruzada". Por eso ante la muralla natural de Despeñaperros se presentó un ejército cristiano que multiplicaba cuatro veces en tamaño a cualquiera normal de la época: 12.000 caballeros. El califa, que manejaba un contingente dos veces más grande, no tenía pretensión de luchar, sino de evitar que el enemigo bajase el puerto del Muradal.
Además de la movilización de combatientes internacionales de todas partes de Europa y del Mediterráneo, también en el bando musulmán, el volumen de participantes y la intensidad de los discursos ideológicos —cruzada vs yihad—, las Navas propició una rara y parcial unidad de acción con una coalición de los ejércitos de tres reyes peninsulares: Pedro II de Aragón no vaciló a la llamada de su aliado, pero menor predisposición mostró el gigantón Sancho VII de Navarra, presionado por Roma para tomar parte en la campaña y que descansa ahora en la Colegiata de Roncesvalles con una de las reliquias más legendarias de la batalla: las cadenas de hierro con las que apresó a la guardia personal de al-Nasir.
Frontera de la cristiandad
El teatro de operaciones de este singular episodio bélico es tan inmenso —unos 50 kilómetros cuadrados— que registra una curiosa paradoja: desde Castro Ferral apenas se vislumbra el cerro de los Olivares, donde el califa almohade habría plantado su campamento, una colina aledaña al Museo de las Navas de Tolosa, espacio dirigido por Pablo Lozano y que cuenta con unos 13.000 visitantes al año, cifra que se ha doblado desde el inicio del proyecto arqueológico. Pero a pesar de la enorme distancia, los dos ejércitos se estuvieron observando en todo momento. Estar aquí plantado el 16 de julio de 1212 tuvo que ser una postal sobrecogedora: al estruendo de los choques de espadas y cargas de caballería habría que sumar las altas temperaturas.
"Hasta que no estás aquí no te das cuenta de la complejidad de la batalla y de los movimientos", dice Irene Montilla. "Este castillo es la piedra angular de toda la campaña, no se entienden las Navas sin él", afirma Álvaro Soler. Tras la captura de la fortaleza, los cristianos no pudieron seguir descendiendo a través del desfiladero de la Losa, bien protegido por los musulmanes, y tuvieron que buscar un paso alternativo. Eso los llevó a la Mesa del Rey, elevación plana y extensa en la que también se han recuperado algunas piezas bélicas. Entre este punto y la base de al-Nasir, un vasto terreno en el que hoy en día se encuentran el pueblo de Miranda del Rey y el centro de visitantes del Parque Natural de Despeñaperros, ocurrió la batalla.
El principal objetivo del proyecto arqueológico para la siguiente campaña consiste en averiguar la ruta que siguió el ejército cristiano desde Castro Ferral hasta la Mesa del Rey. Un camino nada fácil de intuir por la inclemente geografía y cuyo hallazgo lo atribuyen algunas crónicas medievales a la revelación mesiánica de un pastor en un episodio que recuerda a las Termópilas. Pero para seguir con las prospecciones necesitan más financiación y que las evidencias materiales de este movimiento de tropas hayan sorteado la acción de los piteros: durante más de un siglo la zona ha sido expoliada sistemáticamente, con gente que se llevaba carros llenos de metal para venderlo en el mercado negro.
Hasta ahora, las excavaciones en el castillo de tapial y sus inmediaciones han desvelado la presencia de un asentamiento antiguo, un fuerte romano republicano desconocido relacionado con la extracción de hierro de una mina —de ahí su topónimo, Castrum Ferral— y cuatro fases diferentes en época almohade. Los arqueólogos han podido confirmar que el enclave se reforzó con un nuevo muro antes de la batalla y que tras la conquista cristiana se erigió una torre semicircular y se repararon con mampostería otras paredes. "Queremos también comprender la articulación de los campamentos, que tendrían zonas para el alto mando y otras para hacer herraduras", confiesa Montilla. "Este es un proyecto que podría dar para 30, 40, 50 años...", aventura Juan Carlos Castillo.
Pero la arqueología seguramente no pueda responder a la pregunta de cómo de importante fue la victoria de Alfonso VIII en las Navas de Tolosa. Para eso están los historiadores como Francisco García Fitz, experto en el análisis de las relaciones políticas entre cristianos y musulmanes en el ámbito ibérico, las estrategias y las tácticas, la organización de los ejércitos y la formulación de la ideología de la guerra. Tanto en su libro como contemplando el escenario concluye que hay que matizar la etiqueta de "batalla decisiva".
"Fue un acontecimiento fuera de lo común de indudable trascendencia militar y política. Tuvo lugar un quebranto importante del poderío militar almohade, pero no lo aniquiló", responde el autor, recordando que entre 1212 y 1224 los intentos de leoneses, aragoneses y portugueses de recuperar territorio a los musulmanes fueron "fracasos absolutos". "Lo que habían perdido es todo el territorio entre el sur del Tajo y Sierra Morena por el que se había estado luchando durante un siglo y medio". El medievalista también asegura que es "exagerado" decir que las Navas de Tolosa supuso el principio del fin de al-Ándalus o del Imperio almohade, en ese momento en la cúspide de su poder.
Que la batalla fuese glosada por los autores de la Primera Crónica General como "uno de los más grandes hechos que en el mundo acontecieran desde que el mundo fuera creado hasta ahora" se explica también por el contexto religioso que imperaba entonces. La victoria de Saladino en la batalla de los Cuernos de Hattin (1187) había supuesto la desaparición de los estados cristianos en Tierra Santa. La derrota en Alarcos y la caída del castillo de Salvatierra en 1211 habían generado una atmósfera de miedo ante lo que se venía encima: la caída ahora de la frontera occidental de la cristiandad. Por eso el eco de las Navas de Tolosa llega hasta nuestros días.