Las primeras naves de guerra de la Royal Navy comenzaron a llegar a Hong Kong en junio de 1840. En total, el despliegue del Imperio británico en las costas de China ascendía a 16 buques y 4.000 soldados, contando a los reclutas indios, que iban a rendir a uno de los imperios más antiguos de la historia, poblado por 300 millones de personas. Al poco de arribar marcharon a la isla de Chusan. Tras un combate de 10 minutos, el castillo chino enmudeció. Más tarde se comprobó que el cañón más moderno de los defensores había sido fundido en 1601.
El HMS Nemesis, uno de los primeros barcos de vapor acorazado en hierro, remontaba las corrientes a su antojo y descuartizaba los juncos chinos sin despeinarse. En el palacio imperial de Pekín, la Ciudad Prohibida, reinó el caos: una minúscula fuerza de bárbaros se paseaba por el país sin ser estorbada. Un rumor afirma que uno de los mandarines más desconectados de la realidad propuso reclutar un ejército de 300.000 hombres y enviarlo hacia el oeste, atravesar las estepas de Rusia y arrasar Londres. No contaba con que la mayoría de los fusiles de sus guerreros estaban oxidados.
En el frente de batalla, librado en torno a ciudades fluviales y castillos costeros, los oficiales chinos eran plenamente conscientes de lo desesperado de su situación. "En Ningbo, un comandante compró diecinueve monos con la intención de atarles fuegos artificiales a la espalda y arrojarlos sobre barcos británicos para prenderles fuego y, con suerte, volar sus polvorines, pero nadie se atrevió a acerarse lo suficiente", explica en El crepúsculo Imperial (Ático de los Libros) Stephen R. Platt, profesor de Historia de China en la Universidad de Massachusetts Amherst.
El opio británico
Aquella guerra iniciada por el celo del comisario imperial Lin Zexu en su particular lucha contra el opio británico en Cantón terminó cuando la Royal Navy se plantó ante Nankín, la segunda capital del país, y amenazó con reducirla a cenizas. El 29 de agosto de 1842 China se comprometió a pagar 21 millones de dólares para pagar el opio destruido, abrió cinco puertos al comercio extranjero y otorgó Hong Kong como colonia permanente a la Corona británica.
"La guerra del Opio no fue el resultado de un inextricable choque de civilizaciones, como más tarde se diría en Occidente. Tampoco representó la culminación de un gran plan maestro imperial, como suele entenderse en China. Para casi todas las partes implicadas, incluidos los ministros del gobierno que la iniciaron, la guerra era realmente impensable hasta que realmente comenzó", explica el autor.
Más que un resumen de batallas y crueles escaramuzas, Platt realiza una extensa radiografía de la escabrosa relación que mantuvieron los imperios chino y británico desde el siglo XVIII hasta mediados del XIX. Una relación que quedó marcada por el contrabando y el tráfico del ansiado opio, un potente narcótico altamente adictivo y considerado un lujo que enganchó a buena parte de la élite china. Cultivado por la Compañía de las Indias Orientales en Bengala, India, este organismo controlaba buena parte de la oferta dejando su distribución a mercaderes y comerciantes sin escrúpulos.
Lo que comenzó como un negocio marginal, en 1823 superó al algodón como principal importación de la India. En 1830 más de 1.137 toneladas de droga inundaron al gigante asiático y, por primera vez, la preciosa plata china comenzó a desbordar los arcones británicos que hasta entonces habían afrontado una balanza de pagos negativa. El nauseabundo aroma de los fumaderos de opio clandestinos comenzó a infestar una China en decadencia.
Guerra contra la droga
En busca de erradicar el tráfico, Lin Zexu, comisario imperial, y Deng Tingzhen, virrey de Liangguang, tensaron demasiado la cuerda. El 12 diciembre de 1838 levantaron una cruz frente a las factorías occidentales para ahorcar a un traficante chino. Los británicos protestaron al sentirse humillados y el asunto acabó en un disturbio. Charles Elliot, diplomático inglés en Cantón, nunca sintió ningún aprecio por el opio ni los contrabandistas y colaboró con las autoridades chinas desde el primer momento.
El delta del río de las Perlas, donde se ubicaban las factorías británicas, se caldeó como una olla a presión. Los soldados imperiales bloquearon las factorías, protegidas solamente por estacas de bambú, exigiendo que entregasen todo el opio. Un ciudadano británico fue abordado en un buque por sicarios que le desnudaron y le cortaron una oreja. Elliot, deseoso de evitar una masacre y de mantener las relaciones comerciales, cedió y acordó entregar el opio para ser destruido. Sin embargo, Lin Zexu desconfió y mantuvo el bloqueo durante 6 semanas.
Elliot, al que sus compatriotas llamaban con desprecio "el lacayo de los chinos", se sintió humillado y telegrafió a Londres hablando de "asedio" y demandó una campaña de castigo ante aquella afrenta. "A lo largo del invierno y la primavera de 1840, el Parlamento se vio inundado de peticiones de grupos religiosos, sociedades antialcohólicas y otras organizaciones públicas que exigían el fin del comercio de opio y se oponían a la guerra con China", explica Platt.
El gobierno dudaba y el debate sobre la intervención fue encarnizado. Por un lado se consideraba que la tensión había sido provocada por traficantes y por otro que el asunto trataba sobre proteger a sus súbditos en cualquier rincón del mundo. Con 71 años, el mismo Arthur Wellesley, duque de Wellington, el héroe que derrotó a Napoleón en Waterloo, se pronunció a favor de la guerra. Sintió que se habían sufrido "insultos e injurias como creía que nunca antes se había infligido a este país". El 10 de abril, después de tres noches de debate, se aprobó la intervención por un estrecho margen de nueve votos.
Cerca del fin de la guerra, en 1842, Charles Elliot criticó que la victoria de Londres pasaba por "la matanza de un pueblo casi indefenso y desvalido" en la que "había muy poco lugar para la gloria militar". La Royal Navy sufrió más bajas por disentería y fiebre que por el fuego enemigo. Muchos oficiales quedaron horrorizados ante su tarea, que pronto se reveló más propia de carniceros que de soldados. Uno describió con espanto un mar "ennegrecido con cadáveres flotantes" y el interior de un fuerte "salpicado de sesos".
El tratado de Nankín pasó a la historia de China como el que inauguró "el siglo de la humillación" y "marcó un hito en el descubrimiento occidental de que se podía obtener cualquier cosa de China mediante la violencia", desarrolla el historiador, que mantiene la tesis que la guerra pudo haberse evitado.
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"Si Charles Elliot no hubiera dejado que el pánico se apoderara de él cuando reaccionó de forma tan exagerada ante las amenazas de Lin Zexu; o si el propio Zexu se hubiera mostrado más abierto a trabajar con Elliot (...) podríamos sacar lecciones muy diferentes de esta época", concluye Platt.